Después de mi primer diario, y tras la ardua tarea de subir las fotografías, me he envalentonado llevada quizás por la euforia del reto conseguido, por lo que me voy a animar a contaros el viaje realizado en el puente de Diciembre a Bélgica. Es ésta una manera de seguir disfrutando del mismo, pues el sentarse a rellenar estas hojas es una forma de prolongar los recuerdos y de dejar reposar las vivencias que se van sucediendo, muchas veces de manera un poco apresurada, por el hecho de tener que apurar el escaso tiempo que tenemos para tantas maravillas por ver.
Esta vez, y para variar, no fui sola con mis hijos sino que, cuando decidí realizarlo, contagiados posiblemente por lo que contaba de mis anteriores escapadas, y sabedores de lo planificado que suelo llevarlo gracias a los consejos de todos los que hacéis posible este espacio en el que, no sólo compartimos nuestras experiencias viajeras sino que, poco a poco, nos vamos conociendo y conformamos ya casi una red de amigos, se apuntaron a venir conmigo dos amigas, un amigo y su mujer, con lo cual, con nosotros tres, hacíamos un grupo de 7 personas en total. ¿Cómo saldría la experiencia?. Era la primera vez que viajábamos juntos y, aunque nos llevamos superbien, todos sabemos que una salida de este tipo constituye siempre un reto pues hay que aunar intereses y compartir muchas horas y, si a todo ello se une que mis hijos son adolescentes, aunque se acoplan con mucha facilidad, pues se trataba casi de una miniaventura.
Nos tocó madrugar muchísimo, bueno quizás tendría que decir que casi no me acosté, ya que teníamos que levantarnos a eso de las 4,30 de la mañana pues nuestro AVE a Madrid salía a las 6,15 horas y empecé a hacer la maleta después de cenar ya que, por diferentes motivos, esta vez me había “cogido el toro”. El día anterior acababa el itinerario también a las tantas de la madrugada, cosa absolutamente imprescindible, pues ya me siento mucho más segura con la información recopilada en el foro que con la mejor de las guías, así que debía recomponer las casi 200 páginas que tenía con todos los mensajes de los distintos hilos de Bélgica: transportes, restaurantes, horarios, los diarios de Remo, de Fran17 etc. y dejarlas en unas 7-8 mucho más manejables; total, que los prolegómenos habían hecho que casi no durmiera en los dos días previos a la salida. Además, esta vez la responsabilidad era mayor pues era yo la que lo había organizado todo y a la que el grupo, por unanimidad, había elegido “cabeza pensante y parlante”.
Como siempre, llegamos puntualísimos a Atocha, rápidamente tomamos un taxi (bueno dos) al aeropuerto y nos dirigimos a facturar y recoger las tarjetas de embarque. La cola era tremenda pues era única para los distintos mostradores, independientemente del destino, aunque no esperamos demasiado, pero cuando llegamos al mostrador nos dijeron que el avión iba lleno y nos dieron asientos separados; por lo visto hubo overbooking y mucha gente se quedó en tierra y tuvieron que esperar a que saliera otro avión, así que si hubiéramos tardado un poco nos habría tocado llegar unas horas más tarde de lo previsto a nuestro destino. Afortunadamente esto no ocurrió y, aunque embarcamos con demora, llegamos a Bruselas sólo con un ligero retraso sobre la hora prevista, más o menos a las 15 h. Las previsiones meteorológicas no habían fallado: estaba lloviendo.
Tras recoger las maletas, y aunque habíamos tomado algo en Barajas antes de salir, teníamos hambre, así que nos fuimos a uno de los cafés del aeropuerto pues pensábamos que, dada la hora, ya nos resultaría un poco difícil encontrar algo abierto para almorzar. Tras reponer fuerzas nos encaminamos a coger el tren hasta la Gare Central. Debo decir que, hasta que no llegamos no me entró el cuerpo “en caja”, pues había leído que el billete costaba 2,80 € y a mi me cobraron 5,60 €, con lo cual me quedaba la duda de que el señor que vendía los billetes me hubiera entendido correctamente y no estuviéramos yendo para otro sitio; lo que son los nervios del viaje, no caí en la cuenta que era jueves y, aunque para nosotros sí por aquello del puente, aún no había empezado el fin de semana con lo que no teníamos reducción del 50% y, claro está, nos costó justo el doble, pero de eso nos apercibimos ya cuando llegábamos a Bruselas; bueno, íbamos bien.
Nos fuimos andando hasta el hotel, el NH Grand Place Arenberg, que realmente estaba bastante cerca, aunque como te tienes que orientar, dimos un pequeñito rodeo hasta dar con la calle y cuando estábamos en ella bajamos en lugar de subir, total que, luego de una pequeña confusión, lógica por otra parte, ya nos pusimos en la dirección correcta y subimos una pequeña cuesta que a mi se me hizo interminable; entre el frío, el maletón, las prisas y el cansancio acumulado, casi me dio un yuyu y llegué a la recepción sin aliento y con el corazón al galope. Nos atendieron en español, menos mal que no tenía que hacer el esfuerzo suplementario de hablar en inglés o francés y nos dirigimos a nuestra habitación. La mía era una Junior Suite en la 7ª planta y ¡vaya pedazo de habitación!. Enfrente de la puerta estaba el baño, bastante amplio y muy bien equipado, con suficientes útiles de aseo y un albornoz y unas zapatillas para mi. Un corto pasillo desembocaba en un pequeño hall, con el escritorio, mini-bar, una máquina de café Nespresso (pero sin George Clooney) y armario, anterior a la zona de descanso, que contaba con una cama de matrimonio grandísima, donde nos acomodamos mi hija y yo, con espacio suficiente para otra persona. Mi hijo ocupó la supletoria, bastante cómoda también y entre una y otra había una mesa de centro, un sofá, dos sillones y una mesa pequeña con una televisión de plasma muy grande. Toda la pared frontal estaba recorrida por grandes ventanales, aunque sin vistas, pues daba a un edificio de oficinas, así que como sólo estábamos por la noche, tocaba estar con las cortinas echadas por si acaso quedara alguien con gran afición a las horas extras.
Sólo dejamos la maleta y ya nos fuimos a la calle. El hotel está al lado de la catedral de St. Michel y Sta. Gúdula pero a esa hora ya estaba cerrada, así que pasamos de largo, admirando únicamente la fachada iluminada. La primera parada la hicimos en una tiendecita de sombreros, bufandas, guantes y demás prendas de abrigo para comprar una bufanda y unos guantes ya que mi hijo se los había dejado en Sevilla, yo creo que un poco adrede, pues no acababa de creerse el frío que yo le anunciaba iba a hacer, hasta que lo comprobó por si mismo (es de la escuela tomasiana) y tampoco era cuestión de dejar que se le congelaran las partes acras.
Seguimos camino y entramos en las suntuosas galerias St. Hubert, inauguradas en 1847 por Leopoldo I, el primer rey belga. Estaban totalmente iluminadas y decoradas con enseres navideños; algunos escaparates eran deliciosos.
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Esta vez, y para variar, no fui sola con mis hijos sino que, cuando decidí realizarlo, contagiados posiblemente por lo que contaba de mis anteriores escapadas, y sabedores de lo planificado que suelo llevarlo gracias a los consejos de todos los que hacéis posible este espacio en el que, no sólo compartimos nuestras experiencias viajeras sino que, poco a poco, nos vamos conociendo y conformamos ya casi una red de amigos, se apuntaron a venir conmigo dos amigas, un amigo y su mujer, con lo cual, con nosotros tres, hacíamos un grupo de 7 personas en total. ¿Cómo saldría la experiencia?. Era la primera vez que viajábamos juntos y, aunque nos llevamos superbien, todos sabemos que una salida de este tipo constituye siempre un reto pues hay que aunar intereses y compartir muchas horas y, si a todo ello se une que mis hijos son adolescentes, aunque se acoplan con mucha facilidad, pues se trataba casi de una miniaventura.
Nos tocó madrugar muchísimo, bueno quizás tendría que decir que casi no me acosté, ya que teníamos que levantarnos a eso de las 4,30 de la mañana pues nuestro AVE a Madrid salía a las 6,15 horas y empecé a hacer la maleta después de cenar ya que, por diferentes motivos, esta vez me había “cogido el toro”. El día anterior acababa el itinerario también a las tantas de la madrugada, cosa absolutamente imprescindible, pues ya me siento mucho más segura con la información recopilada en el foro que con la mejor de las guías, así que debía recomponer las casi 200 páginas que tenía con todos los mensajes de los distintos hilos de Bélgica: transportes, restaurantes, horarios, los diarios de Remo, de Fran17 etc. y dejarlas en unas 7-8 mucho más manejables; total, que los prolegómenos habían hecho que casi no durmiera en los dos días previos a la salida. Además, esta vez la responsabilidad era mayor pues era yo la que lo había organizado todo y a la que el grupo, por unanimidad, había elegido “cabeza pensante y parlante”.
Como siempre, llegamos puntualísimos a Atocha, rápidamente tomamos un taxi (bueno dos) al aeropuerto y nos dirigimos a facturar y recoger las tarjetas de embarque. La cola era tremenda pues era única para los distintos mostradores, independientemente del destino, aunque no esperamos demasiado, pero cuando llegamos al mostrador nos dijeron que el avión iba lleno y nos dieron asientos separados; por lo visto hubo overbooking y mucha gente se quedó en tierra y tuvieron que esperar a que saliera otro avión, así que si hubiéramos tardado un poco nos habría tocado llegar unas horas más tarde de lo previsto a nuestro destino. Afortunadamente esto no ocurrió y, aunque embarcamos con demora, llegamos a Bruselas sólo con un ligero retraso sobre la hora prevista, más o menos a las 15 h. Las previsiones meteorológicas no habían fallado: estaba lloviendo.
Tras recoger las maletas, y aunque habíamos tomado algo en Barajas antes de salir, teníamos hambre, así que nos fuimos a uno de los cafés del aeropuerto pues pensábamos que, dada la hora, ya nos resultaría un poco difícil encontrar algo abierto para almorzar. Tras reponer fuerzas nos encaminamos a coger el tren hasta la Gare Central. Debo decir que, hasta que no llegamos no me entró el cuerpo “en caja”, pues había leído que el billete costaba 2,80 € y a mi me cobraron 5,60 €, con lo cual me quedaba la duda de que el señor que vendía los billetes me hubiera entendido correctamente y no estuviéramos yendo para otro sitio; lo que son los nervios del viaje, no caí en la cuenta que era jueves y, aunque para nosotros sí por aquello del puente, aún no había empezado el fin de semana con lo que no teníamos reducción del 50% y, claro está, nos costó justo el doble, pero de eso nos apercibimos ya cuando llegábamos a Bruselas; bueno, íbamos bien.
Nos fuimos andando hasta el hotel, el NH Grand Place Arenberg, que realmente estaba bastante cerca, aunque como te tienes que orientar, dimos un pequeñito rodeo hasta dar con la calle y cuando estábamos en ella bajamos en lugar de subir, total que, luego de una pequeña confusión, lógica por otra parte, ya nos pusimos en la dirección correcta y subimos una pequeña cuesta que a mi se me hizo interminable; entre el frío, el maletón, las prisas y el cansancio acumulado, casi me dio un yuyu y llegué a la recepción sin aliento y con el corazón al galope. Nos atendieron en español, menos mal que no tenía que hacer el esfuerzo suplementario de hablar en inglés o francés y nos dirigimos a nuestra habitación. La mía era una Junior Suite en la 7ª planta y ¡vaya pedazo de habitación!. Enfrente de la puerta estaba el baño, bastante amplio y muy bien equipado, con suficientes útiles de aseo y un albornoz y unas zapatillas para mi. Un corto pasillo desembocaba en un pequeño hall, con el escritorio, mini-bar, una máquina de café Nespresso (pero sin George Clooney) y armario, anterior a la zona de descanso, que contaba con una cama de matrimonio grandísima, donde nos acomodamos mi hija y yo, con espacio suficiente para otra persona. Mi hijo ocupó la supletoria, bastante cómoda también y entre una y otra había una mesa de centro, un sofá, dos sillones y una mesa pequeña con una televisión de plasma muy grande. Toda la pared frontal estaba recorrida por grandes ventanales, aunque sin vistas, pues daba a un edificio de oficinas, así que como sólo estábamos por la noche, tocaba estar con las cortinas echadas por si acaso quedara alguien con gran afición a las horas extras.
Sólo dejamos la maleta y ya nos fuimos a la calle. El hotel está al lado de la catedral de St. Michel y Sta. Gúdula pero a esa hora ya estaba cerrada, así que pasamos de largo, admirando únicamente la fachada iluminada. La primera parada la hicimos en una tiendecita de sombreros, bufandas, guantes y demás prendas de abrigo para comprar una bufanda y unos guantes ya que mi hijo se los había dejado en Sevilla, yo creo que un poco adrede, pues no acababa de creerse el frío que yo le anunciaba iba a hacer, hasta que lo comprobó por si mismo (es de la escuela tomasiana) y tampoco era cuestión de dejar que se le congelaran las partes acras.
Seguimos camino y entramos en las suntuosas galerias St. Hubert, inauguradas en 1847 por Leopoldo I, el primer rey belga. Estaban totalmente iluminadas y decoradas con enseres navideños; algunos escaparates eran deliciosos.
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Caminamos hasta llegar a la rue des Bouchers, con sus curiosos expositores de pescados y mariscos y allí estaban los camareros intentando que entraras en su local; no te haces la idea, aunque ya lo sabía por el foro, de lo que puede ser eso hasta que no estás allí y te toca (nunca mejor dicho) cruzarla. Nosotros lo hicimos tantas veces para arriba y para abajo ese y otros días que, al final, nos saludaban y ya no nos decían nada ni nos cogían del brazo porque nos reconocerían.
Íbamos buscando la Jeanneke Pis ya que estábamos por allí y, en un principio, nos pasamos el callejón en el que se encuentra, más ocupados en mirar los expositores de viandas de las puertas que en ver el pequeñísimo letrero que la anuncia. Al final encontramos el Impasse de la Felicité, donde se sitúa, detrás de unas rejas, la réplica femenina del Manneken Pis. Aunque nos hicimos las fotos de rigor, la verdad es que no nos gustó especialmente; está claro que su postura viene impuesta por su condición, pero no nos pareció ni siquiera graciosa o entrañable, pero ésta no es más que una opinión aunque todos coincidimos; no sabemos si por eso está tan escondida.
En la acera de enfrente se encuentra el Delirium Café. Entramos con la intención de tomar una cerveza y cenar algo, por aquello de las recomendaciones del foro pero estaba tan lleno de humo que, por mis hijos, decidimos no quedarnos y, como tampoco había al parecer (por lo que vimos) una carta variada, buscamos otro lugar para cenar.
Salimos de nuevo a la inevitable calle y, tras echar una mirada en algunos locales y comprobar que Chez León estaba a reventar, nos fuimos a “Le mouton doré”. Como éramos un grupo grande nos acomodaron en la primera mesa a la entrada y vaya tela lo que entraba cada vez que abrían la puerta y la dejaban abierta, cosa que ocurría cada 4 milésimas de segundo. Estaba claro que nosotros no estábamos acostumbrados aún al frío centroeuropeo. La comida no estuvo mal, pues había menús por 12 ó 18 €, donde podías combinar dos platos bastante apetecibles o elegir también de la carta; todo resultó muy correcto y no nos pareció caro, salvo “la clavada del agua”, que no se trata de ninguna catarata ni salto de trampolín olímpico, sino de los 6 € que nos endosaron por cada botellita de agua de 33 cl. de esas que suelen valer 0,60 € en las máquinas y bastante menos en el super. Para que se pueda tener una idea de lo carísimo del agua, la cerveza Jupiler de 50 cl. costaba 3,65 €. Bueno, cenamos aceptablemente bien y no salimos ni a 20 € por cabeza.
Después de cenar continuamos nuestro paseo y llegamos a la maravillosa Grand Place. A esa hora había un espectáculo de luces sobre la fachada del Ayuntamiento y sonido que incrementaba aún más el aire navideño que le conferían el abeto con bombillas azules y el nacimiento con figuras a gran escala que estaba situado en uno de los laterales.
La plaza estaba bastante concurrida y se oía español por todas partes; parecía que habíamos desembarcado otra vez en Flandes. Estuvimos por allí un buen rato hasta que empezó la cuenta atrás y se acabó el espectáculo, tras lo cual continuamos paseando y llegamos hasta la plaza donde se encuentra el impresionante edificio de la Bolsa.
Parece más bien un templo o palacio neoclásico, con unas columnas y dos figuras aladas en la portada y unos grupos escultóricos coronando la zona superior del frontón que, según la guía que yo llevaba se atribuyen a Rodin. Toda la plaza y calles adyacentes estaban repletas de tenderetes de artículos navideños y, justo delante de la iglesia de San Nicolás había uno donde vendían vino caliente y gofres. Ni que decir tiene que pensamos que nos vendría de perlas tomarnos un vinito caliente para mitigar el frío y debieron ver que teníamos mucho porque el vaso era como el del café del Starbucks, aquello no se acababa nunca. No sé si lo tendrían también en tamaño pequeño o si por pedir sólo el número nos pusieron el grande, para cobrarlo, claro. Como no volvimos por allí no he podido comprobar ninguna de las dos hipótesis.
La iglesia de San Nicolás estaba abierta y, dado que no dejaba de entrar gente, pues yo también entré a curiosear un poco porque, por la hora, debía haber algo extraordinario en su interior. Efectivamente, sólo se podía mirar a través de los cristales de una puerta cerrada porque estaban ofreciendo un concierto, con lo que no se veía nada en realidad, así que nos conformamos con la fachada de un gótico austero y reciente, pues se restauró en 1956 ya que, aunque la original era del siglo XII, quedó muy dañada tras los bombardeos franceses de 1695 y se le añadió ese paramento y, aunque eso no lo decía la guía, supongo que se le añadiría también el reloj que la corona.
Calentándonos las manos con el vaso nos volvimos hacia la Grand Place y de nuevo pasamos por las galerías pues era el camino más corto hacia el hotel. Justo al lado teníamos también Á la Mort Subite pero ya la dejaríamos para otro día. Había que acostarse relativamente pronto porque ya se notaba el cansancio del día de viaje y mañana nos esperaba Gante.