El día anterior habíamos decidido que hoy saldríamos 30 minutos antes, para poder coger el tren de las 9 h. y así llegar temprano a Brujas, puesto que ésta se encuentra a algo más de una hora de Bruselas, por lo que volvimos a repetir el inicio del día anterior: nos encaminamos a la estación, desayunamos en el mismo sitio, aunque esta vez era otra la chica que nos atendió y tras nuestro magnífico avituallamiento, nos dirigimos al mismo andén puesto que la línea es también la misma, así que teníamos que pasar de nuevo por Gante. Esta vez, dado que era sábado, y vista la aglomeración de personas del día anterior, decidimos comprar los billetes en primera clase porque no era mucha la diferencia y estaríamos más cómodos (13 € ida y vuelta).
Con la misma puntualidad que habíamos salido, llegamos a Brujas y con un cielo encapotado que presagiaba lluvia en cualquier momento. Nada más dejar la estación nos encaminamos hacia la zona del lago Minnewater; para ello no se necesita ningún medio de transporte porque lo único que hay que hacer es cruzar la carretera y caminar unos cinco minutos, primero por la calle Oostmeers y torcer para coger Professor Dokter J. Sebrechtstraat, cuya acera derecha está ocupada casi en su totalidad por un edificio de ladrillos rojos que ocupa toda la manzana, creo recordar que era un colegio u hospital o ambas cosas, pues deben compartir una capilla que existe prácticamente en el centro , pero las guías no especificaban de qué edificio se trataba. A esa hora temprana aún había poca gente deambulando por allí, por lo que las callejuelas que llevan hasta el mismo estaban desiertas y ya, poco a poco, íbamos dirigiéndonos hacia la zona del lago entre un olor, mezcla de la tierra mojada y de los árboles que hay en la zona.
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Los primeros cisnes nos daban la bienvenida y el color gris plomizo del cielo hacía que el edificio de la “casa del portero”, apareciera tras las ramas de los árboles casi desdibujado, lo que dejaba una visión preciosa. Mi cámara de fotos es normalísima, por lo que la instantánea tampoco es que sea maravillosa, pero me gustó tanto que, desde entonces, se ha convertido en el fondo de mi escritorio.
El silencio sólo se veía interrumpido por el tintineo de algunos cascabeles y el resonar sobre las piedras de los cascos de los caballos que tiraban de los coches, en los que ya se empezaba a ver a los primeros turistas como nosotros. Estuvimos un buen rato admirando la fauna del lago y nos dirigimos hacia uno de los lugares que más me ilusionaban del viaje: el Beaterio o Beguinario (Begijnhof), no porque tuviese vocación para ingresar en él, sino por su importancia en el desarrollo histórico de la titulación en la que imparto mis clases en la Universidad. Además, tres de mis acompañantes son enfermeras, así que yo lo tenía como un objetivo primordial de la visita y, sin duda, cubrió con creces nuestras expectativas.
La única idea que yo tenía del beaterio era la de un edificio (existen otros repartidos por toda Bélgica), similar a un monasterio en el que vivían las Beguinas. Las Beguinas de Flandes fue un movimiento o congregación de mujeres surgido en el siglo XIII, muchas de ellas viudas, que se recluían en estos lugares para llevar una vida monacal pero siendo seglares, es decir, vivían conforme a unas reglas de castidad y obediencia (aunque podían salir y casarse) pero sin profesar votos y se dedicaban a diversas tareas entre las que se incluía el cuidado de los enfermos, también en sus domicilios, por lo que se consideran precursoras de las enfermeras comunitarias.
Todos nos esperábamos algo más pequeño pero, cuando se traspasa la puerta, se entra en un recinto muy amplio, con diferentes dependencias y una pequeña iglesia. Obviamente, en su día, estos beaterios, al estar un poco aislados del centro de las ciudades en las que se encontraban, se constituirían casi en pequeños pueblos. Actualmente, reside en él una comunidad de monjas benedictinas, a las que pudimos ver saliendo de misa; la mayoría de ellas ya mayores, caminando con bastón, o siendo llevadas en silla de ruedas.
Fuimos en primer lugar a la iglesia, puesto que ya había terminado el oficio religioso y pensábamos que entonces podríamos verla, pero había una monja cerrando la puerta. No obstante, muy amablemente nos dejó entrar un momento mientras terminaba de recoger, tanto a nosotros como a otro grupo (está claro que, para ellas, el tema horario no es más importante que poder compartir un ratito de charla y enseñar los pequeños tesoros ocultos de los que, sin duda, se encuentran orgullosas), por lo que pudimos disfrutar del encanto de esta pequeña iglesia de Santa Isabel, muy sencilla, sin crucero, con el suelo cubierto casi en su totalidad de lápidas, dispuestas simétricamente, y con algunas obras destacables como el cuadro que preside el altar mayor, representando a la santa que da nombre a la iglesia, o uno de la Asunción de la Virgen situado en la pared cercana a la puerta de salida, el reducido coro, el púlpito, más discreto que los que habíamos visto anteriormente pero igualmente bello, así como dos capillas laterales en las que se encuentran sendas imágenes de la Virgen muy curiosas; en la de la derecha, una mayor, dorada bajo pequeño templete, Nuestra Señora de Spermalie, talla románica que, al parecer, es la más antigua de Brujas y en la de la izquierda, una pequeñita en el tronco de un árbol, Nuestra Señora de la Buena Voluntad o del Buen Sauce, ya que se descubrió en el interior del mismo, como esta hermana explicaba sonriente a la vez que me invitaba a coger un tríptico, impreso en distintos idiomas, conteniendo breves referencias de las obras que estábamos viendo rápidamente porque tampoco quisimos abusar de su generosidad.
Ntra. Sra. de Spermalie
Fue una pena no haber ido antes o hacer coincidir la visita con alguna de la liturgia de las horas pues, tanto éstas como la Eucaristía, se celebran con canto gregoriano y a mi, particularmente, me parece que debe ser una delicia escuchar el órgano y las voces de las monjas. Para aquéllos que quieran asistir, el horario es el siguiente: Domingos: 7 (laudes), 9,30 (Eucaristía), 16,30 (vísperas), 19,45 (completas). Entre semana es algo más complicado: 6,35 (laudes), 7,15 (Eucaristía), 16,30 (vísperas) y 19,45 (completas).
A la salida, dimos un paseo, observando por fuera las distintas dependencias, entre las que se encuentra una pequeña estancia, a la entrada, en la que se recrea cómo era la vida en el beaterio en el medievo, aunque estaba cerrada por lo que nos limitamos a mirar a través de los cristales. Todo el recinto está conformado por unas casitas blancas dispuestas en hilera circundando el patio, con un pequeño prado en el centro que imagino debe estar precioso en primavera.
En ese momento se respiraba una paz increíble, todo quietud, todo limpieza, con un agradable olor, de nuevo, a tierra mojada y a la resina de los grandes árboles y donde casi nos daba apuro sacar las cámaras fotográficas por si importunábamos, aunque se pueden hacer fotografías sin problemas. La gente que iba entrando se quedaba tan sorprendida y tan en silencio como nosotros, que volvimos a recuperar las ganas de cháchara una vez hubimos salido del recinto.
Como punto de transición entre el sosiego y la algarabía que ya existía en la calle, nos quedamos un momento haciendo fotos sobre la barandilla de madera del pequeño puente sobre el canal que hay a la entrada, con una vista igualmente admirable
y ya seguimos por la calle Wijngaardplein, repleta de tiendas de recuerdos, que nos llevaría hacia el centro. Aún era pronto para las compras porque no queríamos ir tirando de bolsas, así que sólo nos paramos en algún escaparate y entramos en una muy curiosa, de artesanía, donde su dueño fabricaba pequeñas figuras, entre las que nos llamaron especialmente la atención las relacionadas con distintas profesiones: arquitectos, abogados, carniceros, pintores…bastante simpáticas pero, evidentemente, en las que más reparamos eran en las sanitarias. Su elevado precio y el que las que más podían apetecer a la mayoría eran también las más desafortunadas (pues seguían alimentando un viejo tópico con el que no estamos para nada de acuerdo: la enfermera con cofia, sexy o indolente y malhumorada) hizo que no compráramos ninguna, aunque le pregunté al artista si podía hacer fotos y me dio permiso, así que saqué algunas pero, por el motivo aludido y también por respeto, no divulgaré las mencionadas anteriormente.
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Proseguimos nuestro camino por Wijngaardstraat hasta llegar a la Katelijnestraat, concretamente, al museo Memling. De oídas, podría parecer que es un museo más de tantos, más o menos interesante por las obras que pueda albergar, pero nada más lejos de la realidad. Para empezar, se encuentra en un enclave especial, pues ocupa parte de lo que fue el antiguo hospital de San Juan (Sint-Jan Hospitaal), uno de los más antiguos de Europa, fundado en el siglo XII y que ejerció su función como institución sanitaria hasta los años 70; felizmente, no ha sido condenado a la ruina como ocurre con tantas obras notables que, por desidia o por falta de recursos se dejan en el abandono, habiéndose recuperado como espacio cultural.
Antes de visitar el museo en sí, quisimos admirar el magnífico edificio, en el que conviven el románico y el gótico, formando un conjunto espectacular entre el hospital, la torre y las dependencias del monasterio anexo, accediendo por una especie de corredor lateral empedrado y con varios arcos, al amplio patio, desde el que se puede contemplar la pequeña capilla (que no pudimos ver pues estaba cerrada), la farmacia-herbolario, con una exposición de los objetos originales y las dependencias del monasterio y otros lugares de servicio. Cuando estábamos aquí empezó a llover con mayor intensidad, pero eso no impidió que me quedara un buen rato admirando ciertos detalles como el pequeño relieve con el cordero místico sobre la última arcada (o la primera si se mira ya desde el patio), los faroles, una pequeña hornacina gótica con una imagen de la Virgen o el curioso calvario, con un Cristo en bronce de grandes dimensiones y dos estatuas más pequeñas en mármol de la Virgen y San Juan, detrás de las cuales se encuentran dos lápidas funerarias romboidales de las que debieron ser dos notables personas del siglo XVIII por lo poco que pude entender. Ante la persistente lluvia, el frío y la insistencia de mis acompañantes, nos dirigimos ya al interior del museo.
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Tras pasar la puerta moderna de cristal, bajar unos cuantos peldaños y abonar los 8 € de la entrada (menores de 18 años 1 €), nos adentramos en las que fueron las dos grandes salas del hospital, en las que están expuestas las obras del pintor que le da nombre y otros de la escuela flamenca, como van der Weyden o Jan Provoost, entre otros. Además de algunos cuadros de gran belleza y valor, algunos de ellos de autores menos conocidos y de los famosos trípticos de San Juan Bautista y San Juan Evangelista y el de Jan Floreins, ambos de Memling (¡cómo me gustan esas vírgenes de rostro aniñado y perfil almendrado y esos niños larguiruchos!), la obra maestra del museo es una arqueta gótica en la que se encuentran los restos de Santa Úrsula, toda ella decorada con pequeñas tablas pintadas por él que representan la famosa leyenda de la vida de la santa, y que se puede hilar perfectamente con sólo ver las miniaturas en orden. Hija de un rey bretón, se convirtió al cristianismo y aceptó su compromiso con el hijo del rey de Inglaterra, Euterio, con la condición de que éste se convirtiera también y fuera con ella en peregrinación a Roma para ver al Papa; cuando venían ya de regreso, el barco que los conducía, junto a un grupo de diez muchachas que les habían acompañado, recala en Colonia, que en ese momento está ocupada por los hunos. Debido a la resistencia opuesta ante las nada inocentes pretensiones de su rey, Guam, todos son ejecutados, de ahí que pasara a la historia como el “martirio de Santa Úrsula y las once mil vírgenes”, historia evidentemente inverosímil y no lo digo por el chiste fácil que, al parecer, todo el mundo hace (¿dónde se iban a encontrar 11.000 vírgenes?) sino por lo que yo considero mucho más lógico: ¿cómo se iban a meter más de 11.000 personas en un barco de la época?. Al parecer, la errónea lectura de la inscripción latina que daba cuenta de ello, convirtió once en once mil, lo que queda, evidentemente, más bonito.
A la par que iba entrando en las salas yo me iba imaginando cómo sería la vida del hospital en la Edad Media y épocas posteriores, con el trasiego de monjas de amplias y almidonadas tocas, médicos y ayudantes entre las hileras de camas enfrentadas, dispuestas en las amplias y frías salas y hasta me parecía escuchar el ruido de las pinzas y demás objetos sobre las bandejas metálicas de las curas. Curiosamente, no iba muy descaminada pues luego vi un par de cuadros que reflejaban con bastante exactitud lo que yo había dibujado en mi imaginación, pues no conocía nada de este lugar hasta entonces.
Una escalera estrecha, de espiral, pero cómoda, permitía el acceso al piso superior, con un complejo y espectacular entramado de vigas de madera en el techo para permitir las mejores condiciones de ventilación y humedad (¡qué sabios eran estos constructores de hospitales antiguos!), en el que no me sentí tan a gusto. Probablemente contribuyó a ello el que había una exposición de “arte moderno” (no se permitían fotos), aunque las reminiscencias eran de principios del siglo pasado, pues en el suelo, habían dispuesto algunos trajes de encaje, muñecos de los llamados “pepones”, algunos medio rotos y otros juguetes antiguos; había también un cochecito de bebé vacío y a mi me dio la impresión de estar en una zona como de cementerio infantil por lo que, inmediatamente se me vino a la mente la casa de “Los otros”, con mecedora incluida aunque, afortunadamente también estaba vacía, así que mi estancia allí fue brevísima. Al bajar, comentamos el tema y todos tuvimos prácticamente la misma sensación. Me quedé tan fascinada por este pequeño museo que no resistí la tentación de comprarme un libro sobre la historia del hospital (en inglés), deformación profesional supongo.
Nada más salir cruzamos la calle y entramos en la iglesia de Nuestra Señora (Onze Lieve Vrouwerkerk). Aunque en algunas zonas la luz no era la idónea para poderla ver en detalle, a mi me gustó especialmente por su amplitud, pureza de líneas y relativa sencillez de formas arquitectónicas, que contrasta con la cantidad de obras de arte que alberga. Nada más entrar, al fondo de la nave derecha nos encontramos un retablo de madera y mármol, en cuya hornacina central se encuentra la escultura de Nuestra Señora, una “madonna” de Miguel Angel en mármol con el niño ya un poco crecidito, única escultura que salió fuera de Italia en vida del autor al haber sido adquirida por un comerciante flamenco; preciosa, tanto por la dulzura de la cara de la Virgen, como por los pliegues del traje y el manto.
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La nave central también tiene una perspectiva admirable, conteniendo a ambos lados varias esculturas sobre unas ménsulas, situadas en las jambas de los arcos y un púlpito increíble, muy abigarrado, con una apoteosis de bronce en su parte superior, coronada por una ráfaga dorada en la pared, que invitaba a quedarse un buen rato contemplándolo.
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También pudimos ver los mausoleos de María de Borgoña y su padre, Carlos el Temerario, madre y abuelo respectivamente de Felipe el Hermoso, en bronce dorado y mármol negro. Decir que la historia de ambos es sumamente apasionante, aunque quedaría un poco larga como para incluirla en este espacio, pero como resumen diré que está llena de intrigas, traiciones, casamientos sin amor y muertes trágicas, como no podía ser menos en la época.
Después de estas visitas, estaba claro que teníamos que continuar el recorrido haciendo un breve descanso visual, quedándonos sólo en el exterior de los siguientes museos que nos irían apareciendo en nuestro camino; así lo hicimos con las impresionantes casas-palacios en las que se ubican el museo Gruuthuse, el Arentshuis o el Groeninge, cercanos todos a la iglesia de Nuestra Señora porque, aunque en el último hay obras pictóricas importantes, alguna de especial valor digamos sentimental, como la Virgen del Canónigo Van der Paele de Van Eyck que a mi siempre me ha llamado la atención por la minuciosidad de los detalles y el colorido de los distintos ropajes, no teníamos ganas de ver pintura ni artesanía a granel sino que todos preferíamos deleitarnos con pocas cosas y así tener algunas (o muchas) pendientes para cuando volvamos, pues a Brujas en particular y a Bélgica, en general, hay que volver, me atrevería a decir que más de una vez.
La catedral de San Salvador estaba cerrada pues ya era algo más de las 12, así que también la contemplamos desde fuera y desde la distancia, dejándola para la vuelta si es que la pillábamos abierta pero tampoco era una de nuestras prioridades en ese momento, preferíamos caminar y ver lo que la ciudad nos fuera ofreciendo. Así llegamos a la plaza del Mercado (Markt), donde se encuentra el Belfort.
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En ese momento, la lluvia y el viento más bien gélido arreciaban, tanto que se nos volvían los paraguas, así que decidimos esperar a ver si escampaba un poco mientras nos tomábamos unas patatas fritas con una especie de salsa ali-oli, que nos compramos en un carrito que las vendía en la misma plaza, en la parte bajo techado de la entrada al patio del Belfort. Cuando terminamos, algunas fueron a ver si se podía subir a la torre pero estaba cancelada la visita a causa del mal tiempo; así que, agradeciendo un poco a la bendita lluvia no tener que esperar a que bajaran los demás, cuando escampó un poco, continuamos con la contemplación de la maravillosa plaza, llena de notables edificios muy bien conservados. Aun a pesar del día era un hervidero de gente pues, además, habían instalado en el centro una pista de patinaje y numerosos puestos de comida. Cuando nos íbamos acercando, por los altavoces de la pista, se escuchaba la voz de Fofó cantando “martes antes de almorzar, una niña…” no sé si como tributo a la cantidad de compatriotas que en ese momento deambulábamos por allí.
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Palacio Provincial
Después de hacernos las fotos típicas con la fachada del palacio provincial al fondo, un precioso edificio neogótico, nos dirigimos a otra fantástica plaza, la plaza del Burg, uno de los lugares más increíbles, ya que se convierte en un auténtico tratado de estilos arquitectónicos. Nada más entramos, a nuestra izquierda, encontramos el impresionante palacio barroco de la Prebostía o Casa del Preboste (Proostdij), con un precioso balcón con esculturas, unas adosadas a modo de cariátides y otras coronando la portada, en la parte superior, que está a su vez dotada de una balaustrada que lo recorre completamente.
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Casa del Preboste
Enfrente está ubicado el Ayuntamiento, precioso ejemplo del gótico, con múltiples estatuas en hornacinas, aunque éstas son modernas pues las originales las destruyó el ejército francés en el siglo XIX; a su lado el pequeño edificio blanco y dorado de la Cancillería del Franc, el famoso Franconato de Brujas y, ya en el lateral, el Palacio de Justicia (Gerechtshof), en el que se ubica el Museo Het Brugse Vrije, de estilo renacentista.
Ayuntamiento
Decidimos no sólo admirar por fuera los principales edificios que componen la plaza, sino ver algunos también por dentro, así que nos fuimos directos al Ayuntamiento.
Cuando compramos las entradas (2,50 euros, niños: 1 euro) y pedimos las audioguías, nos indican dos numeraciones diferentes, para poder visitar la sala gótica y la renacentista. Primero fuimos a la gótica, en el piso superior y, bueno, bien, su bóveda policromada y sus pinturas, su chimenea, pero nos defraudó un poco, la verdad sea dicha, aunque nos vino muy bien el descanso en las sillas desde las que se puede seguir la explicación de la audioguía. También se podía visitar otra dependencia donde se encuentran algunos mapas y planos de Brujas.
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Terminamos la visita a las dependencias de ese piso y nos pusimos a buscar la otra sala pero por allí no vimos nada. Al bajar nos dice la señora del mostrador que la sala renacentista está en el edificio anexo, pues es la del Franconato de Brujas y me dice que nos sirve la misma entrada y que nos podemos llevar la audioguía (o, al menos, eso entendí yo), desde luego era lo más evidente por cuanto venían los dos rangos de numeraciones dependiendo de lo que quisiéramos visitar. Mis hijos ya estaban un poco hartos de explicaciones, así que devolvimos dos y nos quedamos las demás. Cuando vamos a entrar en el edifico del Franconato oímos unos pitidos ensordecedores que provenían de la puerta del ayuntamiento que habíamos dejado atrás y al momento, viene un guarda de seguridad y nos pide que le acompañemos. Lo cierto es que no entendíamos nada, lo único que pensamos es ¿le habríamos dado a algo sin querer con las mochilas?, ¿se habría caído algún cuadro de la escalera a nuestro paso?; bueno ,pues con un cierto desasosiego, nos vamos mi amigo y yo a ver qué pasa. El ruido era bastante ensordecedor y no paraba, por lo que nos temíamos lo peor. Nos lleva al mostrador y la misma señora de antes me dice que es que nos habíamos llevado las audioguías y no podían salir del edificio. Yo le recuerdo su explicación de hacía un momento y ella, riéndose con la otra me pide perdón, y me dice que las dejemos allí; yo le digo que por qué no nos había avisado antes al vernos salir y vuelve a reirse y a decirme que las deje en el mostrador. Con la sensación de que se habían quedado con nosotros, puesto que no había nadie cuando me estuvo explicando (es un decir) todo, vamos al otro edificio a rescatar las tres audioguías que aún llevaban mis amigas.
Efectivamente, sirven las entradas porque en el mostrador que hay a la entrada de la sala nos las pidieron y nos dieron otras audioguías para poder comprender lo que estábamos viendo, así como un folleto explicativo. Aguantando como podemos las risas, y no sólo por la anécdota anterior, contemplamos los cuadros de los numerosos reyes que decoran toda la estancia, la magnífica chimenea de madera y alabastro, la escribanía etc. y nos enteramos un poco de qué iba aquello del Franconato.
Como nos recreamos bastante entre una visita y otra, cuando salimos fuimos al famoso callejón del Burro Ciego con la intención de proseguir a la Vismarkt, pero nos dimos cuenta de que era ya la hora de la ceremonia de la veneración de la sangre, así que nos dirigimos a la basílica de la Santa Sangre, ya iríamos a la plaza más tarde; seguía lloviendo bastante.
Ibamos riéndonos un montón con algunas ocurrencias que se fueron sucediendo a raiz de la última visita al Franconato y especialmente de un comentario, muy ocurrente y pertinente, de mi hijo (que no puedo reproducir pues sería un poco prolijo y, además, habría que haber estado allí para poder entenderlo, sin necesidad de dar detalles). La acústica de la basílica es excepcional, al menos en sentido ascendente, por lo que hay que tener cuidado, a tenor de lo que nos ocurrió: Tres de nosotros se habían adelantado y el resto estábamos aún con los comentarios y las risas cuando nada más habíamos traspasado la puerta que da paso a la escalera para acceder al interior de la basílica y empezamos a subir los primeros peldaños escuchamos que nos mandaban a callar muy intempestivamente. Obviamente nos callamos y a mi me sorprendió mucho porque casi no habíamos entrado en sagrado, dado que hay bastante escalones hasta llegar a la puerta de entrada donde está el mostrador en el que se compra la entrada (1,5 euros). Cuando entramos los rezagados nos reunimos con la avanzadilla y justo entonces nos enteramos del comentario que había hecho uno de los porteros más jóvenes antes de mandarnos a callar, de muy malas maneras. Fue muy explícito: ¡Españoles!. Al parecer resonaban mucho las risas y lo que hablábamos y se podía incluso identificar las voces, pero me pareció bastante desafortunado, así que dándome aún una vergüenza tremenda por lo que yo hube contribuido y reprimiéndome las ganas, por otro lado, de haber tenido un intercambio de palabras con el autor del exabrupto, intenté redimirme haciendo lo que todo el mundo que estaba ya en la fila para pasar por una especie de altar lateral con varios escalones de subida y otros tantos de bajada, donde había una mesa con dos sillones, uno ocupado por un señor mayor que, micrófono en mano (para que su tono de voz, emitido en un tono más bien normal tirando a bajo, inundase toda la estancia), iba desgranando una especie de letanía y el otro por una señora vestida con ropas talares y que daba a besar una ampolla de vidrio en la que se encontraba un polvo liofilizado y un poco rosado que se supone es la sangre de Cristo. Nos acercamos sólo las féminas, aunque algunas hicimos el gesto pero, por motivos estrictamente higiénicos, no tocamos el cristal.
Sin duda, no queríamos exponernos a contraer una gripe (tengo que recordar que estábamos en plena efervescencia de la “temible pandemia de gripe A” y llevábamos incluso limpiadores alcohólicos para las manos que, la verdad, sólo obligué a mis hijos a usar un par de veces porque solían ir limpiando todos los pasamanos que encontraban). Todos iban saliendo pero yo me quedé un rato más en la capilla del tabernáculo gótico donde está la reliquia, que tiene un trabajo pictórico interesante presidiendo el altar.
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En ese momento estaba terminando la ceremonia y el señor, que continuaba con la misma inflexión de voz desde el principio, iba rezando una oración en diversos idiomas y también en español, que encontré posteriormente en un folleto, por lo que, a pesar del trasiego de gente que entraba y salía, resultó ser muy emotivo. Curiosamente, no es la misma oración ya que, dependiendo del idioma tiene alguna o bastante variación; en las que están escritas en flamenco, alemán y español figura que el autor es R. Vangheluwe, Obispo de Brujas.
Ya a la salida, me reuní con mi grupo y decidimos que había que ir a almorzar pues como tardáramos un poco nos quedábamos sin comer. Estuvimos mirando por algunos de los restaurantes más cercanos pero estaban llenos o completamente vacíos, por lo que nos parecía mal tanto una cosa como otra, así que decidimos ir en dirección a la plaza Markt y comer en alguno de los puestos de comida rápida que había por allí, concretamente en uno en el que hacían perritos calientes en una sartén enorme, que tenían una pinta buenísima. Todos se pidieron un perrito “normal size” excepto yo que me pedí un “thin size”, más que nada porque estaba viendo que se me iba a salir y podía guarretearme mucho cuando le pegara los primeros mordiscos al pan relleno con una salchicha tremenda, con un montón de cebolla caramelizada, mostaza y ketchup que era el más habitual, aunque pedimos diferentes combinaciones según el gusto de cada cual (sin nada, sólo mostaza, sólo Ketchup, sin cebolla, y ahora algunas mezclas más de dos ingredientes); no sé quién estaba más harta si yo de pedir o el chico que las preparaba (menos mal que éramos sólo 7 si no, estamos allí todavía). La comida había que hacerla de pie, sobre unas mesas redondas con una sombrilla; afortunadamente había dejado de llover porque podía haber sido un poco complicado.
Cuando acabamos de comer había que tomar el postre; continuamos viendo tenderetes y allí estaban las barquitas con las brochetas de fruta rebozada en chocolate, aunque esta vez no era igual que las que habíamos tomado en Bruselas, pues el chocolate estaba endurecido, ya que, al parecer, se tomaban frías. Pedimos las brochetas pero las queríamos de chocolate negro y no había ninguna, así que teníamos que esperar a que las hicieran. Hubiéramos querido que el chocolate estuviera caliente y fundido, así se lo hice saber a la señora que las preparaba porque no queríamos perder demasiado tiempo, pero mirándome de manera un poco rara, siguió a lo suyo sin inmutarse. La manera de hacerlas era de lo más curiosa: ensartaba la fruta en el palillo, le echaba el chocolate caliente por encima con un cazo y las ponía en una rejilla para que se enfriaran; cuando le pedí que nos la diera tal cual, que no se preocupara por enfriarlas, me indicó que, para sacarlas teníamos que esperar a que se enfríasen porque si no se le ensuciaba la rejilla y no podía pararse a limpiarla. Como vio que teníamos cierta prisa aceleró el proceso de enfriado de una manera bastante curiosa: abría y cerraba la puerta de la caseta para que sirviera de abanico.
Todavía sorprendidos por la ocurrencia, nos encaminamos a la Vismarkt o Lonja del pescado, paseando por Wollestraat y la zona aledaña al canal (Rozenhoedkaai). Hacía un rato que había dejado de llover y el cielo estaba bastante más despejado, así que iban a empezar a salir las barcas. Tuvimos que esperar bastante porque la cola era grande, pero mereció la pena. En principio, tengo que decir que yo no llevo demasiado bien los viajes por el agua y ver que las barcazas se llenaban hasta rebosar, me estaba poniendo un poco nerviosa, más bien porque una es un poco torpe y no quería ni pensar que tuviera que saltar al interior porque me veía ya con una pierna dentro y la otra en el muelle; menos mal que cuando llegó el momento, el barquero sacó una especie de escalinata del lateral y se bajaba sin problemas. Como había gente delante que iba ocupando los laterales y delantera, sólo quedaba sitio en la fila de asientos centrales, así que iba perfectamente arropada y segura, a la par que más calentita porque hacía bastante frío; en todo el día me había quitado la bufanda, los guantes y el gorro de lana que no lucía desde que tenía dos años, ya que en Sevilla no suele ser necesario y tampoco me he movido mucho en invierno por ahí.
El paseo en barca a través de los canales del río Dijver fue otro de los grandes momentos del viaje, que todo el mundo debería hacer, pues se tiene una visión panorámica, diferente e increíble de las casas medievales de piedra, los puentes y monumentos. No dábamos abasto a mirar a uno y otro lado y poder apreciar algunos detalles curiosos; la mayoría de los que íbamos en ese momento éramos españoles, aunque también algunos alemanes e italianos, así que el patrón decidió hablar en francés, que supuestamente y según él entenderíamos todos, pero lo cierto es que entre que el micrófono distorsionaba bastante la voz y el ruido ambiental del motor y los comentarios de algunos compañeros de travesía, no se enteraba uno de casi nada, así que tuvimos que estar bastante atentos para poder ver el busto de Erasmo de Rotterdam, la beguina asomada a la ventana, las figuras de Marilyn, Laurel y Hardy o Louis Amstrong que nos saludaban desde una de las casas o el portal de Belén que habían colocado en una orilla.
Conforme la barca avanzaba se descubrían algunos rincones fascinantes, como el canal Groenerei, con el Belfort a la izda, pero difícilmente se podía inmortalizar tanta belleza y no sólo por el movimiento sobre el agua: Brujas es tan armónica, tan perfecta, que parece irreal.
Cuando giramos para volver al punto de salida y culminar el viaje de algo más de treinta minutos, nos supo a poco, pero ya estaba cayendo el atardecer, posiblemente más temprano por lo oscuro que había estado el día desde la mañana. Para quitarnos el frío y dejar reposar un poco los sentidos, decidimos ir a tomar un café, aunque antes nos dimos una vuelta por la Lonja del pescado, donde había unos tenderetes de artesanía y algunos tenían unos grabados y dibujos, así que, mientras mis amigos y mis hijos se dirigían a una cafetería de la esquina de la plaza, Tante Marie, yo me quedé un ratito curioseando y decidiendo qué grabados me traía. Al final compré dos, uno para casa y otro para regalar, con unas vistas de los canales y algunos puentes muy agradables y relativamente baratos, ya que prefiero los de mediano o pequeño tamaño. Entablé un poco de conversación con la señora que me los vendió y así supe que los hacía su marido, pues era pintor y me enseñó hasta las planchas que utilizaba y, efectivamente, estaba el hombre en una parte del puesto terminando un dibujo.
Si contenta iba yo con mi compra, más contentos estaban los demás con el lugar que habían encontrado para merendar y, desde luego, había motivos para ello. Era una cafetería-confitería con una decoración muy acogedora, un servicio impecable y unas tartas, batidos y otras especialidades deliciosas. El café y el té venían en sus correspondientes cafeteras y teteras, para ser servidos en tazas de cerámica, con decoración variada y los acompañaban de una copita con helado de chocolate y vainilla exquisito y unas galletas caseras de canela magistrales. No me resistí a dejar inmortalizado mi té. Los grandes platos, también de loza, albergaban porciones generosas de unas tartas caseras, bien de arándanos, de manzana, de chocolate… con una textura finísima. Era una prueba más de que la ciudad había de satisfacernos plenamente.
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A la salida ya había anochecido completamente, a pesar de que aún no eran las seis de la tarde, con lo que pudimos apreciar también la belleza nocturna de Brujas. La iluminación de algunos de sus monumentos hacía que aparecieran más dignos de un cuento de hadas que de un lugar terrenal, así que continuamos nuestro paseo, pero ya de vuelta hacia la estación porque queríamos realizar algunas compras de ciertas chucherías que habíamos ido viendo en algunos escaparates.
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Entramos en varias tiendas y fuimos haciendo acopio de los recuerdos para la familia y amigos, así como algunas cosas para ampliar el ajuar casero, comprobando así la infinita paciencia de los miembros masculinos del grupo que aguardaban, casi sin rechistar, a que fuéramos cargándonos con bolsas y más bolsas de cosas con encaje: saquitos perfumados para los cajones y armarios, acericos, fundas para los paquetes de kleenex, mantelitos individuales, cubrebandejas, posavasos, baberos y hasta un delantal, como vestuario para la obra de teatro que tenía que representar mi hija en su colegio por Navidad, donde encarnaba a una criada que quedó lujosísima (y de paso, me evité yo el hacérselo). Había, claro está, de todas las calidades y precios, pero los que nos trajimos no nos salieron nada mal.
Tranquilamente fuimos haciendo el camino de ida en sentido contrario, pasando otra vez por el lago Minnewater, que ahora daba hasta un poquito de grima, pues se habían recogido ya los coches de caballo y quedaban muy pocos turistas.
Tomamos el tren de las 19,27 h. pues no queríamos llegar excesivamente tarde a Bruselas. Menos mal que habíamos sacado los billetes de primera clase porque el espectáculo de gente en las plataformas y atiborrando los vagones de segunda se repetía y, obviamente, 4 euros de diferencia no hubieran justificado la falta de comodidad por segunda vez. Al igual que el día anterior, decidimos continuar la noche en Bruselas sin pasar por el hotel y también hacer alguna visita antes de ir a cenar, pues aún teníamos vestigios de los maravillosos crêpes y tatines de la merienda.
Así que, nada más llegar a la Gare Central, nos dirigimos por la Ravensteinstraat hacia la plaza Royale, una preciosa plaza con unos edificios neoclásicos impresionantes. Si tuviera que emplear un único adjetivo para calificarla lo tengo claro: elegante, por la iglesia de St-Jacques-sur-Coudenberg, con su original cúpula que contrasta con la línea clásica de su pórtico; el Museo BELvue, justo al lado del palacio, en un edificio que fue antes el hotel Bellevue, del siglo XVIII; el edificio del antiguo Hôtel Althenloh, de la misma época, donde se ubica el recientemente abierto museo de René Magritte y, sobre todo, el Palais Royal, pero teníamos claro que volveríamos por la mañana ya que habría que verla con luz del día, aunque a esa hora no había un alma, por lo que pudimos contemplarlos sin gente y sin que pasara ningún coche ni tranvía en todo el tiempo que permanecimos en la misma.
Iglesia de St-Jacques-sur-Coudenberg
Desde allí, pasando por el edificio de los antiguos almacenes Old England, una vistosa construcción en estilo art nouveau de hierro y que actualmente es el Museo de Instrumentos Musicales, bajamos hacia la zona del Mont des Arts, con su escalinata, sus fuentes modernas, su jardín y el famoso reloj de figuras articuladas. Cuando dan las horas en punto suena el carillón y la figura superior golpea la campana, a la par que sale la figura correspondiente a la hora, se mueve ligeramente y vuelve a su posición cuando cesan las campanadas.
Ya nos íbamos dirigiendo hacia la Grand Place para buscar un lugar donde cenar, lo intentamos en le Roi d’Espagne pero no se cabía, así que ¡allá vamos de nuevo rue des Bouchers!. Nos decíamos que un día como el de hoy debía acabar bien, por lo que una apuesta segura sería, sin duda, Chez Lèon, llevando la consigna de esperar mesa, aunque fuera en la calle. Volvía a estar lleno, y por delante una pequeña cola de 10-12 personas, pero de allí no nos moveríamos; mientras esperábamos, al lado prácticamente de la cocina, limpísima y casi toda ella a la vista, como debería ser en todos los sitios de restauración (de nuevo la deformidad profesional me acechaba), yo iba quedándome un poco con determinados detalles del local: sus compartimentos de madera, las placas con el nombre de los ilustres visitantes, los manteles de cuadros, las perchas, los dibujos y fotografías de las paredes…que le dan un aire retro muy agradable. ocupamos dos mesas contiguas que estaban justo al lado de la puerta de salida y de la escalera de acceso al piso superior por lo que estábamos relativamente amplios, dado lo aprovechado del espacio. La comida fue bastante opípara; circularon varias cazuelas de los famosos mejillones, ensaladas, bistec a la parrilla, tabla de quesos y yo me comí un “lenguado meunière” de auténtico lujo, que los adultos regamos con unas copas de la cerveza Lèon, especialmente fabricada para esta casa y que sirven, de barril, en unas copas de balón que, al parecer, también fueron diseñadas expresamente para poder disfrutar de la misma. Creímos que la cuenta subiría bastante de precio con respecto a lo que pagábamos habitualmente debido fundamentalmente al lenguado, pero no fue así, pues pagamos 147,98 euros, con lo cual seguíamos rondando los 20 euros por persona.
Antes de volver al hotel nos tomamos algunas delicias de chocolate que compramos al peso para compartir y dimos el pequeño paseo acostumbrado por la calle del Mercado de las Hierbas (Gras-Markt) hasta la Grand Place. Este lugar es tan fantástico que no nos cansábamos de circundarla viendo sus casas pero, sin duda, tendríamos que admirarla al día siguiente con luz natural para poder contemplarla en todo su esplendor.