Después de nuestro paseo matutino por Mondoñedo, al que me he referido en la etapa anterior, fuimos con el coche hasta nuestro segundo destino del día, la Fervenza de Santo Estevo de Ermo o de Aguas Santas, cuyo acceso se encuentra a 23 kilómetros de Mondoñedo. Al menos, eso resultó siguiendo las instrucciones de Google Maps, que nos condujo por recoletas carreteras con bonitas vistas campestres.
Dejamos el coche en el aparcamiento recomendado para hacer la visita, si bien no existe prohibición para circular con vehículos por la pista que lleva a una pequeña zona recreativa con merendero que hay junto a la Ermita. Aunque supone una buena pendiente hacia abajo (para arriba al volver, claro está), no creo que llegue a un kilómetro, por lo que nos alegramos de no haberlo hecho así. También se trata de caminar un rato, ¿no?
La Ermita es muy sencilla: de planta rectangular, con un pórtico con ventanales a ambos lados, tejado de pizarra y campanario con arco de medio punto. Muy cerca, se encuentra una fuente de aguas ferruginosas que presume de propiedades medicinales para la piel.
Desde este punto, sale un sendero circular que llega hasta la cascada por un lado y vuelve por otro. El cartel informativo aconseja ir primero por la izquierda y regresar por la derecha. Y eso hicimos. Creo que es lo mejor.
Como en días anteriores, empezamos a zambullirnos en un magnífico bosque autóctono, con gran variedad arbórea, complementada por una ingente cantidad de musgos y helechos.
Nos alegramos profundamente de habernos puesto las botas de senderismo porque a partir de la Ermita ya no hay pista, sino un sendero estrecho que serpentea junto al río y entre la vegetación y que en algunos puntos estaba muy embarrado y resbaladizo por las abundantes lluvias del día anterior.
Llegamos a la fervenza que, como todas las anteriores que habíamos visto, nos encantó: ¡qué bonita y cuánta agua! De nuevo me volví a sorprender, dada la época del año. Unos quince metros de caída, según leí en un folleto. El entorno, fantástico.
Subimos, después, por una escalera que nos condujo a un mirador para ver la cascada desde más arriba y en una perspectiva lateral, igualmente estupenda. Aquí sí que había que ir con mucho tiento porque las piedras resbalaban que daba gusto. Menos mal que hay una barandilla protectora de madera que me dio seguridad.
Continué un ratito hacia la izquierda, tal como aconsejaba el panel informativo, para ver las “ferraduras”, unas marcas en la roca caliza que, según afirma la leyenda, pertenecen al caballo del apóstol Santiago. Según se cuenta, iban Santo Estevo y el apóstol en sus caballos perseguidos por los paganos cuando, en su huida, saltaron un gran abismo sobre el río, de una peña a otra. Santiago se salvó, claro, pero tanto sus perseguidores como Santo Estevo murieron despeñados, por lo cual se erigió en las inmediaciones la Ermita a él dedicada.
Por el barro y las piedras resbaladizas, me costó más trabajo llegar hasta la fuente de Santa Rosa, de la que se dice que tiene propiedades curativas para las manchas rojas de la piel. La vi casi seca.
Retrocedí desde allí para tomar el sendero de regreso a la Ermita, que va por la orilla del río contraria a la de la ida. Otra vez, quedamos encantados con la excursión, cortita pero muy resultona.