Estábamos alojados en el Hotel Sevilla, a un paso del Paseo Martí (más conocido como Paseo del Prado, que fue diseñado a imagen y semejanza de su homónimo madrileño), así que movernos por La Habana Vieja, la Habana Centro y la zona del Malecón era sumamente fácil y cómodo, se llega andando a cualquier sitio. Luego, el callejeo por las diferentes zonas te lleva todo el tiempo que quieras dedicarle y más.
Paseo del Prado:
La tarde que volvimos de Viñales la aprovechamos para recorrer el Paseo del Prado hasta el Malecón; junto al castillo de San Salvador de la Punta se tiene una espléndida vista de la zona del Vedado, pero a esa hora de la tarde el sol daba de frente y decidimos seguir en dirección contraria por la Avenida del Puerto, paralelo al Canal de entrada a la bahía, con el castillo del Morro y la fortaleza de San Carlos de la Cabaña al otro lado, iluminados por el sol. Vimos el Monumento al General Máximo Gómez, una curiosa fuente de Neptuno sin agua, el puerto, el edificio de la Aduana, la plaza de San Francisco, una iglesia ortodoxa con cúpulas de oro… Y vimos por todas partes los coches americanos, que inevitablemente tanto nos llaman la atención.
Castillo de los Tres Reyes del Morro:
[align=center]Fortaleza de San Carlos de la Cabaña:
Como se estaba haciendo de noche, preferimos no meternos por calles pequeñas, ya que no las conocíamos y haber visto la oscuridad de la primera te hace recelar un poco al principio. Así que bajamos hasta la Avenida de Bélgica para volver por una calle amplia hasta el Parque Central. Según íbamos caminando, ganábamos en confianza. La iluminación no es semejante a la de las calles españolas, pero no tardas en alejar cualquier idea de inseguridad. Allí cada uno iba a lo suyo, y lo único que se podía temer era la insistencia de los chicos de las bici-taxis ofreciendo sus servicios. Con un “no, gracias”, asunto arreglado.
Después de semejante paseo (a lo tonto a lo tonto, varios kilómetros), volvimos al hotel y ya no nos apeteció salir, así que cenamos de nuevo unas tapas en el patio andaluz, escuchando a un grupo cubano que cantaba de maravilla.
Para el primer día completo que íbamos a pasar en La Habana, había quedado con un guía local de los que se recomiendan en el foro. Era la primera vez que contrataba a un guía y le di muchas vueltas, por eso de estar todo un día con una persona que no conoces. A mi marido no le hizo mucha gracia la idea, pero a mi me apeteció probar en parte por el recelo que me produjo el tema de los jineteros (tampoco es para tanto) y, también, por si podía ver una ciudad tan peculiar como La Habana de un modo diferente. No voy a insistir más en el asunto del guía porque no se trata de hacer publicidad, simplemente decir que para visitar La Habana no hace falta una persona que te guíe sino un buen plano, información, saber lo que quieres visitar y guardar las precauciones normales que en cualquier parte. Sin embargo, también reconozco que fuimos a lugares a los que no hubiéramos ido solos, no por nada, sino porque si no los conoces, los pasas por alto; al final, vencidos los recelos iniciales (nosotros no somos de los que se enrollan fácilmente) terminamos conversando de todo, como si nos conociéramos de toda la vida y el guía parecía un amigo cubano que nos estaba enseñando su ciudad, sin alardes enciclopédicos (que no deseábamos) sino más bien en cuanto a la vida habitual. Una experiencia bastante positiva.
Caminamos por el Paseo del Prado hasta el Parque Central, descubriendo los edificios que lo bordean y la zona en que se reúnen los cubanos para debatir de todo, vimos relucientes coches americanos aparcados frente al Teatro Nacional (ahora en obras). La zona en torno al Capitolio (también está en obras, con andamios y no se puede visitar) está rodeada de edificios notables, de una arquitectura espléndida, muchos de ellos pertenecen a hoteles y restaurantes y están rehabilitados: el Hotel Inglaterra, el Hotel Plaza, el Centro Asturiano, el Centro Gallego
…Después de semejante paseo (a lo tonto a lo tonto, varios kilómetros), volvimos al hotel y ya no nos apeteció salir, así que cenamos de nuevo unas tapas en el patio andaluz, escuchando a un grupo cubano que cantaba de maravilla.
Para el primer día completo que íbamos a pasar en La Habana, había quedado con un guía local de los que se recomiendan en el foro. Era la primera vez que contrataba a un guía y le di muchas vueltas, por eso de estar todo un día con una persona que no conoces. A mi marido no le hizo mucha gracia la idea, pero a mi me apeteció probar en parte por el recelo que me produjo el tema de los jineteros (tampoco es para tanto) y, también, por si podía ver una ciudad tan peculiar como La Habana de un modo diferente. No voy a insistir más en el asunto del guía porque no se trata de hacer publicidad, simplemente decir que para visitar La Habana no hace falta una persona que te guíe sino un buen plano, información, saber lo que quieres visitar y guardar las precauciones normales que en cualquier parte. Sin embargo, también reconozco que fuimos a lugares a los que no hubiéramos ido solos, no por nada, sino porque si no los conoces, los pasas por alto; al final, vencidos los recelos iniciales (nosotros no somos de los que se enrollan fácilmente) terminamos conversando de todo, como si nos conociéramos de toda la vida y el guía parecía un amigo cubano que nos estaba enseñando su ciudad, sin alardes enciclopédicos (que no deseábamos) sino más bien en cuanto a la vida habitual. Una experiencia bastante positiva.
Caminamos por el Paseo del Prado hasta el Parque Central, descubriendo los edificios que lo bordean y la zona en que se reúnen los cubanos para debatir de todo, vimos relucientes coches americanos aparcados frente al Teatro Nacional (ahora en obras). La zona en torno al Capitolio (también está en obras, con andamios y no se puede visitar) está rodeada de edificios notables, de una arquitectura espléndida, muchos de ellos pertenecen a hoteles y restaurantes y están rehabilitados: el Hotel Inglaterra, el Hotel Plaza, el Centro Asturiano, el Centro Gallego
Llegamos hasta las proximidades de la curiosa puerta con techo de pagoda, un regalo de China a Cuba, que realza la entrada al barrio chino, que ahora de chino tiene poco, por cierto. Allí cogimos un taxi colectivo, de los que utilizan los cubanos para desplazarse. Va subiendo y bajando gente que se dirigen a la misma zona por unos pocos pesos nacionales. Como el transporte público es muy deficiente, no hay metro y los autobuses vienen tarde, mal o nunca, los habaneros se mueven mucho en este tipo de taxis, muy viejos y maltrechos, que a menudo van completos. Nosotros íbamos a la Plaza de la Revolución.
Hacía un calor agobiante y el sol pegaba muy fuerte en un lugar tan abierto. En la Plaza de la Revolución se encuentran varios edificios gubernamentales, uno de ellos el Ministerio del Interior, que cuenta en su fachada con el famoso rostro en hilo de bronce del Che. También está allí el monumento a José Martí, con una torre de 109 metros de altura en forma de estrella, una estatua del héroe nacional y un museo. Se pagan entradas diferentes por visitarlo de cerca, por entrar a la exposición (no fuimos) y por subir a lo alto de la torre para ver las vistas. Lamentablemente, la torre estaba cerrada porque no funcionaba el ascensor, por lo que nos conformamos con las vistas desde la base, que tampoco están mal.
Vimos el asiento desde donde Fidel pronunciaba sus interminables discursos y dimos una vuelta por los alrededores. La plaza me pareció enorme, muy fría y distante, todo lo contrario que otras zonas de la ciudad, como La Habana Vieja, el Vedado o Habana Centro.
En otro taxi colectivo, este tipo camioneta, compartimos el viaje con una familia con un par de niños preciosos, para regresar a la zona del Capitolio, en cuyas inmediaciones siempre hay llamativos coches antiguos de todo tipo y estado para alquilar.
Ya a pie, fuimos al parque de la Fraternidad con el ceibo gigante, el árbol sagrado cubano, rodeado por una verja en la que figuran forjados en hierro los escudos de todos los países americanos y también las estatuas de algunos de sus presidentes:
Y la Fuente de la India:
Recorrimos después bastantes calles en las que se desarrollaba la vida diaria: vimos a los habaneros haciendo colas en las tiendas estatales, con sus boletos (las cartillas de racionamiento), que cada vez incluyen menos productos básicos, sus mercados, casas de comida y cafés, donde solo se venden productos en pesos nacionales, panaderías… un poco de todo. Por la calle Bélgica llegamos hasta la Estación Central, vimos los restos de la antigua muralla, la Iglesia de San Francisco de Paula, que hoy es una sala de conciertos, la casa natal de José Martí; entramos a tomarnos un cóctel al Havana Club, donde también está el museo del ron (no lo vimos).
No puedes sino fijarte en que no en una, dos o tres casas, sino en muchas, detrás de las fachadas, no hay nada, un espacio abierto al vacío interior. En algunos pisos superiores, solo se conservan los balcones, ya no existen las habitaciones o carecen de tejado, pero el gran número de prendas de ropa tendida hablan muy a las claras de la cantidad de personas que pueden residir allí. Y es que la gente humilde no tiene dinero para arreglar las fachadas de unas casas que no quieren abandonar pese a su estado ruinoso porque se ha desarrollado su vida. Según nos comentaron el poco dinero que hay da si acaso para arreglar un poco la parte interior de los hogares, pero no para pintar y remozar fachadas. La gente se apiña en las habitaciones que están en mejor estado, abandonando a su suerte las demás, cuyos balcones quedan casi colgando en el aire.
Esta casa fue la Embajada de España en tiempos republicanos, curiosa paradoja pues la fachada está adornada con las figuras de Reyes de España y su escudo:
Sorteando callejuelas, terminamos en la bonita plaza de San Francisco, una de las cuatro imprescindibles en La Habana Vieja (las otras son La Plaza Vieja, la Plaza de Armas y la de la Catedral), con la iglesia del Santo que le da nombre, la fuente de los leones, la antigua casa de Aduanas, y la lonja del Comercio. Allí está también el Café de Oriente y un curioso cruceiro.
Esta figura representa a un personaje muy querido en La Habana (no consigo recordar su nombre), pero que la tradición dice que se tendrá suerte si se le toca la barba y la mano izquierda, que están desgastados de tanto "sobo". Naturalmente, cumplimos con la tradición.
Esta figura representa a un personaje muy querido en La Habana (no consigo recordar su nombre), pero que la tradición dice que se tendrá suerte si se le toca la barba y la mano izquierda, que están desgastados de tanto "sobo". Naturalmente, cumplimos con la tradición.
Callejeando por Oficios, Amargura, Lamparilla, Brasil… fuimos a ver la maqueta de La Habana Vieja, aunque en realidad abarca mucho más. Muy interesante poder observar el trazado de la ciudad, con la reproducción fiel de sus casas.
Después fuimos hasta la Plaza Vieja, en uno de cuyos edificios se encuentra la Cámara Oscura que ofrece la fotografía en vivo de una buena parte de la ciudad además de unas bonitas vistas.
Íbamos a comer en el restaurante El Trofeo (que está en el piso de arriba del conocido Los Nardos, frente al Capitolio), pero había problemas con el gas y la cola era inmensa, así que nos fuimos a la calle Obispo, al restaurante El Coco. Buenos platos con guarnición por 6 y 7 cuc. Yo tomé una ropa vieja muy rica y también estaban muy buenos los camarones (gambones) al ajillo que tomó mi marido. La sobremesa se alargó con la charla y por culpa de los fallos de suministro en el gas en La Habana ese día, que retrasaron las comidas. Cuando terminamos, más callejeo (Obrapía, San Ignacio…) hasta que llegamos a la Plaza de la Catedral.
Entonces empezó a diluviar. Menos mal que en La Habana gran parte de los edificios cuentan con soportales y pudimos refugiarnos en compañía de Antonio Gades, cuya estatua contempla atentamente la plaza.
Estuvo lloviendo sin parar más de tres cuartos de hora. Cuando paró un poco, nos decidimos a salir: las calles de los alrededores estaban inundadas. Tomamos Empedrado y pasamos por la Bodeguita del Medio, pero no nos pudimos parar porque íbamos empapados. Cuando llegamos al hotel eran las siete de la tarde, ya de noche, los zapatos que llevaba los tuve que tirar. Aunque se nos aguó la fiesta al final, habíamos visto muchas cosas y fue un día bastante agradable.