La mañana amaneció muy nublada y una fina lluvia nos acompañó durante buena parte de nuestro recorrido hacia Cork, lo que se dejó sentir en unos paisajes emborronados y oscuros.
A mitad de camino hicimos una breve parada en la localidad de Macroom, que conserva una interesante zona medieval con un peculiar castillo. También me llamaron la atención los puestos de venta de pescado fresco en la plaza.
Cork.
Tras una ampliación de su territorio realizada en 2016, esta localidad pasó a tener más de 200.000 habitantes, convirtiéndose en la segunda más poblada de Irlanda después de Dublín. Se levanta sobre el río Lee, que en un tramo se bifurca en dos canales, creando una isla que acoge el centro de la ciudad.
Situación de Cork en el mapa de Irlanda.
Su origen se remonta a un monasterio creado por San Fibar en el siglo VI, en torno al cual se formó un núcleo poblacional que estuvo en poder de los vikingos hasta el siglo XII, en que fue tomado por los anglonormandos. Tras serle otorgada carta de ciudad en 1185, en el siglo XIII se erigieron las murallas, cuyas ruinas todavía se conservan. A lo largo de los siglos tuvo que ser reconstruida varias veces a causa de diversos incendios.
En el centro, hay numerosos edificios de estilo georgiano. Las calles principales son St. Patrick’s Street y Gran Parade, a través de las cuales se puede acceder al Mercado Inglés, lugar donde de venta de los alimentos en Cork desde 1610, aunque el edificio actual data de finales del siglo XVIII.
Los autobuses de dos pisos forman parte del paisaje urbano, al igual que en Dublín. Además, me pareció una ciudad con mucho tráfico, en la que nos vimos envueltos en algunos atascos.
Las vistas más atractivas las contemplamos desde los puentes que cruzan el río, a los que se asoman algunas casas con fachadas de colores que le aportaban un poquito de alegría al panorama, sobre todo al salir el sol después del inevitable chaparrón.
Tiene dos catedrales. La de Santa María y Santa Ana, católica y consagrada en 1808, que resultó muy dañada por un incendio en 1820 y no se reconstruyó hasta 1964.
Y la de Catedral San Fibar (de la Iglesia de Irlanda), cuyo origen se remonta al siglo VII. No obstante, la catedral medieval fue demolida en 1864 para construir la actual, que se consagró en 1870. Visitar el interior cuesta 5 euros. Lo más llamativo es su órgano de casi 4.000 tubos, unas bonitas vidrieras y unas cabezas de piedra tallada que, dicen, datan del siglo XII.
Sin embargo, la iglesia más conocida de Cork, uno de sus símbolos, es la de Santa Ana, situada al otro lado del río, en el barrio de Shandon. Construida en 1722, tiene una torre con dos caras de piedra caliza y otras dos de arenisca roja, cada una con un reloj, al que se le llamaba “el mentiroso” porque en cada fachada marcaba una hora diferente. Su interior no tiene mayor interés, pero se puede subir a la torre y hacer sonar las campanas.
Por supuesto, conociendo mis gustos por las alturas, allá que fui. Desde arriba, las vistas abarcaban toda la ciudad, aunque no fuesen especialmente bonitas, sensación que he tenido en casi todos los campanarios a que he subido en Irlanda. Como curiosidad, decir que al comprar la entrada me entregaron unos cascos para protegerme los oídos del tremendo ruido que producían las campanas y que también me sirvió para notar menos el fortísimo viento que soplaba arriba.
En este mismo barrio se encuentra también el curioso Museo de la Mantequilla. Después de comer, fuimos a dar otra vuelta por una ciudad, que tampoco nos pareció que tuviera muchos más lugares destacados para visitar, aunque se pueden apreciar bastantes contrastes entre sus diferentes barrios, sobre todo a uno y otro lado del río.