Los aviones te teletransportan de una realidad a otra. En un solo día, pasas de tu confort habitual a una cultura radicalmente diferente y a la que te debes adaptar. Las primeras impresiones son extraordinarias y es el mejor preámbulo de lo que le espera al que inicia un viaje.
Aterrizo a las 4:40. Es de noche y el aeropuerto parece un inmenso centro comercial vacío. La imagen dista de la que recordaba cuando llegamos aquí hace ocho años, cuando los conductores de ricksaws, motorizados o no, se agolpaban sobre las vallas en la salida, ofreciendo su carrera.
Me cuesta encontrar un cajero automático, pero un militar me indica dónde encontrar uno, escondido tras un puesto de prepago de taxis. Ya con moneda local, atravieso la zona de parking y me topo con la India auténtica, la que recordaba, la de los taxistas charlando sobre sus ricksaws, el ruido de los cláxones o las vacas deambulando por las calles. Uno de ellos me ofrece acercarme a la estación de cercanías más próxima, Andheri, por 20 rupias - algo menos de 0,30€. Me huelo que algo fallará pero me sobra tiempo hasta llegar al hotel a una hora decente.
Me deja al lado de una flamante estación. Las 20 rupias se convierten en 50 por la escasez de cambio y Andheri en Road Airport, una nueva flamante estación de metro. No hay problema, estoy solo y el hombre que controla la maquina de rayos X me indica el anden al que debo dirigirme y el numero de estaciones que debo dejar pasar. Llego a Andheri y los pasillos empiezan a estar más concurridos, los negocios empiezan a levantar las persianas y las personas que duermen bajo los puestos empiezan a desperezarse. Empieza a clarear y a notarse el bochorno. La ciudad huele intensamente a humedad.
Doy con el anden y me sorprendo al ver los convoyes transitando a toda velocidad con las puertas abiertas. Subo al primero de ellos y me bajo en Grant Road, la estación próxima al hotel. son las 7:30 y a pesar de haberme pasado todo el viaje comiendo, tengo hambre. No puedo resistirme a entrar en un bar/panadería muy concurrido. Me hago entender y tomo tortilla, pudin y te masala. Estoy cómodo, muy cómodo disfrutando como espectador del día a día de aquella gente que entra y sale del local para tomar un primer bocado de forma rápida, como podrías ver el mismo ajetreo en cualquier bar de Barcelona mientras tu, con todo el tiempo del mundo, ojeas La Vanguardia.
Tardo cerca de una hora en encontrar el hotel bajo un sol de justicia. Las direcciones en Bombay son solo aproximativas y en plena era de internet, cualquier error en google te lleva al caos. El tradicional método pregunta respuesta me permite milagrosamente dar con él. Y es que su minúsculo cartel se encuentra agazapado entre una numerosa hilera de tenderetes que abarrota las aceras.
Es pronto y las habitaciones no están listas, pero puedo asearme y dejar los bultos. Paseo por la ciudad hasta llegar a la playa de Chowpatty y me siento en uno de los vacíos chiringuitos a contemplar el horizonte. Allí tomo conciencia que esta aventura ya ha comenzado y ese lugar es la casilla de salida.