California y Las Vegas ✏️ Blogs de USA

1 de octubre 2007

A pesar de la emoción típica que surge antes de realizar un viaje por placer, he dormido como un niño. Puede resultar un problema, ya que esto significará que no dormiré nada en el avión y llegaré a San Francisco hecho una auténtica caca.

Me despierto a las 5:30 de la mañana, desayuno un tazón de Chocokrispies y me meto en la ducha. A las 7:15, como un reloj, una llamada perdida en mi móvil me anuncia que en mi portal está esperándome Juan P., uno de los taxistas asiduos a recoger clientes en mi hotel, que se ha ofrecido a llevarme a Barajas por un módico precio. Amigos hasta en el infierno o, lo que es lo mismo, amigos hasta entre el gremio de taxistas. Durante el viaje al aeropuerto me cuenta que de joven estuvo en Atlanta por una convención de su antiguo trabajo, y que el tráfico se está poniendo peor debido al evidente fin del verano. Ese comentario se lo podría haber ahorrado, ya que la Av de América está colapsada y hasta un niño sabría que eso es un atasco.

Llego a la Terminal 1, me dirijo a los mostradores de Delta, ya operativos, y 10 minutos después aparece mi hermana. Me cuenta que no ha dormido nada la noche anterior. A los 5 minutos aparecen Alicia y Patricia y me cuentan que ellas tampoco han dormido nada. Afortunadamente, hacemos inventario de sustancias que nos ayuden a caer en los brazos de Morfeo y contamos con varios comprimidos de Orfidal, Transilium, Lexatin y Myolastan. Por mucho que haya dormido, con esa bomba de relojería conseguiré pasarme el vuelo de Madrid a Atlanta soñando con los angelitos. Tenemos detrás a una pareja formada por una choni con coleta alta y pendientes de aro y un chulo con pantalón pirata y tatuaje tribal. El chico nos mira con complicidad. Alicia se echa mano al bolso con miedo a que el muchacho de extrarradio le robe los lexatines para sus noches de comer techo.

Al facturar las maletas, una simpática azafata de Delta se convierte sin intentarlo en una de las protagonistas de la jornada.
- ¿Han hecho ustedes el equipaje? – Pregunta la azafata.
- No, a mí me lo ha hecho la chica – contesta Patricia
La azafata mira a Pat como sospechosa, y ella sonríe y replica:
- Es broma, mujer. Ojalá tuviera una chica que me hiciera el equipaje.

Nos sentamos en una cafetería y nos tomamos unos zumos de naranja, salvo Patricia que se toma un café.

Embarcamos en el Delta 109 destino Atlanta. La azafata es una americana simpática que nos cuenta que es de origen español, aunque su acento es más de Centroamérica. Anuncia por los altavoces que debido a un imprevisto cambio de aeronave, las películas que emitan sólo tienen audio en inglés y en ruso. Como son bazofia, no pensaba verlas, así que me da igual. A mi hermana le sienta peor, pero logro calmarla prestándole mi Ipod, mi PSP y mi Nintendo DS. Yo abro una botella de agua que nos han dejado en el asiento, me tomo un orfidal, me pongo los tapones de la bolsa esa que dan en todos los vuelos transoceánicos y que por algún extraño motivo llevan siempre una toallita que huele a limón (supongo que será más de uno el que se pase el vuelo con la mano metida en la entrepierna) y me preparo para el despegue.

Minutos después me despierta la voz de la azafata colega para decirnos que hemos despegado con éxito. No me puedo dormir, así que me tomo un Transilium. Me vuelvo a dormir. Minutos después me despierta la voz de la azafata colega para decirnos por megafonía que pronto servirán la comida. Me vuelvo a dormir. Minutos después me despierta un codazo de mi hermana para decirme si quiero comer. Acepto la invitación y me como el pan, la mantequilla y la patata de la comida. No me puedo dormir, así que me tomo un Lexatin. Me vuelvo a dormir. Minutos después me despierta la voz del piloto anunciando por megafonía la ruta de vuelo. No le entiendo ni en inglés ni en español. Me vuelvo a dormir y me despierta un codazo de mi hermana preguntándome si quiere un helado. Me lo tomo y desisto. No podré dormir por mucho que lo intente con tanta azafata pesada. Rellenamos los formularios de entrada a Estados Unidos. No, ni somos terroristas, ni tenemos Sida, ni pensamos atentar contra el presidente ni llevamos caracoles en la maleta.

Me paso lo que queda de viaje, que son unas cinco horas, pensando en mis cosas, haciendo pis y jugando al Mario Kart mientras mi hermana y Patricia duermen y Alicia hace fotos a las nubes por la ventanilla.

Llegamos al aeropuerto de Atlanta y nos dirigimos a pasar los trámites de aduanas e inmigración. A mi hermana y a mí el oficial nos mira, nos pone un sello y nos grita “Welcome to the United States of America”. Patricia y Alicia, en el mostrador contiguo, charlan con el oficial y, de repente, una voz anuncia por megafonía que necesitan un traductor de español en el mostrador 11, que casualmente es el suyo. Minutos después abandonan el mostrador.
- ¿Qué os han dicho? – Pregunto
- Me han preguntado que dónde se ha hecho las mechas Alicia, que se las quería dar él – Me contesta Pat
Recogemos las maletas en una cinta, pasamos un control de aduanas donde afortunadamente no nos descubren los caracoles que llevamos en la maleta.

Esperamos una hora y cogemos otro vuelo con destino San Francisco. A pesar de ser el mismo tipo de avión, los asientos son mucho más incómodos, no nos dan de comer nada y las azafatas ni hablan ni se pasean. Duermo un rato, pero poco.

Llegamos a San Francisco. Yo estoy bajo los increíbles efectos de la benzodiazepina y los tranquilizantes, así que sigo en las nubes. El chaval de barrio que facturó las maletas detrás de nosotros está a nuestro lado en la cinta de equipajes, y me mira con cierta complicidad. Mientras salen las maletas, Alicia y yo salimos a fumar un piti y ubicamos la parada de los taxis. Recogemos las maletas y pillamos un taxi minivan (viajamos bien cargados de equipaje) con destino Chinatown, en el centro de la ciudad.

A pesar de ser tan sólo las 10 de la noche, no se ve a nadie por las calles. Las tiendas están cerradas a cal y canto y de las alcantarillas sale humo, como en Nueva York. Llegamos al hotel Grant Plaza, situado en la esquina de Grant Av con California St y nos damos cuenta de que la temperatura exterior es más que agradable. Entramos a hacer el check-in y nos atiende una china de sesenta años que se parece a la tía Carmen de Patricia pero en chino. No habla mucho la mujer, sólo nos pide los pasaportes y nos extiende las llaves de las habitaciones. Éstas son idénticas, solo que una en una planta y la otra en otra. Son pequeñas, pero están muy limpias y están muy bien. Nuestra tele tiene mando a distancia, la de Patricia y Alicia no.

Nos vamos a cenar y no encontramos a nadie por la calle, ni nada abierto. Entramos en un callejón y como por arte de magia aparecen ante nosotros una serie de restaurantes, todos con terraza y con tarjeteros pesados que te animan a pasar. Elegimos un restaurante mediterráneo y nos tomamos unas pizzas, salvo mi hermana que se toma unos mejillones con patatas fritas que no son muy mediterráneos, sino más bien belgas. Se lo explico a la camarera pero se hace la loca.


Volvemos al hotel, muertos de cansancio, y nos metemos en la cama. Bueno, Alicia y Pat no sé lo que hacen, pero quiero creer que también.

---

2 de octubre de 2007

Me despierto a las 6 de la mañana. La cama me resulta incómoda y la habitación es lo suficientemente pequeña como para molestar a mi hermana, que aún duerme, si me da por hacer otras cosas. Una hora después decido levantarme, ponerme las zapatillas y una chaqueta a oscuras y bajar a la calle a fumarme un piti.

En la calle algunos transeúntes van a trabajar y se cruzan con vagabundos que empujan carritos repletos de chatarra. El horario de carga y descarga ha comenzado y Grant Av se llena de camiones y repartidores que abastecen las tiendas cercanas de frutas, artículos de primera necesidad y baratijas. Decido no subir al hotel y bajar por Grant Av hasta donde me lleve el destino. Aún estoy en pijama cuando cruzo la puerta de Chinatown y me adentro en un universo de lujo: Armani por aquí, Burberrys por allá. Los repartidores de hortalizas son sustituidos por lujosos camiones de empresas de logística que descargan burros de los que cuelgan prendas de elevados precios y dudoso gusto. Llego a Market st y justo enfrente mía aparece un gimnasio en el que no para de entrar gente. Decido volver al hotel.

Me vuelvo a meter en la cama y al cabo de un rato se despierta mi hermana, momento en el cual llamamos a la habitación de Pat y Alicia para despertarlas. Ya estaban despiertas. Nos ponemos monos y nos encontramos en el lobby del Grant Plaza. La china de por la noche ha sido sustituida por otra mucho más joven, posiblemente su hija.

Vuelvo a bajar por Grant Av, esta vez acompañado, y nos metemos a desayunar en un Starbucks. Mezclamos algo de dulce con salado y seguimos bajando hasta Market st. Es increíble lo que ha cambiado esta calle en tres horas, ahora mismo está atestada de gente y tráfico. De repente aparece ante nosotros el Mac Store, todo un paraíso para los fanáticos de la manzana como Patricia y un servidor. Nos adentramos en él, tocamos por primera vez en nuestras vidas un iPhone y yo establezco Superflúor como página de inicio en todos los ordenadores de la tienda, mientras Alicia decide comprarse un iPhone.

Salimos de la tienda y llegamos a Powell st, donde una cola de turistas esperan para coger uno de esos tranvías que suben toda la calle para llegar a Fishermans Wharf. Compramos una tarjeta que nos permite usar los transportes públicos de la ciudad durante tres días, y cogemos el tranvía. Durante el trayecto, escuchamos ‘San Francisco’ de Scott McKenzie en nuestros reproductores MP3 y nos quedamos asombrados de las cuestas, el sol y los timbres del tranvía que atraviesan nuestros auriculares. No sé exactamente donde nos bajamos, pero era maravilloso. Un barrio residencial poblado por casitas de no más de tres alturas y sin un alma en la calle. Decidimos pasear por la calle transversal, la que no tiene pendiente, dejando a nuestra derecha una vista impresionante de la bahía con Alcatraz y el Golden Gate muy a lo lejos. De repente se presenta ante nosotros una inmensa cuesta y, armándonos de valor y ante la imposibilidad de encontrar un taxi en un vecindario con tan poco tráfico, decidimos subirla. Continuamos caminando y sin quererlo nos encontramos con un montón de turistas haciendo fotos hacia abajo: es Lombard st, la serpenteante calle compuesta de cinco curvas para salvar semejante pendiente y hacerla accesible al tráfico rodado. Imitamos a los demás y nos hacemos fotos mientras bajamos la calle. A juzgar por los coches aparcados en esas casas, casi todos deportivos rojos, el vecindario no parece ser muy humilde.

Con tanto paseo hemos llegado al mediodía y el hambre aprieta, así que decidimos coger un autobús en Columbus Av que nos baje al downtown. De repente, hemos pasado del silencio al bullicio, de las tres alturas a los rascacielos que no dejan pasar la luz, del pueblo a la ciudad. Entramos en un McDonalds y nos pedimos unos menús mientras nos tomamos unos Gelocatiles, que tenemos un resacón tremendo de los tranquilizantes, salvo mi hermana que no tomó nada.

Al salir, decidimos seguir paseando por entre los rascacielos, visitamos la Transamerica Pyramid y demás edificios emblemáticos del antiguo emporio económico de California y acabamos como por arte de magia en el Levis Store de Union Sq. Sería delito irse de San Francisco sin comprarse unos Levis, ciudad que los vio nacer, así que nos probamos unos modelitos, alucinamos con lo buenos que estaban todos los dependientes y salimos sin comprar nada. De camino al hotel, decidimos comprar postales para enviárselas a nuestros seres queridos y enemigos. Una vez en el hotel, estamos tan cansados que no podemos ni ir a cenar en ningún sitio, así nos acercamos a un Seven Eleven que habíamos fichado y nos compramos una cena fría basada en Fritos (auténticos, no como esa mierda de barbacoa que nos venden aquí), pan de molde, jamón cocido, nachos y salchichas envueltas en hojaldre con sabor a chili con carne.

Montamos el rancho en la habitación de Alicia y Pat, esa cuya televisión no tenía mando a distancia, y cenamos mientras escribimos las postales. Yo a mi madre, a mi abuela, a mis compañeros de trabajo y a mis compañeros de piso. Casi todas tienen el mismo texto: “San Francisco es muy bonito: hay muchas cuestas, las calles están muy limpias y llenas de vagabundos. Hace mucho sol y no hay tanto ambiente gay como pensaba”. Rindo así homenaje a todos esos clientes del hotel en el que trabajo que siempre escriben lo mismo en las postales.

Muertos, y sin haber llegado a la medianoche, nos metemos en la cama.

---

3 de octubre de 2007

Nos levantamos bien pronto, como a las 8.30, y esta vez no por nuestro propio pie, sino porque tenemos las entradas para visitar Alcatraz a las 11 de la mañana. Hoy nos acompaña Heather, la muñequita de Patricia. Volvemos a desayunar a nuestro Starbucks donde uno de los dependientes es el novio de Patricia y uno de los clientes un vagabundo que no para de tomar café y leer los periódicos que deja la gente por ahí tirados. Cogemos un autobús y atravesamos todo Chinatown para plantarnos en 10 minutos en Fishermans Wharf. Una vez allí, vamos corriendo hasta el Pier 41, que está mucho más alejado de lo que parecía en el mapa, con el tiempo justito y de repente Alicia se da cuenta de que se ha dejado los tickets impresos en el hotel. Espero que nos dejen recogerlo con mi tarjeta de crédito, aunque como tengo tantas y todas sin fondos no sé muy bien cual utilicé a la hora de hacer la compra.

Afortunadamente utilicé la de Citibank, que casualmente llevo en la cartera, y nos dan nuestros tickets. Todavía faltan 10 minutos para que salga el ferry, así que Alicia y yo nos encendemos un piti ahí en pleno puerto. Se acerca a nosotros un simpático guarda jurado y nos dice que ahí no se puede fumar, que tenemos que fumar detrás de la línea pintada en el suelo. Damos un paso, nos colocamos detrás de la línea y seguimos fumando y echando el humo al otro lado de la línea, aunque debido éste se desvanece en el espacio abierto.

Hace bastante calor, nos hacen una foto en una especia de photocall que simula la bahía y la isla de Alcatraz y nos subimos en el ferry. Cuando este entra en marcha, hace un frío que te mueres y nos ponemos las chaquetas y los gorros. A nuestra izquierda se divisa el Golden Gate, detrás una panorámica de la ciudad y delante nuestro Alcatraz y Sausalito. Una vez en la roca, una guardabosques de los parques nacionales de Estados Unidos nos cuenta un rollo haciéndose la graciosa. Nosotros no la escuchamos y decidimos sentarnos alejados de la multitud. De repente nos abren paso y nos indican el camino para recoger las audioguías en el espacio que ocupaban anteriormente las duchas de los reclusos. De repente me imagino todo eso lleno de proscritos desnudos y con cuerpos tatuados gritándose mientras se menean sus pichas y me pongo cachondo. Nos colocamos las audioguías y entramos en la prisión.

Daría mucho más respeto si no fuera por la cantidad de gente que se amontona en los pasillos, se hace fotos en las celdas y pasea de la mano de su amado por las instalaciones. Al cabo de una hora o así, yo ya estoy harto de prisión, así que decido quitarme la audioguía y sentarme en la sala que antes ocupaba el comedor de los reclusos. Otra vez me sube la líbido. Finalmente decidimos salir al exterior y las vistas desde aquí de San Francisco nos dejan alucinados. Nos hacemos unas cuantas fotos, admiramos la ciudad y volvemos al ferry. El camino de vuelta es bastante más coñazo, o al menos a mí me lo parece, y cada vez va haciendo más frío. En menos de media hora estamos de vuelta en la ciudad.

Caminamos hasta Fishermans Wharf y nos metemos de lleno en Pier 39, que a mí me encanta porque me recuerda a Disneyland. Restaurantes por todas partes, tiendas de souvenirs y una tienda de chocolate Ghiradelli que, aunque todos sepamos que es uno de los peores chocolates que se fabrica en el mundo, dejaría hipnotizado a cualquiera. Decidimos comer marisco y hay tantas opciones que nos decantamos por aquel en el que el camarero está más bueno. No recuerdo el nombre del local, pero sí del camarero: Tom. Nos pedimos unas gambas y unos salmones, cada uno aderezado de una manera. El mío lleva nata y está de vicio. Nos cuesta todo 23 dólares por cabeza, tirado, más propina que Tom se ha ganado bien, así que le dejamos 7 dólares cada uno para redondear. Él se queda encantado, aunque no nos da su teléfono.

Nos acercamos a ver el lamentable espectáculo de los leones marinos. Yo me quedo ahí aguantando el mal olor mientras las chicas hacen pis y salimos del Pier. Seguimos caminando por Fishermans Wharf, entrando en tiendas de cosas utilísimas y me compro una pistola para lanzar parejas de enamorados y una pegatina del Skurvy de Paul Frank. Pensamos en alquilar unas bicis para ir hasta el Golden Gate, o coger el autobús turístico de dos plantas, pero al final cogemos un autobús normal que nos lleva a Japantown, que no es más que un centro comercial de decoración japonesa en el que abundan los restaurantes de comida del país y las tiendas de mariconadas. Me compro una camiseta y algún que otro artículo de papelería en una tienda monísima, y volvemos al downtown.

Volvemos a la tienda Levis a ver a nuestros novios y esta vez nos compramos cositas. Yo unos vaqueros y una cazadora. Vamos también a Urban Outfiters y nos compramos bien de tonterías. Yo una camiseta, unos caramelitos de Nintendo y un cenicero con forma de pistola. Volvemos al hotel cargados de bolsas.

Dejamos toda nuestra mercancía y, aconsejados por la china que es la tía Carmen de Pat en chino nos vamos a cenar al barrio italiano, que está al final de la calle. Cenamos en un restaurante de vicio, justo enfrente de uno que nos llama mucho la atención y que se llama Garlic Restaurant. A este no entramos por razones obvias, pero acertamos de lleno con nuestra selección. Nos ponemos finos y volvemos al hotel a dormir.

---