Tomo la carretera que sale de Opuwo, contemplando el mismo ambiente bizarro que el día anterior, pero la mañana lleva menos animación. La carretera resulta perezosa y por los márgenes no se ven a los niños y mujeres que, al atardecer, caminan cargados de bidones o cubos a los depósitos más cercanos para portar el agua a sus hogares.
Resulta chocante que en un país donde no llega el agua corriente a las casas, las habitaciones de un alojamiento estándar se distribuyan alrededor de un patio dominado por un tupido césped y una cuidada piscina. Y es que puedes cruzar Namibia sin enterarte de cómo se vive en el país, visitando postales mientras te sirven un té a media mañana o un sundowner al atardecer.
Atravieso el país de oeste a este, por la carretera principal paralela a la frontera con Angola. El aspecto de las personas cambia, adoptando unos rasgos más duros y un tono de piel más oscuro. Hay más tráfico y me sorprende encontrarme semáforos y centros comerciales.
Paro para estirar las piernas y aprovecho para cortarme el pelo en un pequeño puesto al lado del arcén y para comer rápidamente en un puesto donde se mostraba una especie de buffet.
Parque Nacional de Etosha es un inmenso desierto de sal de unos 20.000 km2, alrededor de los cuales se extiende una vegetación de sabana y donde encuentran su hábitat más de 400 especies de animales.
Llego a la puerta norte de acceso alrededor de las 16h, tres horas antes de la puesta de sol, con tiempo para llegar al campamento antes de que cierre a esa hora.
Tras las formalidades, prosigo la marcha y enseguida me encuentro con los primeros grupos de animales: ñus, cebras, kudus, antílopes,… aquello parece un auténtico zoológico. Cuando llego al primero de los campamentos, me doy cuenta de que ha pasado más de una hora, que el sol está bastante bajo y que mi campamento se encuentra a 71km. Caigo en la cuenta que, al recorrer unos 400km al este, el sol se pone antes. Así que me toca apurar los 60km/h de velocidad máxima para llegar al campamento justo con el último rayo de sol iluminando al guardián de la puerta.
El Parque cuenta con cuatro zonas de acampada bien distribuidas. Todas ellas cuentan con un pozo de agua próximo al que se puede acudir a pie para ver como los animales van a beber a cualquier hora. Parece un pequeño teatro donde la gente se sienta en silencio alrededor del agua, protegidos por un cercado. Desde allí se observa cómo los actores van ocupando por turnos el escenario. Planto la tienda, preparo la cena y acudo de noche al pozo. Un rinoceronte bebe en un lado, al otro, un grupo de leones sestea mientras juegan dos crías.
Al día siguiente me levanto con la luz, desayuno y acudo de nuevo a la charca del campamento. El escenario es el mismo, pero cambia la obra. Ahora el espacio lo domina un alborotador grupo de pintadas que marchan cuando llegan los antílopes, quienes beben nerviosos, con tensión. Cualquier ruido, movimiento brusco de cualquier animal hace que levanten la cabeza y se muevan. Marchan cuando llega un rinoceronte. Al fondo una pareja de jirafas aguarda su turno. Resulta espectacular.
Cojo el coche y recorro una parte del Parque. Sigo los caminos del mapa, hilvanando los pozos que se encuentran al este de Halali, sin darme apenas cuenta que hago un total de 240km. Acabo recreándome en esa especie de teatro del barrio que es el pozo del campamento.
Me apunto a un safari nocturno, que sólo se puede hacer a través de los servicios oficiales del Parque, pero a la hora empieza a llover y se aborta.
Al día siguiente decido hacer menos kilómetros y tras visitar algunos pozos al oeste, paso el día en el campamento para volver a repetir la excursión nocturna, de nuevo sin éxito. Esta vez el viento ha impedido que los animales salgan a explorar la noche.
En la mañana del último día desayuno y recojo la tienda. Acudo por última vez a ver cómo la vida de despliega alrededor del agua de la charca de Halali y la sensación es la de una despedida. A tu espalda contemplas cómo es la vida rutinaria, yendo cada cuál a su historia.
Día 28, Halali. PN Ethosa.
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