8 de diciembre de 2015
Mapa de la etapa 2
Despertamos por primera vez en suelo londinense. Pasar la noche no ha sido del todo fácil debido a la excesiva potencia de la calefacción y al ruido que la vieja ventana del hotel parece hacer cuando el viento la golpea con fuerza. Pese a ello, estamos ya bastante recuperados de la jornada de viaje de ayer cuando nos ponemos en pie a las siete de la mañana.
Bajamos hasta la planta subterránea del edificio para descubrir ese servicio de desayuno incluido con la reserva de la habitación. Allí nos espera un comedor con alrededor de unas 12 mesas por el cual van transitando dos mujeres, una bastante joven y otra que desde el instante cero nos recuerda a la entrañable “Mrs. Patmore” de la serie Downton Abbey. Cuando se acerca a nosotros para ofrecernos el desayuno su acento no hace más que aumentar el parecido.
El desayuno consiste en una selección de cereales, café, té, tostadas con mermelada y mantequilla para untar, zumo y un plato principal que sufre pequeñas variaciones cada día. La combinación de hoy es huevo, bacon y alubias. No sabemos qué frío nos espera en el exterior, pero con tal empacho no creo que importe. Saciados volvemos a nuestro cuarto donde solo queda coger nuestro “kit mochilero” para echarnos a la calle y descubrir Londres a plena luz del día.
Empezando el día de forma potente
O algo parecido, porque para no defraudar la ciudad ha despertado con ese manto de nubes bajas tan característico. Ya llueve tímidamente cuando nos subimos al autobús 24 con parada prácticamente frente a nuestro hotel en Gower Street. A falta de una máquina que pueda leer las Travelcard (las instaladas en el vehículo solo parecen servir para las Oyster) enseñamos nuestros bonos de transporte al conductor, que se limita a asentir. Subimos al piso superior para experimentar por primera vez una de las actividades más recomendables como turista en Londres: observar sus calles y su tráfico desde las alturas de sus archiconocidos autobuses de dos plantas. En este primer recorrido nos llama la atención una estrecha calle conocida como “Pan Alley” y sitiada por tiendas de música e instrumentos. Más adelante sabremos que se trataba de Denmark Street y la recorreremos como peatones.
Tras aproximadamente media hora el autobús alcanza la parada de Westminster, y tras apearnos y caminar unas pocas decenas de metros experimentamos esa curiosa sensación de contemplar con tus propios ojos algo sobradamente conocido por su exposición en los medios y la cultura popular. Una gran torre dorada cuyo brillo destaca entre los edificios de tonos apagados y con un imponente reloj en cada uno de sus cuatro laterales nos da la bienvenida. Aunque la torre haya sido bautizada a lo largo de los años como “Elizabeth Tower”, “The Clock Tower” o “St. Stephen Tower”, el nombre con el que ha pasado a la historia lo toma prestado de la campana que aloja en su interior. Ha quedado claro desde hace varias frases, pero lo que tenemos ante nosotros es el Big Ben.
Hola, Ben!
No es el gran y simbólico reloj lo que hemos venido a ver para empezar la jornada, si no la nada despreciable Abadía de Westminster que nos está esperando a un par de semáforos de distancia. Nos acercamos a las diez de la mañana cuando alcanzamos sus puertas, todavía cerradas y con ya bastante gente creando una fila para cuando empiece a admitir visitantes. Es justo aquí donde nos recibe lo que resultaría ser la única verdadera tromba de agua con la que nos castigaría Londres en todos estos días. El aguacero nos obliga a refugiarnos junto a otros tantos turistas bajo el arco que preside este lateral y que no tardaría en abrirse para dar acceso al mostrador en el que adquirir nuestras entradas.
La entrada a Westminster segundos antes del chaparrón
Estamos en el primero de los lugares que nos permite beneficiarnos de la promoción de “Dos por uno” de la compañía nacional de tren. Presentando ambas Travelcard y la “pre-entrada” obtenida a través de la página web de la promoción nos hacemos con dos entradas al precio de una. Teniendo en cuenta que el importe de la visita al interior de la abadía es de 20 libras (más de 27 eurazos con el cambio de divisa), el ahorro es como para tenerlo en cuenta. Una vez asegurado el acceso, nos hacemos con sendas audioguías gratuitas para acompañar a la visita.
Sin pensarlo demasiado, se me ocurren tres motivos para justificar la visita a Westminster Abbey. El primero y más obvio, el propio interés histórico que tiene el interior de una vasta iglesia gótica con dimensiones más propias de una catedral y que ha contemplado el paso de un buen puñado de siglos. El segundo, ser testigo con tus propios ojos de un espacio relevante para la historia del país si nos centramos en su uso para acontecimientos tales como coronaciones y bodas reales. El tercero, recorrer el lugar de descanso de numerosos nombres ilustres tal y como descubriríamos durante un perfectamente delimitado y pedagógico recorrido de las instalaciones abiertas al público.
No debemos esperar mucho para topar con uno de los reclamos que más nos atraían: la tumba de Charles Darwin. La encontramos en una muy discreta losa sobre la que muchos turistas pasan sin percatarse del nombre que tienen a sus pies. Cuando encontramos otra de las tumbas que queríamos ver no podemos evitar la comparación: frente al casi desprecio que se hace a la figura de Darwin tenemos los notables honores otorgados a Sir Isaac Newton, con una losa mucho más destacada y acompañada por una estatua con varios motivos que recuerdan al personaje. Siempre ha habido clases.
Nuestro recorrido continúa superando la tumba del guerrero desconocido, la nave principal, la sala del órgano y el coro, el santuario y la capilla de Enrique VII. La prohibición de tomar cualquier tipo de instantánea te permite disfrutar más de la visita al no sentir la presión de llevarte el recuerdo, si bien es una pena no tener luego algunas imágenes con las que recordar la visita. A un ritmo muy pausado llegamos al lugar donde permanecen los restos de la Reina Isabel I, hija de Enrique VIII y Ana Bolena y que ha pasado a la posteridad como monarca durante los años más dorados de la historia del país. Saber un poco sobre la historia de la corona inglesa (gracias, Los Tudor y Wikipedia) nos permite apreciar la ironía de que precisamente bajo Isabel y en un muy segundo plano reposen los restos de su hermana María Tudor (¡Bloody Mary!, nieta de los Reyes Católicos). Enemigas casi desde la cuna por motivos tanto políticos como ideológicos, finalmente la historia las ha dejado permanentemente una junto a la otra.
Los últimos pasos por el interior de la nave principal de Westminster nos llevan al ala donde se rinde homenaje a personajes ilustres de la cultura inglesa, con especial hincapié en sus escritores y poetas. Se disputan el protagonismo a nuestro alrededor las losas de Lewis Carroll o Charles Dickens entre otros. De William Shakespeare, sin embargo, solo encontramos aquí una estatua que le rinde homenaje pero que no viene acompañada por los restos del célebre escritor, los cuales reposan en su lugar de nacimiento, Straford-upon-Avon.
Una foto clandestina en el interior de Westminster
Solo nos queda antes de abandonar las instalaciones dar un pequeño paseo por la pequeña porción de claustro abierta al público, desde la que pueden verse a corta distancia las torres de la abadía. Tras el paso casi obligado por la tienda de regalos, enfilamos la salida y damos por concluída nuestra primera visita cultural del viaje.
La Victoria Tower desde el claustro
Otra vista a la torre desde la abadía
Westminster y el Big Ben al fondo... disculpad por el efecto ojo de pez
Aunque nublado, parece que el día ha dado una tregua y las lluvias de primera hora no van a volver a aparecer. Por ese motivo decidimos no recurrir a ningún transporte y alcanzar nuestro próximo hito a pie. Caminando por Victoria Street topamos con nuestro primer Starbucks del viaje, que sorprendentemente resulta más barato que los locales de la misma franquicia en España. Una pequeña excepción en la retahíla de gastos excesivos para cualquier tipo de alimentación. Con reservas de cafeína renovadas y girando por Buckingham Gate llegamos al Palacio de Buckingham con tan mala suerte que el célebre cambio de guardia acaba de terminar. Solo nos queda por lo tanto contemplar la fachada principal del palacio, menos fotogénica de lo que esperábamos, desde las alturas de un Victoria Memorial que por el lado opuesto nos permite ver ahora desde lo lejos el reloj del Big Ben.
La mojada calle de Victoria Street
Buckingham, tras el cambio de guardia
El acceso a los jardines de Green Park
El Big Ben asoma al final de The Mall
La fachada principal de Buckingham Palace
Cerramos el recorrido triangular alcanzando de nuevo el Parlamento tras atravesar el parque de St. James’s Park, donde nos espera todo tipo de fauna nada tímida. Enormes gansos descansan a escasos metros de los caminos que cruzan los turistas y algunos incluso no tienen reparo en acercarse a los más visitantes más osados que intentan ofrecerles pan aún a riesgo de perder la mano.
El London Eye desde el lago de St. James's Park
Un pequeño respiro verde entre el cemento de Londres
Los amos del lugar
Alcanzamos de nuevo el Big Ben, ahora con un sol que hace lucir mucho más la dorada torre. Cruzamos el Támesis a través del cercano y muy transitado Puente de Westminster, que según nos aleja de la torre nos acerca más y más a la descomunal noria del London Eye al otro lado del río. Se encuentra junto a un discreto boulevard en cuyo interior encontramos un McDonalds y un salón recreativo con bolera. Un simulador de vuelo de Star Wars se mofa de mi falta de monedas para sucumbir a la tentación.
Inevitable
De nuevo en la casilla de salida
Pasando junto a Ben camino del puente
Detalle del reloj del Big Ben
Seguimos el curso del río más allá del London Eye, que ignoramos. Aunque esté incluido en la promoción de 2 entradas al precio de 1 del servicio ferroviario, el precio de 21,5 libras resulta algo excesivo incluso en esas circunstancias, más si cabe cuando en futuras jornadas nos espera un rascacielos con vistas totalmente gratuitas. Tras atravesar el coqueto parque de Jubilee Gardens alcanzamos la zona de Southbank, en la que descubrimos por primera vez la afición que los londinenses tienen por los puestos de comida callejeros. Al cabo de unos minutos giramos a la izquierda para alejarnos del río hasta alcanzar la grande y concurrida estación de Waterloo, desde la que tras un transbordo entre las líneas negras (Northern) y verde (District) nos lleva a nuestro próximo destino, otro con connotaciones frikis. Llegamos a Earl’s Court.
El London Eye desde el Puente de Westminster
El Parlamento, ahora desde el otro lado
Solo uno de nosotros dos es un “whovian” confeso, pero eso basta para que una visita a la los aledaños de la estación de Earl’s Court fuese un fijo en nuestra agenda. ¿Y eso por qué? Pues porque es aquí, prácticamente a las puertas de la estación, donde se conserva la única cabina azul de policía visitable en la ciudad de Londres. Y se da la casualidad de que una de esas cabinas azules fue el diseño elegido por los responsables de Doctor Who para camuflar la TARDIS del protagonista, esa nave espacial capaz de viajar por el tiempo y el espacio y que “is bigger on the inside”.
La “TARDIS” no tiene ni pizca de la magia y épica con la que la imaginaba cuando vuelvo a ser un niño viendo la serie. Aquí está vieja, sucia, con restos de algún cartel que debieron pegarle en su día y pegada pared contra pared con un kiosko colindante que impide poder rodearla por completo. Los peatones la ignoran como lo harían con una cabina de teléfono normal y corriente y solo algún puntual turista como yo parece hacerle más caso del habitual.
La TARDIS, desapercibida...
... pero así es como la veo yo
Cubierta la cuota friki del día regresamos al metro para volver, ahora con luz diurna, a la plaza de Picadilly Circus. Tampoco en estas condiciones nos impresiona lo que esperábamos, y tras contemplar el ajetreo y los anuncios luminosos y aprovechando que nos quedan todavía 90 largos minutos antes de que anochezca enfilamos el camino a pie hasta Trafalgar Square.
La plaza por excelencia de Londres nos recibe con un ambiente animado, festivo. Residentes y turistas se entremezclan en el constante ajetreo propio de un punto neurálgico de la ciudad. El centro de la plaza lo protagoniza la estatua en alto dedicada al Almirante Nelson y frente a ella y solo distraída por algunos adornos navideños espera la escalera que asciende hasta la National Gallery. Subimos hasta su entrada, desde la cual tenemos unas vistas privilegiadas a toda la plaza contemplada a lo lejos por el reloj del Big Ben.
Horatio Nelson vigilando las multitudes de Trafalgar Square
Acercándonos a la National Gallery
Y esto, es Trafalgar Square
Aprovechando que el acceso es libre (aunque se ruega un donativo de cuatro libras) accedemos al interior del principal museo de arte de Londres. No es nuestra intención explorarlo al completo, así que nos ayudamos de un mapa para decidir qué es lo que más nos interesa incluir en nuestro recorrido. El debate finaliza cuando vemos que hay varias salas dedicadas al impresionismo, corriente artística favorita de L. Hacia ellas vamos, no tardando en encontrar varios cuadros de Claude Monet y Vincent Van Gogh entre otros. El más universal de los cuadros que tenemos la oportunidad de contemplar es “Jarro con doce girasoles” del pintor holandés.
Los Girasoles de Van Gogh
Acompañados de Monet
Todavía en el interior de la National Gallery, abusamos durante unos minutos de los bancos de madera de sus pasillos y la conexión a internet gratuita, discreta pero suficiente para ponerse al día en las redes sociales. Decidimos aquí nuestros próximos pasos, que consistirán en recorrer cuesta abajo Regent Street tras haberla remontado previamente gracias a dos paradas de metro de la línea marrón (Bakerloo).
Regent Street sería, para entendernos, el “Passeig de Gracia” de Barcelona en su versión londinenses. Notablemente adornada con motivos navideños y con tiendas para todos los bolsillos sucediéndose una tras otra, durante su recorrido hacemos una pequeña incursión entre los percheros de H&M y Gap antes de acceder a la juguetería Hamleys.
Navidad en Regent Street
Si te gustan los juguetes, Hamleys es tu lugar. Un local con tanta superficie como El Corte Inglés dedicado al ocio de los pequeños y no tan pequeños. En sus cinco plantas se suceden los empleados haciendo demostraciones de todos los artilugios imaginables, desde muñecos hasta drones. Y por los gritos de emoción algunos parecen disfrutar más que los propios clientes. Encontramos aquí también merchandising de algunas franquicias de cine y televisión, aunque en todas las comparaciones los precios resultan algo más caros que en Forbidden Planet.
Hamleys, el paraíso juguetero
Quiero esto
Y ya que estamos, esto también
Completamos el recorrido a pie de Regent Street alcanzando Picadilly ahora por el norte, donde volvemos a subirnos en el metro para apearnos en Covent Garden. Diez minutos a pie después llegamos al lugar donde tachar otro “debe” de la lista. A recomendación de una amiga, elegimos Rock & Sole Plaice para cumplir la obligada misión de comer en un “fish & chips”.
El local es pequeño y más austero de lo que la página web hacía prever. Pese a ello, llegamos a una hora en la que no es complicado conseguir sitio para sentarse. La carta muestra precios sustancialmente más baratos en el servicio para llevar que para comer en el propio local. L se pide la variedad con calamares y yo el más clásico plato de bacalao. En ambos casos, está todo lo bueno que puede estar el pescado rebozado para dos personas que son más adeptos a la carne. Tanto las patatas como la salsa tártara que las acompañan cumplen y llenan. Son las 17:30 y ya es completamente de noche cuando damos por finalizada la cena, que nos ha salido por la nada despreciable cifra de 36 libras (más de 50 euros al cambio).
Fish & Chips, versión calamares
Fish & Chips, versión bacalao
Tras lo que sería el último viaje en metro de hoy y compartiendo vagón con el hermano secreto de Aziz Ansari llegamos al hotel pasadas las 18:00. Con un buen puñado de nuevos recuerdos a la espalda y el único objetivo de descansar para afrontar la próxima etapa, solo nos queda relajarnos, ducharnos, ver un capítulo de Homeland y apagar las luces de la habitación alrededor de las 22:00. Por ahora, hoy no hace falta recurrir a los tapones para los oídos.