De vuelta al hotel un taxista me ofrece llevarme a la estación de Jhansi por 200 rupias. Intento regatear, pero me dice que ese precio es correcto. El trayecto de ida me costó 50 rupias menos, pero el tipo es educado y su razonamiento es irrebatible. Me acerca al hotel, cojo la mochila y cruzamos tranquilamente la campiña india bajo un sol de justicia.
El ruido aumenta a medida que nos acercamos a la ciudad. Llego con tiempo y como guisantes con queso fresco en la cantina de la estación. Cuando pregunto si es picante, me retiran el plato y me acercan otro apto para el paladar de un bebé.
A la hora prevista estaba en el andén, la gente yace en el suelo esperando el tren. Una vaca lo cruza rebuscando en las papeleras. Son las 15:40 y un estruendoso bocinazo espanta los animales que deambulan por las vías. Subo y compruebo que estoy prácticamente solo. Pocos pasajeros y nadie pasando ofreciendo te o comida. Sólo un empleado de la compañía ferroviaria sube y baja recogiendo las sábanas y mantas. Leo, camino y me asomo por la puerta. El sol cae y ofrece su mejor luz. Llegamos de noche con XX h de retraso.
Khajuraho es un núcleo artificial levantado alrededor del recinto de templos que le da nombre y es uno de los reclamos turísticos más importantes de la India.
A la salida de la estación un muchacho con la boca roja de mascar nuez de betel, se acerca para ofrecerme taxi. Es de noche, apenas hay nadie y la estación se encuentra a unos 8km del centro. Mientras me lo pienso - la experiencia me lleva a desconfiar de esta gente medio colocada - otro hombre se ofrece a llevarme por la mitad, 50 rupias.
Negra noche, otro pasajero se sube junto al conductor. Desde el asiento de atrás admiro su pericia al sortear las numerosas vacas recostadas en medio de la oscura carretera.