La última jornada de navegación por el río Tsiribihina auguraba tormentosa, y no por el tiempo, pues el sol ya había empezado a salir y en el cielo ninguna nube osaba asomarse, sino por culpa de mi sistema digestivo que tras una semana en Madagascar se había plantado y había dicho basta. Me había levantado en mitad de la noche a hacer una evacuación de urgencia creyendo que era algo puntual, pero cuando amaneció me di cuenta de que no era cuestión de minutos y pasé, todo el tiempo que estuvieron los demás desayunando, escondida detrás de las dunas. Intenté tomar algo antes de subir a la piragua, pero mi estomago no toleró ni un trago de agua. La jornada iba a ser eterna…
Cuando estuvo todo preparado volvimos a embarcar de nuevo: cinco vazahar, dos barqueros, un músico, un guía y una gallina decididos a terminar la travesía por un río que ya había empezado a hacerse interminable.
Empieza la jornada en el Tsiribihina
Intenté adoptar una postura intermedia con la que paliar mis dolores, una posición en que no me doliese el culo a punto de ulcerarse ni sintiera náuseas. Pero era demasiado complicado, así que la mañana fue una repetición contínua de los mismos movimientos. Cuando me movía para reactivar la circulación vascular de mis glúteos venían las arcadas, entonces tenía que avisar a Toni para que hiciese un poco de contrapeso mientras yo asomaba mi cabeza al río y echaba el resto, y entonces era el sol el que me atacaba y tenía que volver a refugiarme debajo del paraguas. Asi una, dos, tres, cuatro, cinco y hasta seis horas horas. En vez de recuperarme cada vez me encontraba peor y me preguntaba porque era yo la única que se encontraba así e imaginaba a Leonard cocinando las verduras con el agua del río…
Cada vez que nos acercábamos un poco a la orilla se me abrían los ojos como platos con la esperanza de que íbamos a parar ya, pero no fue hasta el mediodía, cuando llegamos al poblado donde terminaba el trayecto. Había notado una ligera mejoría pues en la última hora no había vomitado ni una vez, pero el pequeño esfuerzo de levantarme de la barca y subir la empinada pared que llegaba al poblado hizo que tuviese que ir corriendo otra vez a esconderme detrás del primer árbol que visualicé, esquivando a todos los niños que como siempre venían a recibirnos.
Esperando que pasen las horas…
No podía ni moverme, así que comer no era una opción viable. El resto de compañeros de viaje se sentaron en una mesa debajo de un techo de cañas, y yo me quedé acostada en medio del montón de mochilas que habían dejado en el suelo. Parecía que nuestra mera presencia ya era todo un espectáculo, teníamos a la mitad del poblado enfrente de nosotros observando con atención como no hacíamos nada. Pronto les empezamos a parecer aburridos, y cuando el músico se puso a tocar su instrumento hicieron alarde de sus dotes bailarinas y todos los niños se pusieron a bailar detrás de Leonard y los remadores. Yo observaba todo desde el suelo; los niños, con su ropa sucia, rota y con los mocos colgando, se lo pasaban pipa con la música.
Los niños haciendo de las suyas
Unos minutos más tarde vi que llegaban dos hombres con cuatro zebús y los ataron en dos carros donde a continuación subieron las mochilas, estaban preparando nuestro siguiente medio de transporte.
Cuando terminaron de comer nos despedimos de los dos remadores y el músico que volvían a subir a la piragua para deshacer el camino hecho hasta Miandrivazo. Me agoté solamente de pensar la de horas que les quedaban todavía navegando por el Tsiribihina y mientras les vimos alejarse por el río subimos a los carros.
Nuestro “piroguier” con Toni
El espacio libre allí dentro era escaso, teníamos que encontrar sitio para nuestras posaderas entre los huecos que habían dejado las mochilas, así que como pudimos nos embutimos jugando al tetris con nuestras extremidades. Y con los paraguas abiertos para protegernos del sol completamos la jocosa escena.
Preparándonos para el viaje en carro de cebús
Entre el hueco del paraguas y las mochilas sufrí viendo como el hombrecito pequeño y fibrado daba órdenes a los Zebús doblándoles el rabo, dándole azotes con una rama y metiéndole ésta por el culo cuando le parecía que la velocidad no era suficientemente elevada. ¿Cómo podían los pobres bovinos ir más deprisa por aquel camino abrupto y con las ruedas que tenía aquello? ¡Si íbamos dando saltos!
Tras 30 eternos minutos en carro con vadeo incluido, llegamos a un camino menos tormentoso donde ya podían acceder medios de transporte menos tradicionales, más modernos y más cómodos, y allí ya nos estaba esperando Jack con su vehículo. El apuesto malgache apareció en medio del camino con su 4×4 para recogernos y llevarnos hasta Belo-sur-Tsiribihina. Con la emoción bajé demasiado deprisa del carro y mi estómago se puso a temblar otra vez, así que tuve que esperar sentada en un rincón de la carretera mientras volvían a cambiar las mochilas de sitio, esta vez desde el carro de zebús hasta la baca del coche. Arriba del 4×4 creí que me iba a encontrar mejor, pero el camino seguía en muy mal estado y todos los saltos que dábamos allí dentro me retorcían las entrañas.
En el interior del 4×4 con Jack y Leonard
Llegamos a un río por el que había que cruzar con ferry, así que para subir el todoterreno a la estructura flotante, que no eran más que trozos de maderas grandes unidas, tuvimos que bajar todos. Y otra vez la misma canción, otra vez a correr en busca del primer árbol…
Empezaba a sertirme realmente fatigada y estar en pie me costaba esfuerzo. Me iba sentando de piedra en piedra mientras esperábamos a que el ferry se llenase. Minutos más tarde mientras todo el mundo subía a bordo y buscaba un sitio donde sentarse, Toni me sujetaba para que no cayese al río mientras yo seguía vomitando por la borda… Me dolía todo y en el primer hueco que encontré en el suelo me dejé caer.
No commnent
El ferry arrancó y el ruido del motor y el aire que me daba en la cara impidieron que me quedase allí mismo dormida. El resto de los pasajeros parecían hipnotizados mientras el sol empezaba a ponerse; parecía que todas las mentes estaba ausentes hasta que de repente el ferry paró al cabo de unos minutos. La profundidad del río no era suficiente para que la plataforma avanzara y quedó encallado en la arena. La única solución era esperar a que el nivel del agua subiese y así llegar hasta la otra parte del río. Lo que me faltaba. Desesperada por llegar al hotel y sabiendo que la espera se iba hacer muy larga todavía levanté la cabeza en busca de algún sitio en el que refugiarme y lo encontré. En uno de los laterales habían amontonado una treintena de colchones que alguien transportaba y vi la luz. Viendo que había gente que lo estaba usando para sentarse no me lo pensé dos veces y me tiré encima. No se el rato que pasó hasta que subió la marea, yo cerré los ojos y dejé que pasara el tiempo.
Finalmente oí cómo arrancaban los motores de los coches y empezaban a bajar del ferry. Habíamos llegado a la orilla y volvíamos a subir al 4×4 que nos llevaría finalmente a Belo-sur-Tsiribihina.
Bonita puesta de sol encima de los colchones
Era de noche cuando por fin el vehículo nos paró delante del hotel Karibo. No podía creer lo que veían mis ojos, después de 12 eternas y fatídicas horas de viaje llegábamos al hotel. Salí disparada a la habitación, ya me subiría alguien mis mochilas, necesitaba un poco de paz. Una suite presidencial no me alegraría tanto como lo hizo aquel día ver aquella habitacíon pequeña y simple. Se trataba de una habitación con una cama, una mosquitera y baño propio, pero en ese momento era todo lo que necesitaba y atraída por la ducha me metí tan rápido como pude. Con la suciedad que llevábamos acumulada tras tres días de navegación el agua salía casi negra tras el contacto con la piel…
Cuando todo el mundo se hubo arreglado bajamos al restaurante del hotel en la planta baja a cenar. Yo bajé sujetándome en las paredes para no caer, me flojeaban las piernas y nececesitaba meterme algo en el estómago. Cuando llegué a la mesa y me senté, Florence me dijo que tratara de comer algo aunque solo fuese un plátano. A l escuchar la palabra plátano mi estómago se contrajo de golpe dándome tales arcadas que tuve que levantarme corriendo en dirección a la puerta de salida para no vomitar allí mismo. Nunca antes el nombre de una fruta me había causado tal efecto emético, fue más efectivo que un café con sal…
Les dejé allí mismo disfrutando de la cena y volví a la habitación a descansar. Solo deseaba que fuese el día siguiente y encontrarme bien. “Mañana será otro día” pensé y cerré los ojos. Tenía que recuperar energía para llegar a Tsingy.