Ignorando las incomprensibles instrucciones del navegador, que pretendía hacernos dar un ridículo rodeo de 40 kilómetros para ir a Foz, tiramos carretera adelante y en diez minutos escasos llegamos hasta nuestro destino. Eran cerca de las dos, la hora de comer, así que aparcamos el coche junto al polideportivo y fuimos caminando hasta la zona del puerto y la playa, donde se encuentran un buen número de restaurantes. Aunque estaba nublado, la temperatura era excelente y había gente incluso bañándose. Las terrazas estaban a tope, aunque finalmente nos encontraron mesa. Pedimos un arroz caldoso con bogavante y una botella de ribeiro. Con entrante chipirones y postre, 68 euros. Muy rico. En otros locales, vimos también una gran variedad de menús bastante aparentes. Bueno, esta cuestión parecía haber cambiado por completo desde que habíamos entrado en la provincia de Lugo.
Foz se encuentra en la desembocadura del río Masma, que forma la Ría de Foz. Con una población que supera los 10.000 habitantes, esta villa, antiguamente marinera, en la actualidad, buena parte de sus ingresos provienen del turismo. Su nombre alude a la palabra latina “fauce”, en referencia la forma de la desembocadura del río.
Dados los hallazgos arqueológicos existentes, se supone que fue fundada por los romanos, aunque algunos historiadores afirman que anteriormente quizás albergó una factoría tartésica. Gano importancia en el siglo IX, cuando se estableció la sede episcopal en San Martiño de Mondoñedo por parte del obispo Gonzalo, conocido como el Obispo Santo, ya que se le atribuía el milagro de haber hundido los barcos de los invasores normandos. Ya en el siglo XII, la sede arzobispal se trasladó tierra adentro, a la actual Mondoñedo.
Durante los siglos XVI y XVII, fue un importante astillero y centro pesquero, especializado en la caza de la ballena, actividades que fueron decayendo progresivamente.
Después de comer, paseamos por Foz, yendo primero a la punta del espigón del puerto deportivo, contemplando a nuestra derecha la Ensenada, con las playas del Altar y de San Cosme de Barreiros, y la Praia da Rapadoira, a la izquierda.
Foto de un plano turístico que vimos en un panel informativo municipal.
Nos sentíamos tan a gusto allí, que volvimos al puerto y empezamos a caminar siguiendo la línea de la playa de la Rapadoira, por la Avenida del Cantábrico hacia la punta, para contemplar los escollos conocidos como “castelos”, al considerarse que estas rocas son tan altas como castillos: son tres, el Castelo da Lousa, el Castelo do Carrao y el Castelo de Secundino, cada uno con una historia que se explica en el correspondiente cartel informativo.
Una vez allí, nos fijamos en que el paseo marítimo no terminaba sino que continuaba mucho más allá, perdiéndose incluso de nuestra vista, en forma de cómoda pista que va paralela al mar Cantábrico, con puentes y pasarelas, mostrando unas panorámicas estupendas de la recortada costa desde sus miradores, en un recorrido que va desde la Playa de la Rapadoira hasta la Playa de Llas.
Nos gustó mucho este paseo, incluso con el cielo nublado. Con otra luz, sol o al atardecer también deber ser una delicia. No nos importaría volver aquí en otra ocasión. Quizás el próximo año, ya veremos.