A las 11h, antes de lo previsto, pasó Samantha a recogernos. Junto a ella y Thomas, venía un empleado de su familia que los acompañaba para indicar las posesiones que su madre había comprado a orillas del lago Malaui. Todas ellas espectaculares.
Samantha había quedado con un amigo, Mathias, en la casa de éste. Allí tomamos unas cervezas con él y Andrew, un amigo de Kentucky que lleva un año de voluntariado con las Peace Corps en el sur de Malaui. Tras tomar el primer baño en el lago y un par de cervezas, nos subimos en el remolque de la ranchera todoterreno de Mathias y remontamos las empinadas rampas de tierra que nos llevan a Livingstonia.
Nos alojamos en el lodge de Luc, un belga nacido en el Congo. Allí cenamos una ensalada con verduras de su huerto, puré de patata y salchichas hechas por él, en una tarima con espectaculares vistas al valle y al lago. La velada se alargó tomando cerveza y conversando sobre todo, hasta que caí rendido.
A la mañana siguiente habían cambiado los planes. A las 11h, después de desayunar y de hacer una caminata por el valle hasta una cascada, bajaríamos con Luc a su finca, donde pasaríamos la tarde. De camino, compramos una caja de 20 cervezas y encargamos una segunda para que nos la llevaran a media tarde. Una nevera conectada a la batería del coche se encargaba de mantenerlas frías en la calurosa tarde.
La finca de Luc era espectacular, bordeando una playa de arena blanca, había plantado un par de buganvillas que enmarcaban perfectamente el paisaje del lago. Después de tomar un baño, nos sentamos a la sombra de un mango y conversamos mientras tomamos más cervezas y contemplamos las escenas locales: mujeres lavando ropa o los cacharros de cocina, pescadores reparando sus redes o niños jugando.
A media tarde llegaron los repuestos de cerveza y una mujer se acercó para vendernos la pesca del día, que después cocinaríamos a la parrilla.
Enseguida atardeció entre risas, fotos, conversaciones y cervezas, muchas cervezas. Para entonces llegaron Mathias, que había tenido que hacer unas gestiones en un pueblo próximo, y Andrew, que le había ayudado. Trajeron más cerveza y comida.
Luc sacó sillas y esteras y las dispuso alrededor del fuego. Andrew se encargó de la parrilla, algo que parecía dominar a la perfección, manteniendo las brasas en su punto óptimo. La cena fue espectacular, estando el pescado como el pollo en un perfecto punto. Al estilo Kentucky.
Ya de noche y en plena euforia decidimos dar el último baño del día, mientras los pescadores salían a faenar, iluminando con sus linternas la entrada al agua. Después supimos que fue una temeridad, ya que era posible la presencia de cocodrilos en el lago a partir del atardecer.
Poco a poco nos fuimos retirando discretamente. Yo dormí sobre una esterilla, con la arena de la playa como colchón y las estrellas como manta. Cuando me despertaba al cambiar de postura, podía ver como avanzaba la luna mientras los pescadores punteaban con sus luces el horizonte.
Al día siguiente me desperté con el sol. Las aguas del lago amanecieron tranquilas, como si no quisiese hacer ruido, cómplice de nuestra velada, respetaba nuestro gran dolor de cabeza. Noches alegres, mañanas tristes. Poco a poco se incorporaba el resto, cruzándonos pocas palabras y tras tomar el último baño, lentamente empezamos a recoger, desayunando un poco de té y los restos de la cena del día anterior. A las 11h nos despedimos, sabiendo que probablemente no nos volvamos a ver.
Es una de las grandezas de los viajes, la gente que conoces; las vivencias, proyectos y opiniones que compartes y que perduran en la memoria más que el tiempo que compartes con unas verdaderas amistades, aunque pasajeras.
Día 65, Mzuzu.