‘Skeleton Coast’ es el tramo de costa entre los ríos Swakop y Kunene (frontera con Angola) y debe su nombre a los numerosos naufragios acaecidos debido a la niebla, las rocas, los bancos de arena o a todo en su conjunto.
Pronto salgo del centro y los edificios de estilo bávaro pasan a ser chabolas de chapa. Las calles ordenadas y amplias pasan a tener un patrón caótico sin pavimento definido. Grupos de vendedores ambulantes se apostan alrededor de las entradas a los supermercados. Se repite el esquema sudafricano de diferencias entre las poblaciones blanca y negra.
Fuera de las afueras de la ciudad se acaba toda vida artificial. Salgo de Swakopmund siguiendo la carretera de sal paralela al litoral. El ambiente es sombrío. La niebla tamiza los rayos del sol y el viento se encarga de cubrirlo todo de arena. Los coches alumbran con sus faros y la vista parece filtrada por el tejido de una gasa. Parece que esté conduciendo por un cuadro.


Al cabo de varios kilómetros, una señal indica la presencia de un barco naufragado. Me desvío y salgo del coche. Sólo se oye el viento y el fuerte batir de las olas. Un cormorán lleva una rama en su pico hacia el pecio. La imagen resulta brutal y desgarradora.
De detrás de unas dunas salen tres negros con sendas bandejas. Ofrecen minerales. Les pido que me dejen disfrutar del paisaje y se despiden con un ‘acuérdate de nosotros’.
Atónito frente la imagen de ese gran buque golpeado por la constante acción de la naturaleza, las sensaciones eran de las más impresionantes que he tenido nunca. En un mundo descomunal, siento mi fragilidad.


Sigo la línea de la costa sin olvidar la impresión de lo visto y con tres minerales en mi bolsillo, hasta llegar a Cape Cross. Ese lugar fue el punto en el que Diego Cao, un navegante portugués, clavó en 1485 una cruz reclamando aquellas tierras para el Rey de Portugal y que actualmente está colonizado por miles de focas.
Y es que los portugueses llegaron a estas tierras empujados por la necesidad de establecer nuevas rutas comerciales con las Indias, para romper el monopolio que árabes y venecianos tenían de la Ruta de la Seda.
El tramo final de la carretera está lleno de rústicos mostradores en los que se exponen minerales de sal de diferentes tamaños. En cada mostrador se encuentra un bote con una ranura a modo de hucha.
Tras disfrutar del dolce far niente de las focas y del hedor que desprenden en su conjunto, regreso por la misma carretera y su ambiente misterioso para comer en un aislado local de camino a Henties Bay. La sorpresa es mayúscula cuando veo al entrar una enorme barra, pero en lugar de las chicas del Bar Coyote, me atiende Peter.
Bien surtido de cervezas frías y alcohol de todos los tipos, como un plato descongelado de pescado con patatas mientras Peter me explica lo básico del rugby, viendo la repetición que ofrece la televisión por satélite, del partido de cuartos que enfrentaba a Nueva Zelanda con Francia. Peter me explica también que el bar es frecuentado por aficionados a la pesca deportiva que acuden a la costa en días festivos ante mi sorpresa de que no haya pescadores profesionales.
A medida que me alejo de la costa desaparece gradualmente la niebla y el sol empieza a caer. En el horizonte brilla como un faro el pico de Spitzkoppe, el lugar al que me dirijo y bajo el cual acamparé esa noche.


Llego con la puesta de sol y el chico de la recepción no me indica ningún punto donde plantar la tienda en concreto. ‘Date una vuelta y hazlo donde más te guste’. Así hago y me detengo en un bonito emplazamiento, frente a la montaña, de espaldas a un puente de piedra natural. Monto la tienda y se hace de noche mientras hago la cena. Decido abrir mi primer Rainbow’s End mientras ceno admirando el panorama. Es cuarto creciente y la luz de la luna permite ver la figura de la montaña rodeada de estrellas.
Día 21, Spitzkoppe.