Oasis y kasbahs de Skoura.
En cuanto nos levantamos fuimos a dar una vuelta por la kasbah de Ait Ben Moro, donde nos habíamos alojado, e hicimos las correspondientes fotos. Hacía sol y una temperatura muy agradable, pero ni mucho menos invitaba a darse un bañito en el coqueto estanque convertido en piscina, adosado al edificio principal.
Después del desayuno, salimos a caminar por el enorme oasis de Skoura, alimentado por el río Dadès, que cuenta con más 700.000 palmeras y varias pequeñas poblaciones en su interior. Además de su tamaño, lo que lo distingue de otros es, sobre todo, la gran cantidad de kasbahs diseminadas en el oasis y sus inmediaciones, de las que se han catalogado casi un centenar y medio. La mayor parte están en ruinas y los graneros comunitarios desaparecieron hace tiempo, en un proceso lamentable pero irreversible de deterioro, que se aprecia de año en año, según nos comentaron.
Caminando por los oasis siempre se encuentran construcciones y personas trabajando en los cultivos, entre ellos los de las rosas del valle, a las que me referí ayer.
Aunque hay senderos, no es fácil orientarse en la maraña de palmeras, cultivos y otra vegetación, entre la que divisábamos las torres de Ait Ben Moro. En pocos minutos llegamos al morabito de Sidi o Beni Aissa, que fue restaurado en 2007.
Kasbah Ameridil (Amridil).
Seguimos caminando por los senderos del oasis hasta llegar a la kasbah de Ameridil, muy conocida por haberse estampado en los billetes de 50 dh de hace unos cuantos años. Ya de lejos llamó nuestra atención y nos evocó inevitablemente los antiguos relatos de las mil y una noches. ¡Qué imagen más bonita!
Se puede visitar el riad y la kasbah, que están juntas y ambas son de pago. El precio de la visita era de 20 dh por persona y el guía nos cobró 40 dh por pareja. Hicimos bien cogiendo al guía porque solo hay algunos paneles informativos a la entrada, y en los patios y estancias por donde pasamos después no nos hubiésemos enterado de nada. El guía nos explicó en castellano muchas cosas, entre otras cosas la diferencia en la palmera macho y hembra. Fue muy simpático y tenía un sentido del humor sumamente particular. Nos reímos mucho con él y sus chistes.
Vimos varios patios y recorrimos antiguas cocinas, establos, escaleras, comedores… Había bastantes objetos antiguos expuestos y nos enteramos de cómo se empleaban en su época.
Subimos a las azoteas, donde nos encontramos con unas vistas preciosas de la propia kasbah, del oasis y de las torres de otras kasbahs y construcciones. La visita me pareció muy interesante.
Después fuimos a la cafetería, que se encuentra en otra de las azoteas, desde la que se tiene una perspectiva fabulosa de la kasbah de Ameridil y que proporciona otra de las fotos estrella de todo el viaje. Mereció la pena tomarnos el café.
Hicimos la visita completamente solos. Cuando terminamos, aparecieron dos o tres coches más. Ni mucho menos parece que éste sea un lugar de afluencia masiva de turistas. Lo recomiendo.
Kasbah Ait Abou.
Caminamos nuevamente a través del palmeral y regresamos a buscar los coches. Retrocedimos uno poco para buscar el camino que lleva a la kasbah de Ait Abou, la más alta del palmeral y que no resulta fácil de encontrar pues hay que cruzar el cauce pedregoso del río (ahora seco) y deambular por unas pistas de tierra entre las casas donde apena cabe un vehículo. Hay flechas de colores para orientar a los viajeros porque también hay alojamientos por allí.
Al parecer, hace tiempo se permitía la visita e incluso estuvo habilitada como albergue, pero en la actualidad está cerrada. Sin embargo, mereció la pena contemplar el exterior, es una construcción realmente bonita.
Foto de Jota.
Atravesando las montañas del Sarhro de camino a Agdz.
Volvimos a la carretera general en dirección a Ouarzazate, en medio de un paisaje pedregoso y desértico en buena parte, cuya monotonía solo rompía la aparición de unas cuantas kasbashs.
Dejamos a un lado Ouarzazate y seguimos hacia el sur por la N-9, en medio de un paisaje donde reinaban las piedras y la nada, con la excepción del pueblo de Ait Saoun, que parece haberse caído allí mismo desde de la luna. ¡Madre mía, qué sitio para que exista una población!
La carretera empezó a hacer espirales casi imposibles, trepando por las montañas de piedra del Sanhro, cuya máxima altura la alcanza el pico Amaion Mansour, con 2.712 metros. El frío debe ser terrible aquí en invierno, pese a que apenas nieva porque las nubes se quedan estancadas en las más elevadas aún de la cordillera del Atlas. Contemplando unos panoramas lunares de impacto, con unos abismos que hacían tragar saliva. coronamos el Tizi n’ Tinifitt , de 1.660 metros, en cuya cima nos detuvimos para observar el descarnado panorama rojo y, en la distancia, el comienzo del valle del Draa, una inmensa mancha verde que parece un espejismo, presidido por la espectacular silueta del Jebel (monte) Kissane, que no dejaría de acompañarnos en toda la jornada.
Esta ampliación no es buena, pero sirve para apreciar la inmensa extensión del palmeral del Draa y la silueta del monte Kissane.
Agdz y la kasbah de Lhad (antigua cárcel).
Concluido el descenso del puerto, un rato después llegamos a la población de Agdz, donde comienza el enorme oasis del valle del Draa, el segundo más grande de África, conocido ya en tiempos de los romanos y donde han dejado su huella culturas tan diferentes como árabes, bereberes, judíos y africanos pues fue la ruta seguida por las caravanas que cruzaban el Atlas hasta Tombuctú. Al atractivo de su diversidad natural hay que añadir las ciudades fortificadas de barro, las casas de arcilla, paja y madera de palma y las calles estrechas y oscuras, cubiertas para obtener protección del calor y de las tormentas de arena.
Cruzando Agdz.
Cruzamos las calles de Agdz, cuyos 11.000 habitantes viven de la agricultura y cada vez más del turismo, sobre todo de rutas en moto y vehículo 4X4. El lugar estaba muy animado y vimos un mercado tras unos arcos. La figura del espectacular Jebel Kissane atrae la vista como si tuviera un imán pues con sus 1.500 metros acecha desde casi todos los puntos de la ciudad.
El monte Kissane tiene más de 20 kilómetros de longitud.
Nos acercamos hasta la antigua kasbah de Lhad, construida por los Glaoui a mediados del siglo XIX para controlar este punto estratégico comercial y a las tribus contrarias a la colonización francesa. Tras la caída de los Glaoui fue abandonada hasta que se utilizó como cárcel entre 1876 y 1982. Actualmente está en ruinas y corre peligro de venirse abajo, pero su estampa sigue siendo muy sugerente, en especial su portada.
Bueno, y ahí detrás está el Kissane, no es que lo diga yo.
A su alrededor, se apiñan una maraña de casas aparentemente derruidas. Nos metimos entre los restos de las estrechas callejuelas y empezamos a descubrir una realidad del sur marroquí que cuesta digerir por la paradoja que supone la belleza y el atractivo de las construcciones de barro que se derrumban o ya irremediablemente rotas o comidas por la arena, entre las que todavía pudimos encontrar algún detalle casi intacto, como algunas puertas.
Cada rincón era digno de fotografiar mientras imaginábamos como había sido la vida de una gente que ya no estaba (aunque veríamos personas viviendo aún en otros sitios semejantes).
También nos colamos en una antigua mezquita en ruinas, pero que parecía resistirse a perder definitivamente sus columnas, sus arcos y sus símbolos.
Tamnougalt.
De nuevo en los coches, nos internamos entre palmeras centenarias y granados y fuimos hasta Tamnougalt, donde comimos en una bonita kasbah rehabilitada y convertida en albergue y restaurante (Chez Yaocub), que nos recibió con un curioso cartel a modo de mapa ilustrado de todo el Valle del Draa.
Aparte de que la comida estaba muy buena (nos pusieron un tajin de carne con huevos que todavía no habíamos probado y ensalada de frutas con sandía de Zagora), mereció la pena almorzar allí por ver el sitio y subir a la terraza, desde la contemplamos unas vistas estupendas, que anticipaban lo que íbamos a visitar a continuación.
La kasbah y el kasar de Tamnougalt tienen su origen en el siglo XVI y, al parecer, su nombre significa encrucijada, lo que tiene sentido pues aquí coincidían las caravanas procedentes del África subsahariana y la fortificación se creó para proteger la zona, que se convirtió en un gran centro de comercio y de control aduanero. Durante mucho tiempo fue la capital de la tribu Mezguida y la sede del caíd que representaba al sultán en la zona. Estos caídes construyeron numerosas kasbahs, algunas de grandes dimensiones y decoración única en todo Marruecos. Aquí se han rodado numerosas películas, como El Cielo Protector, de Bertoluci, por ejemplo.
Buena parte del conjunto (la mezquita, la plaza por donde entraban las caravanas, el barrio judío, el antiguo zoco) se encuentra en ruinas, aunque últimamente se está beneficiando de programas de rehabilitación, en los que colaboran la Junta de Andalucía, el CERKAS, la Universidad Politécnica de Barcelona, etc.
El ksar tenía cuatro puertas fortificadas que aún se conservan y que pudimos ver. Dimos una vuelta por la parte derruida y luego hicimos dos visitas de pago, una de ellas guiada, para conocer primero la Kasbah del Caíd, que se ha restaurado parcialmente y que merece mucho la pena. El interior es más grande de lo que nos habíamos imaginado en un principio y estuvimos más de dos horas dando vueltas por allí mientras atendíamos las interesantes explicaciones que nos daban y gracias a las que conseguimos entender muchas cosas que de lo contrario se nos hubiesen escapado pues, como venía siendo habitual, en estos sitios no hay ningún tipo de información escrita para los visitantes. Por cierto que se agradecía la sombra pues el calor estaba empezando a apretar ya.
Subimos a la azotea, donde nos sirvieron un té en tanto disfrutábamos de unas extraordinarias vistas sobre el palmeral, contemplando en lontananza otra de las kasbahs del Caíd, que se encuentra en el exterior del ksar y que no está acondicionada para la visita.
Luego visitamos otro de los edificios, también muy interesante.
Hara Oasis.
Por una pista cuyo rastro no resulta fácil seguir, fuimos hasta nuestro alojamiento de esa noche, un lugar realmente espectacular llamado Hara Oasis, situado en un antiguo poblado judío ahora casi abandonado, llamado El Hara, entre el río Draa y el palmeral, con la sempiterna efigie del monte Kissane justamente enfrente.
Sin bajar las maletas de los coches, fuimos a contemplar la puesta del sol. Nos recibieron con un té de bienvenida, servido en una alfombra, frente al Kissane y a la orilla del… ¡oh, el río no estaba! ¡Qué decepción! Esperábamos ver el reflejo rojizo del monte en el agua según fuera bajando el sol, pero nos tuvimos que contentar con el rojo del monte sin el reflejo, lo que tampoco estuvo mal. Nos dijeron que este año ha nevado y llovido mucho pero más al norte, hasta Ouarzazate, donde el agua se queda retenida en el Pantano de Al Mansour, sin que aporte ni una gota al Draa, y como en el valle apenas ha llovido, el río baja seco en muchos tramos, lo cual puede representar un problema muy grave incluso para la propia supervivencia del palmeral. Esperemos que la situación mejore.
Caminando tres minutos desde el río, volvimos a nuestro alojamiento, que cuenta con catorce bungalows, embebidos en una vegetación tan exuberante que no sabes si estás en Marruecos o en Costa Rica. Su propietario, al que tuvimos la ocasión de saludar, es un español, fotógrafo profesional, que ha dirigido y planificado personalmente la disposición y decoración del complejo, donde todo parece estar pensado para gustar, incluyendo la muestra de una parte de sus magníficas fotografías. Y realmente nos gustó todo mucho, tanto el alojamiento en sí como el entorno.
La cena fue mejor que en lugares anteriores. La única pega para mí fue que como supuestamente no había mosquitos, me confié y me puse zapatos abiertos, pantalones bermudas y no utilicé repelente: al día siguiente amanecí con siete picaduras y es que está visto que me encuentran hasta los bichos chupasangres que no existen.