Entre los grandes atractivos del Perigord se encuentran sus numerosos restos prehistóricos, hasta el punto de que el Valle del Vèzere está declarado por la UNESCO Patrimonio Mundial. El abrigo de Cap Blanc -entre otros muchos-, Les Eyzes, las pinturas de Font de Gaume y Lascaux son algunos de los atractivos principales. Además, poblados trogloditas, numerosas cuevas muy valiosas desde el punto de vista geológico y museos más o menos interesantes.
A la hora de planificar nuestro viaje, Font de Gaume era, en este capítulo, nuestra prioridad, dado que son las únicas pinturas rupestres que se pueden visitar tal cual eran hace miles de años. En Lascaux, en cambio, lo que se visita es un fácsimil, como en Altamira, lo que le resta “autenticidad”, aunque no desde luego su valor artístico. El caso es que cuando quise hacer la reserva para Font de Gaume, el cupo ya estaba completo; luego hay posibilidad de adquirir las entradas el mismo día de la visita, pero ello exige hacer una cola considerable y también darse un buen madrugón, por lo que esta opción quedó descartada. En Lascaux en cambio no hay posibilidad de reserva previa, lo que obliga, sí o sí, a ir temprano. Así que dando vueltas al tema y echando un ojo, vimos que la gruta de Pech Merle estaba relativamente cerca (unos 70-80 kilómetros, creo recordar), por lo que decidimos incluirla en el planning. Aquí sí había posibilidad de reserva, que nos confirmaron vía e-mail casi inmediatamente, evitando colas el día de la visita.
El camino hasta allí, entrando ya en el departamento de Lot, se hace algo pesado, especialmente hasta pasar Gourdon. Después ya es más llevadero, aunque las carreteras en ningún caso invitan a correr y sí a disfrutar del paisaje, como en Vers. La gruta de Pech Merle está poco antes de llegar al pequeño pueblo de Cabrerets, siendo, junto a Font de Gaume y Lascaux, uno de los enclaves más destacados dentro de las pinturas rupestres.
Antes de entrar a la gruta se puede visitar el pequeño museo, que ayuda a ponerse en situación antes de lo que supone un verdadero viaje al pasado. Al bajar a la cueva, como ya te advierten en el correo electrónico de confirmación, la temperatura baja a 12-13 grados, que según están los días en esta parte de Francia, se agradece. Se trata de una visita guiada, en francés, aunque te facilitan información en español para enterarte de lo principal sin mayores problemas. El grupo es reducido (unas 15-20 personas), y aunque al principio temíamos por la respuesta del enano, en la hora que dura el recorrido se portó muy bien. Le engañamos con galletitas y allá que iba en la mochila, dando algún gritito de vez en cuando, pero no más.
Ya sólo desde el punto de vista geológico, Pech-Merle es impresionante, con un imponente decorado de estalactitas, estalagmitas, columnas, cortinas y demás formaciones naturales. Pero por lo que verdaderamente es conocida es por las pinturas rupestres: se pueden ver con facilidad dibujos de mamuts, bisontes y osos, aunque los grandes iconos son los caballos moteados (parece que se trata de una especie característica de la zona) y las siluetas de unas manos humanas. También resulta curioso ver las huellas de las pisadas de un niño. En definitiva, una visita espectacular.
Entre las opciones que habíamos barajado estaba la de ir a Saint Cirque Lapopie, que estaba a unos 20 kilómetros, pero decidimos dejarlo para otra ocasión (quizá para unas vacaciones completas en el Lot, que, por lo poco que vimos, nos gustó mucho) y comer en Cahors. Tras una visita express por el centro, montamos pic-nic a orillas del Lot, junto al Pont-Valentre, un puente de piedra que, con sus seis arcos y tres torres fortificadas, constituye uno de los mejores ejemplos de arquitectura de defensa medieval. Es un puente de casi 140 metros, esbelto y a la vez robusto, convirtiéndose en una de las imágenes más representativas de la región.
Después de dar un paseo por la zona, y cuando son las 15.30 aproximadamente, cogemos el coche sin tener demasiado claro cuál será nuestra siguiente parada, hasta que vemos un desvío a Rocamadour y decidimos que allá nos vamos. Inicialmente habíamos pensado ir otro día, pero como es pronto y el pequeño está tan a gusto, ponemos rumbo a este centro de peregrinación, convertido hoy en uno de los lugares más visitados de Francia.
El camino hasta llegar allí es precioso, así que nos lo tomamos con calma. Poco después de las 16.15 estamos aparcados en un parking gratuito antes de llegar al castillo. Antes habíamos parado en L’Hospitalet, desde donde se obtiene una magnífica panorámica de Rocamadour, literalmente construido en el acantilado. Por alguna extraña razón, tomamos la decisión de coger el funicular que baja hasta el nivel intermedio, el de los santuarios (abajo está la zona más comercial y arriba, como decía, el castillo). ¿Merece la pena? No. A ver: es verdad que ahorra parte de la caminata, pero en realidad tampoco es para tanto. Y digo esto porque cuando llegamos abajo me doy cuenta de que me he dejado la cámara, así que subo a todo trapo por el serpenteante y boscoso via crucis, que a renglón seguido bajo del tirón, ya cámara en mano.
El nivel de los santuarios es impresionante, plagado de turistas, es verdad, pero también con rincones más recogidos. Y siempre, eso sí, con la mirada hacia lo alto, en deseo de trascender que, también arquitectónicamente, domina la arquitectura religiosa en los centros de peregrinación. El centro de todo es la iglesia de Notre Dame, con su Virgen Negra; allí hay un constante ir y venir de personas, más o menos religiosas. Hay también varios voluntarios jóvenes que informan acerca de la celebración este año del Año Santo en Rocamadour, por lo que a buen seguro que en 2013 el número de visitantes será aún mayor. Como vamos hablando, una de estas voluntarias, muy simpática ella, nos pregunta si somos españoles. Decimos que sí, de Madrid, y nos comenta que estuvo en la Jornada Mundial de la Juventud y que le encantó Madrid y el trato de la gente. En el exterior de la iglesia, por cierto, hay una espada clavada en la roca que la leyenda dice que es la del héroe de Rolando ("La Chanson de Roland").
Al siguiente nivel, el “comercial”, bajamos andando, recorriendo la calle de lado a lado, plagada de tiendas. Es, de los tres grandes niveles, el de menor encanto, aunque nos tomamos un helado riquísimo y compramos queso de cabra (Rocamadour, precisamente). Luego, tras casi tres horas de visita, emprendemos el regreso, llegando a Sarlat al filo de las 20.00. Lo justo para darnos un baño y salir luego a cenar.
Visto en perspectiva, quizá hubiese estado bien dedicarle más tiempo a Rocamadour (además de que la luz de la mañana le hubiese venido mejor a las fotos), quedarnos a cenar allí o haberlo visto de noche, pero lo hecho, hecho está (Padirac, por otra parte, lo habíamos descartado de antemano ante las posibles colas para bajar, pillar la barca y demás). En todo caso, una de las visitas que más nos gustó, en un emplazamiento espectacular y, a pesar de la avalancha de turistas, conservando el hecho religioso como uno de sus pilares fundamentales.