Habíamos dormido muy bien en el riad y a las ocho de la mañana nos esperaba un estupendo desayuno casero en el bonito patio interior. Después vino Jota a recogernos y nos despedimos de nuestras encantadoras anfitrionas. Fue todo un placer conocerlas y alojarnos en su establecimiento. No nos importaría volver.
Poco antes de las nueve de la mañana iniciamos el tour. El cielo estaba algo nublado, pero la temperatura era agradable, en torno a los dieciocho grados. En esta primera jornada teníamos por delante 377 kilómetros de acuerdo con el plano de viaje de GoogleMaps y cuyo perfil pongo a continuación. Sin embargo, es solo una estimación y lo utilizo únicamente como referencia porque no siempre circulamos por las rutas allí indicadas; además, últimamente se están construyendo carreteras nuevas en Marruecos que aún no figuran en el navegador, aunque algunas de ellas no suponen sino el asfaltado de antiguas pistas. Por fortuna, suponía una gran ventaja las casi trece horas y media de luz que se pueden disfrutar en el mes de mayo.
Poco antes de las nueve de la mañana iniciamos el tour. El cielo estaba algo nublado, pero la temperatura era agradable, en torno a los dieciocho grados. En esta primera jornada teníamos por delante 377 kilómetros de acuerdo con el plano de viaje de GoogleMaps y cuyo perfil pongo a continuación. Sin embargo, es solo una estimación y lo utilizo únicamente como referencia porque no siempre circulamos por las rutas allí indicadas; además, últimamente se están construyendo carreteras nuevas en Marruecos que aún no figuran en el navegador, aunque algunas de ellas no suponen sino el asfaltado de antiguas pistas. Por fortuna, suponía una gran ventaja las casi trece horas y media de luz que se pueden disfrutar en el mes de mayo.
Dejamos Marrakech atrás por la concurrida carretera que va a Fez y empezamos a surcar otras con mucho menos tráfico, que presentaban unos campos bastante más verdes de la idea preconcebida que suele tenerse de estos lugares, si bien parece que en el norte de Marruecos el invierno y la primavera habían sido tan irregulares y locos como en España, registrándose abundantes lluvias y nieve incluso fuera de temporada. Vimos muchos olivos, con almazaras donde se produce el aceite de Marrakech, que tiene una gran calidad. Durante los primeros kilómetros me mostré bastante comedida y apreté bastante menos de lo normal el disparador de la máquina de fotos, situación que apenas tardaría un par de horas en cambiar. Y es que los paisajes invitaban a ello, sobre todo por sus colores, que tenían un brillo muy intenso, quizás debido a la luz africana, no lo sé.
Enseguida nos topamos con otra de las que iban a convertirse en contantes del viaje: los niños. Marruecos es un país con un índice de natalidad muy elevado y eso se nota a cada paso: se ven muchos niños por todas partes y a todas horas, en las calles de pueblos grandes o pequeños, con sus mochilas escolares a la espalda o, más sorprendentemente, caminando por las cunetas de las carreteras, a menudo alejados de casas y colegios. Ante tan continuo desfile, nos preguntamos (y seguimos preguntándonos) cuál es el horario escolar de estos niños, que parecen estar siempre yendo y viniendo.
Casi todos los críos se vuelven hacia los coches de los turistas. Saludan con los brazos en alto y piden a voz en grito bolígrafos y golosinas. Al verlos, recordamos las recomendaciones que nos habían dado (igual que en otros países, como Méjico o Egipto) de que no se debe dar regalos ni dinero a los niños porque entonces se acostumbrarán a pedir cosas que no necesitan (una chuchería o un bolígrafo no les van a salvar de ninguna penuria y son bienes baratos y accesibles en Marruecos) y considerarán a los extranjeros como monederos andantes, llegando incluso a “hacer pellas” para dedicarse en exclusiva a conseguir tales obsequios. Así que, por mucho que nos alague ver sus sonrisas y nos cueste decepcionarles, hay que aprender a decir “no” por su propio bien.
Cascadas de Ouzoud.
Después de unos 150 kilómetros y dos horas largas, llegamos a las inmediaciones de las Cascadas de Ouzoud (olivo en bereber). Sabíamos que aquellos momentos llevaban mucha agua, aunque podía darse el caso de que fuese de color marrón por el arrastre de tierra propiciado por las intensas lluvias de los últimos días. Dejamos el coche en el aparcamiento y después de ir al servicio y tomar un café, nos dirigimos a contemplar esta verdadera maravilla natural. El recorrido comienza en la parte superior por un camino cementado con escaleras que va descendiendo hacia la poza que recibe el agua serpenteando por la garganta del Oued (río) el Abib. Está flanqueado por tiendas de recuerdos y restaurantes con vistas a las cascadas. Los vendedores nos llamaban, pero no eran demasiado pesados. También se puede acceder por la orilla contraria, a través de un sendero más intrincado que se interna entre los árboles, convirtiendo en este el recorrido en circular.
Antes que las cascadas vimos a los monos del Atlas, saltando de rama en rama entre los árboles. Están por todas partes, sobre todo donde se concentran los turistas, de quienes esperan obtener chucherías. Sin embargo, no hay que darles comida porque se acostumbran y cuando no viene gente no saben buscarse el alimento y pasan mucha hambre. Aunque son muy graciosos, no hay que descuidarse porque pueden quitarnos cosas que no llevemos bien sujetas.
Foto tomada por Jota.
La primera vista de las cascadas, que se contemplan completas desde el mirador, resultó espectacular. Con una caída de más de cien metros son las más altas del norte de África y nos dejaron con la boca abierta. Tuvimos la fortuna de que estuvieran pletóricas por las últimas lluvias y, además, con el agua de color blanco, lo que incrementaba su belleza. No parábamos de hacer fotos.
A la derecha, se puede ver el minúsculo tamaño de las personas que se encontraban en otro de los balcones, dando una idea del gran tamaño de las cascadas.
Además, el montañoso paisaje de fondo era precioso, con una brillante gama de colores verdes, rojos y ocres, contrastando con un cielo azul moteado por algunas nubes. De postal.
Seguimos bajando hasta llegar a otro mirador desde el que prácticamente se toca el agua, mejor dicho, el agua te cae encima. Los chorros caían con tanta fuerza que resultaba complicado hacer fotos sin que se mojase la cámara. El sonido era tan ensordecedor que apenas podíamos entendernos.
Siguiendo el curso del río, el panorama no desmerecía en belleza, que resaltaba la presencia del arco iris.
Foto de Jota.
Llegamos a la base de la cascada, donde un puentecito de madera permite cruzar a la otra orilla. También hay pequeñas barcas que acercan a los turistas a la caída del agua y que deben de acabar empapados.
Después de hacer decenas de fotos, fuimos a comer a uno de los restaurantes que cuentan con vistas sobre las cascadas. Allí nos encontramos con otro grupo de Jota, una pareja también de Madrid, que iba con un guía local en otro vehículo 4X4. Como nuestros recorridos coincidían durante los cuatro días siguientes, nos propusieron ir juntos (cada pareja en su coche, claro). Nos pareció una buena idea y los seis nos sentamos en una mesa a la sombra pues apretaba el sol y hacía calorcito. Tomamos aceitunas, ensalada, nuestro primer tajin (de carne) y naranja con canela. Nos gustó la novedad del tajin, que estaba bueno, aunque no fue el mejor almuerzo del viaje ni mucho menos.
Circulando por carreteras del Alto Atlas.
Después de almorzar, regresamos por la misma carretera hasta el cruce de la general, donde giramos a la izquierda en dirección a Azilal. El paisaje seguía estando verde y las flores silvestres ponían un bonito contrapunto.
Pasamos varios pueblecitos, en uno de los cuales había un mercado en plena ebullición; luego seguimos hacia el embalse de Bin el Ouidan, que presentaba una estampa muy bucólica desde la cima del puerto que teníamos que bajar para llegar a sus orillas.
Seguimos en paralelo al embalse, en cuyas inmediaciones se han construido alojamientos modernos que ofertan la práctica de deportes náuticos. Los paisajes no dejaban de atraer nuestra atención. El cielo se estaba nublando y favorecía aún más el atractivo contraste en los colores.
Nos encontramos con nuevos pueblecitos, que carecían del encanto de las aldeas de barro que veríamos más adelante, pero cuyas casas parecían pinceladas en un cuadro. Y pronto nos fijamos en lo que sería otra constante en el viaje: los pueblos marroquís quedan mucho más bonitos de lejos, formando parte del paisaje.
La carretera subía y bajaba, trazando curvas y más curvas. El recorrido resultaba muy entretenido y poco a poco me animé a hacer fotos. Merecía la pena.
Graneros colgantes de Aougjal.
Cuando divisamos la inequívoca estampa de los graneros a los que nos dirigíamos, el cielo se había cubierto y presentaba unas amenazadoras nubes negras. Parecía que nos íbamos a mojar. Dejamos la carretera y tomamos una pista, que pronto se tornó en un barrizal. Comenzó a chispear. Aparcamos los coches cerca del camino que conduce a las enormes escarpaduras en donde se encuentran los graneros, situados en la alta cuenca de Oued el Abib, al norte de Imilchil, en los límites imprecisos entre el Atlas Medio y el Central. Se remontan al siglo X y son una especie de chozas enclavadas en un estrato calizo erosionado en medio de un acantilado, con una caída vertical de unos 200 metros. La verdad es que impresionan y mucho.
Salvando las distancias, me recordaron a las covettes de Bocairent, también escavadas en alto en las rocas y con una función parecida. Las luchas entre las tribus bereberes del Atlas eran muy frecuentes en el pasado y la principal preocupación de los lugareños era mantener el grano a salvo para sobrevivir durante el crudo invierno. De modo que se les ocurrió esconder las provisiones, las mujeres y los niños en unas chozas construidas en el escarpado y alto acantilado, cuyo único acceso era un estrecho y recóndito sendero siempre vigilado, que obligaría a los asaltantes a avanzar casi en fila india, lo que facilitaba su defensa. Claro que hay quien afirma que los graneros se utilizaban también para esconder los botines obtenidos al guerrear con los enemigos.
Enseguida aparecieron varios chavales para ofrecerse como guías. No es que hagan falta pues el camino es muy evidente, pero son gente pobre que se lo toman como un trabajo, así que accedimos a que nos acompañaran a cambio de una pequeña propina. El sendero que conduce a los graneros desciende unos metros entre las rocas hasta alcanzar una repisa lo suficientemente ancha (metro o metro y medio) para que no resulte peligroso el acceso, si bien no hay protecciones de ningún tipo y la caída en vertical es de unos 200 metros, así que las personas con vértigo podrían pasarlo mal. Después, depende de cada cual lo lejos que quiera llegar en el recorrido.
La lluvia pareció darnos una pequeña tregua, aunque en el suelo había granizo caído unos minutos antes. El lugar era ciertamente espectacular y no parábamos de hacer fotos. No sé si a pleno sol y con más luz las vistas hubiesen sido mejores, pero el cielo negro le proporcionaba al conjunto un aspecto tenebroso de lo más sugerente. Abajo, entre escarpadas laderas arboladas con abundancia de sabinas, corría el río, serpenteando por el alargado valle, que se adivinaba verde aún en esta época del año. Todo muy bonito realmente.
El cortado era como una especie de “u” tumbada y al pasar la curva se llega al brazo en que se encuentran los graneros. Allí las dificultades en el sendero crecen pues se estrecha bastante, hay muchas piedras en el suelo y cuando llueve cae hasta una cascada sobre el mismo camino. Pasados los primeros graneros, cada cual decide donde lo deja pues el sitio se torna peligroso pese a que los chicos que nos acompañaban se movían como si estuviesen a dos metros del suelo en vez de a doscientos. Sin embargo, no hay necesidad de arriesgarse porque lo que se contempla incluso desde el principio ya compensa el desplazamiento.
Cuando volvimos a los coches, empezó a llover en serio hasta el punto de que nos costó salir de la pista pues los vehículos patinaban en el barro. Teníamos por delante 78 kilómetros y tres puertos hasta Ilmichil, donde íbamos a alojarnos esa noche. Y menudos 78 kilómetros, no lo sabíamos bien…
La inesperada aventura del viaje.
A 2.500 metros de altitud, el primer puerto ofrece desde su cima unas vistas preciosas. Sin embargo, nosotros nos encontramos con un panorama de fantasmagóricas siluetas grises que aunque tenían su encanto nos dejaron algo mosqueados en cuanto a lo que podría aguardarnos más allá.
Fotos de Jota.
Y lo que nos esperaba no tardó en presentarse: la nieve. En cuestión de minutos, empezamos a ver los colores marrones y verdes de la montaña desaparecer bajo un manto blanco. ¡Qué bonito, sí!
Lo malo fue que en un abrir y cerrar de ojos, las gotas cambiaron a unos copos enormes, que nos dejaron pasmados. La nevada era tan intensa que comenzaba a cuajar incluso en la propia carretera.
Al bajar ese puerto, la nieve se convirtió en lluvia intensa y las aguas de un arroyo inundaban ya una zona baja en la carretera, si bien cruzamos sin mayores problemas. Nos encontramos a un pastor y sus ovejas, menos mal que en ese lugar ni llovía ni nevaba.
Subíamos ya el último puerto de la jornada antes de Ilmichil, que se encuentra a unos catorce kilómetros una vez coronada la cumbre, cuando empezó lo más… “interesante”. Nevaba como hacía años que no había visto nevar. Unos copos enormes, que cubrieron campo y carretera en un abrir y cerrar de ojos. Cerca de la cima, vimos seis o siete vehículos parados, incluyendo una furgoneta colectiva que transportaba a unos veinte marroquíes. Pensamos que no podían pasar por la nieve y seguimos adelante aunque solo unos metros más pues al doblar una curva nos encontramos de bruces con un desprendimiento de piedras provocado por la gran cantidad de nieve que estaba cayendo. ¡Vaya plan!
Retrocedimos marcha atrás y nos unimos al resto de vehículos que estaban a la espera de… ¿qué? La nieve seguía cayendo con una intensidad que no dejaba de sorprendernos; y se había hecho de noche. No sabíamos qué iba a pasar. Deshacer lo andado y buscar otro alojamiento no era una opción demasiado halagüeña porque estábamos muy lejos de lugares habitados y, además, tendríamos que pasar los dos puertos que habíamos dejado a nuestra espalda, a saber en qué condiciones. Confieso que pasé un momento de tensión cuando escuché el ruido sordo de las piedras que seguían cayendo en la siguiente curva de la carretera. Estábamos atrapados en un puerto perdido del Atlas cortado por un desprendimiento, bajo una nevada de narices y en plena noche… El conductor de la furgoneta consiguió contactar por su móvil con Imilchil, explicando la situación y pidiendo ayuda. Según nos explicaron habló incluso con el alcalde, quien le aseguró que iban a subir a rescatarnos. La verdad es que mi confianza no era mucha y costaba mostrarse optimista respecto a una solución rápida de aquel embrollo, quizás por el recuerdo de lo que sucedió en la AP-6 durante el pasado invierno a escasos 60 kilómetros de Madrid. Al fin, intentamos tomárnoslo con paciencia y humor; dimos buena cuenta de unos pistachos que nos pasaron nuestros compañeros del otro coche y hasta salimos a hacernos unas fotos para inmortalizar el momento. ¡Madre mía, cómo nevaba!
Aproximadamente una hora y media después, aparecieron una excavadora quitando las piedras y una máquina quitanieves abriendo camino, con lo cual pudimos continuar hacia Imilchil, aunque la nieve del techo de los vehículos caía a plomo sobre los parabrisas, lo que nos obligó a detenernos un par de veces para retirarla.
A nuestra izquierda quedó el lago de Tislit, que ni siquiera se intuía dónde estaba en medio de la nevada que no cesaba. Sanos y salvos alcanzamos el Hotel Izlane de Imilchil, modesto pero muy limpio y con habitaciones con baño privado. Al llegar, notamos el reconfortante calorcito de la estufa que estaba encendida en el comedor. Sentados a su cobijo, había un grupo de moteros españoles a quienes también les había sorprendido la nieve, aunque venían de otro lado y no se toparon con el desprendimiento. Sin embargo, los pobres estaban helados; lo habían pasado peor que nosotros al ir en moto y no llevar ropa adecuada para combatir un frío tan intenso e inesperado en el mes de mayo: el termómetro marcaba un grado y seguía nevando.
El hotel Imilchil y la estufa salvadora (fotos tomadas a la mañana siguiente).
En el hotel fueron muy amables y pese a lo tarde que era nos prepararon una cena consistente: de primero, sopa harisa calentita que estaba de vicio y, de segundo, un cuscús realmente rico, remojado por un caldo delicioso, el mejor que tomaríamos en todas las vacaciones sin duda alguna. Como Jota cumplía años (¡vaya forma de celebrarlo!), nos invitó a una botella de vino de rioja para con la cena (menudo lujazo) y de postre apareció una estupenda tarta con velas y todo. Vamos, que la jornada terminó del mejor modo posible, riéndonos los seis cuando yo comenté que, al preparar el itinerario por email, le había preguntado a Jota si veríamos nieve en el Atlas y su respuesta fue, más o menos: ¿En mayo? ¡Nooo! Bueno, pues los efectos especiales habían funcionado a la perfección para satisfacer a los clientes, jajaja.
Aunque nos dieron dos mantas para poner en la cama, me acosté vestida porque tenía el frío metido en el cuerpo. Bueno, lo que he contado quizás parezca un relato exagerado, pero de verdad que fue exactamente lo que nos sucedió. Pese a todo, lo cierto es que esa noche dormimos muy bien.