Nuestro vuelo regular de Iberia salía a las 16:20 de Barajas y nos dijeron que teníamos que estar en la cola de facturación a las 12:50. Allí conocimos a nuestro guía, un joven alicantino muy amable. Nos pidieron los pasaportes, el ESTA y el certificado de vacunación.
Pasamos sin apenas colas los controles de seguridad, el de pasaportes y otro adicional al llegar a la puerta de embarque, donde nos volvieron a requerir el certificado de vacunación covid. En este punto, nos tocó la "lotería", pues también fuimos elegidos para un control aleatorio sobre explosivos. Nos llevaron a un cuartito y nos pasaron unos papelitos por las manos, la ropa, el bolso y la maleta de cabina. Todo normal, claro, y en unos cinco minutos estábamos de nuevo en la sala de espera. El avión, que iba lleno, salió con diez minutos de retraso que enseguida recuperó. En teoría, para cubrir los 5.764 kilómetros que separan en línea recta Madrid de Nueva York, nos esperaban ocho horas y veinte minutos de vuelo.
No pude hacer el check in online y nos situaron en la fila central, pero al ser un avión grande, tampoco lo llevamos demasiado mal. Cada asiento cuenta con pantalla individual para seleccionar películas (casi todas dobladas al tratarse de Iberia), series, música, juegos, etc. Como sabemos que los auriculares de los aviones son muy malos, llevamos los nuestros, todo un acierto. Pasaron comida dos veces, la primera una hora después de despegar. Elegimos pasta en vez de pollo y nos trajeron una ensalada, unas bolitas de pasta con salsa de queso que no estaban muy allá y un bizcocho. Poco antes del aterrizaje, repartieron una cajita con un bocadillo de jamón y queso y una chocolatina. También aprovechamos para actualizar nuestros relojes, seis horas menos en Nueva York que en España. Al final, lo más molesto fue tener que llevar la mascarilla (obligatoria) puesta durante tantas horas, pues Iberia tiene que atenerse a la normativa española sobre la covid.
Tras un vuelo tranquilo, tomamos tierra en el aeropuerto JFK con treinta minutos de antelación sobre el horario previsto, lo cual no sirvió de nada porque no nos permitieron bajar del avión hasta las siete, es decir, la hora a la que debíamos haber llegado. Sin embargo, lo peor fue la kilométrica cola que nos encontramos para pasar inmigración. Seguían aterrizando aviones y detrás de nosotros la fila se alargó hasta hacerse interminable. Hora y media después, abrieron más cabinas de control para intentar reconducir aquel caos. Nos dividieron en dos filas y nos tocó la buena. El agente se limitó a pedirnos el pasaporte, preguntarnos el motivo del viaje, la duración y el lugar de alojamiento; también quiso saber si llevábamos comida o alcohol y cuánto dinero en efectivo. Ojo con guardar el bocadillo del avión o alguna fruta. Además de quitártelo, hacen más preguntas, lo que complicará el asunto, como les pasó a algunos, que acabaron en el “cuarto oscuro”, nada serio en principio, pero obligan a abrir las maletas y es un engorro que se puede evitar fácilmente. Tras hacernos una foto y tomarnos las huellas dactilares, nos devolvió los pasaportes sellados (con fecha de validez hasta pasados 90 días) y nos despidió con un “welcome”.
A continuación, pasamos a las cintas de recogida de equipajes, donde una multitud de maletas daban vueltas y vueltas, amontonadas unas sobre otras. Un empleado se ocupaba de ponerlas en varias filas para que no formasen un atasco, dado que eran varios los vuelos cuyas maletas salían por la misma cinta sin que los pasajeros se presentaran a recogerlas. Por una vez y sin que sirva de precedente, no faltaban las maletas sino sus dueños. Que conste que, aunque a nosotros nos ocurrió, esta situación no tiene por qué repetirse siempre y hay quienes realizan este trámite en media hora. Por fin, con el grupo ya reunido, el guía nos condujo al exterior, donde nos esperaba un autobús para trasladarnos al hotel.
En un viaje de estas características no puedes esperar un hotel en el centro de Manhattan, así que el nuestro estaba en Nueva Jersey, a unos 8 kilómetros de la Gran Manzana. Naturalmente, no lo hubiera escogido de ir por libre, pero en este caso, como nos tenían que llevar y traer a diario, teníamos la esperanza de que no resultase demasiado incómodo si todo estaba bien organizado. Por fortuna, así fue, lo que no siempre sucede. De camino, nos mostraron varias panorámicas del espectacular skyline de la ciudad, iluminada con sus rascacielos, todo un puntazo. Lo malo fue que no me puse en la parte correcta del autobús, así que, aunque pude apreciar bien las vistas, no logré hacer ninguna foto decente. Una pena. Mientras tanto, como no podía ser menos, sonaba la canción “New York, New York”. Aunque se compuso en 1977 para la película del mismo nombre, dirigida por Martin Scorsese e interpretada por Liza Minneli, fue Frank Sinatra quien la convirtió en un gran éxito internacional con su versión de 1980. Era la que íbamos escuchando y también mi favorita: me gusta mucho, irradia optimismo.
Fatal, ya lo sé. Pero algo se intuye...
Llegamos al Hotel Hilton Garden Inn a las diez de la noche, de modo que pasamos directamente al comedor a cenar. Había un buffet con ensaladas, salsas, arroz, pasta, pescado, carne y pollo. En las mesas nos dejaron jarras con agua del grifo. Estaba fresquita y buena. Aunque la comida no haría las delicias de un “gourmet” (algo impensable en Nueva York salvo que seas millonario), en mi opinión, cumplió bien. Lo cierto es que casi nadie se quejó, cosa muy rara.
Para finalizar la jornada, nos dieron las tarjetas de la habitación, en la cuarta planta, desde cuya ventana se divisaban algunos rascacielos de Manhattan. Pese a que el mobiliario no es de último diseño, disfrutamos de una estupenda suite con cuatro zonas: dormitorio con cama enorme (surtido de almohadas y un colchón comodísimo), mesitas de noche, aparador con televisión plana de 40 pulgadas, armario con tabla de planchar y plancha, cuarto de baño amplio (secador de pelo, jabón, crema hidratante, champú y acondicionador), una zona intermedia con un mueble provisto de microondas, nevera y cafetera, y un salón con sofá, sillones, otra televisión y un escritorio para ordenador con silla ergonómica y todo. . ¡Caramba! Pues no estaba nada mal, si bien, lógicamente, apenas lo íbamos a utilizar. Por lo demás, había enchufes suficientes. El hotel también contaba con gimnasio y piscina climatizada cubierta, que tampoco disfrutamos, así como servicio permanente y gratuito de café e infusiones en el vestíbulo.
Y. tras casi veinte horas levantados, tocaba dormir, o al menos, intentarlo, con permiso del jet lag, pues al día siguiente nos habían citado para desayunar a las 7:30.