El taxi me deja ante la caseta del control fronterizo. Salir del país fue tan fácil como decir hola. Caminé el kilómetro hasta llegar al registro zambiano. A estas alturas de viaje, la magia de atravesar una frontera se convierte en algo rutinario. Pero esta resulta especialmente singular. Se cruza la garganta del rio Zambeze por un hermoso puente metálico del siglo XIX? desde el que se realizan múltiples actividades. Hay numerosos vendedores de recuerdos y personas que ofrecen diferentes formas de realizar el trayecto. Rechazo todas las ofertas con una sonrisa y me aposto en la barandilla a contemplar el extraordinario paisaje. De fondo suena el eco del alarido de un chaval que se lanza desde el puente, convenientemente sujetado por una cuerda elástica.
Entrar en Zambia fue tan sencillo como pagar los 50$ que cuesta el visado y una vez dentro del nuevo país, llegar a Livingston fue tan fácil como avistar la furgoneta del hostal que estaba frente a las instalaciones de inmigración. Era la hora indicada, las 10:30h.
Livingstone recibe su nombre del explorador escocés que ‘descubrió’ las cataratas. Obviamente, éstas ya existían y eran conocidas por el descriptivo nombre de Mosi-ao-tunya, la humareda que truena.
Después de hospedarme en el caro y decepcionante lodge de Victoria Falls, decido alojarme en uno de los dormitorios del Hostal Jollyboys, siguiendo las recomendaciones de otros viajeros, como Mecy, la mujer del café de Mature. Comparto la habitación con ocho desconocidos, pero la habitual educación de los viajeros hace que esto no sea un problema.
El hostal se configura alrededor de una piscina. Tiene un bar surtido con millones de cervezas Mosi bien frías, a 10kwachas cada una (algo menos de un euro), mil enchufes distribuidos por todo el recinto, una buena señal de wifi, una fuente de agua y unas taquillas de seguridad. Todo lo que un viajero actual necesita. También cuenta con un listado de actividades a realizar en la zona, aunque todas ellas caras. Me apunto a una excursión para hacer rafting al día siguiente - son 170$ - y me acerco al centro comercial próximo a sacar dinero de un cajero y aprovecho para tomar un buen café en una terraza llena de blancos pegados a sus ordenadores y teléfonos.
Livingstone tiene una buena infraestructura turística y puedo comer lasaña en un restaurante italiano de regreso al hostal. Paso la tarde poniéndome al día y la noche tomando cervezas con una pareja de españoles que se dirigen a Botsuana.
Al día siguiente una furgoneta nos conduce al Parque Nacional, donde después de darnos una charla de seguridad, nos presentamos los miembros del equipo: tres estudiantes europeos en Sudáfrica, dos amigas coreanas y yo. Montamos en las balsas y empezamos a navegar los 30 kilómetros del cañón, remando rio abajo y disfrutando de la naturaleza, del agua, de los acantilados y, por supuesto, de los 25 rápidos.Acabamos el día rememorando la diversión tomando unas cervezas en el bar del hostal.
El tercer día es uno de esos días tranquilos en el que aprovechas las instalaciones del hostal para tomar un baño, leer un rato, escribir y planificar los siguientes días de viaje. Como en otro restaurante italiano, en el conozco a Steffano, un exvoluntario que ha decidido levantar ese negocio. La pasta es extraordinaria y los helados impresionantes, sobre todo si consideras las dificultades condiciones de conservación debido a los cortes eléctricos. Lo felicito y regreso al hostal a relajarme mientras espero a Henry, el guía del rafting. Había quedado con él para ir al mercado, comprar algunos productos y cocinarlos según la tradición zambiana.
A las 15h aparece por el patio del hostal y vamos caminando al mercado. De camino saludamos a un par de colegas suyos. Venden ropa de segunda mano, la misma que se dona en el primer mundo. Compramos cebollas, tomates, hojas de calabaza y boniato, pescado seco y orugas de las buenas. De allí compartimos un taxi hasta su casa.
Henry vive en un barrio llamado Linda. Le explico su significado en español y sonríe. Linda como mi mujer, me responde. Entramos a su casa y me presenta a Martha y sus dos hijos. Es una casa humilde con dos piezas: el salón-cocina-comedor y una alcoba. Hablamos un rato mientras Martha prepara la comida, empezando por la hidratación del pescado y las orugas. Henry tiene 29 años, aunque no los aparenta. Huérfano, ha vivido intensamente. Tiene un hijo de 6 años de otra relación de 6 años, pero vive con su madre. Me confiesa que de los 170$ de la excursión, él sólo recibe 100 kwachas (9$) cuando es citado. Por supuesto, no está asegurado y sus ingresos son demasiado irregulares como para hacer planes. Se corta el suministro eléctrico, los dibujos animados de la televisión se callan y jugamos a cartas.
Cuando Martha indica que la comida está lista, nos sentamos en el suelo. Es de noche y la sala se ilumina con la fría luz del foco de un acumulador de energía chino. Comemos el sadza con las manos y lo mojamos con los sofritos de verduras, el pescado y las orugas que hemos tomado en nuestros platos. La cena resulta sabrosa.
Después de disfrutar de la agradable y acogedora compañía de su familia, me sorprende que me acompañe de regreso al hostal en vez de quedarse en casa. Voy a saludar a mis amigos, responde mientras le entrego la propina. Me temo que se la va a fundir en alcohol con ellos, pero quién soy yo para juzgarlo. Al fin y al cabo, acabo celebrando los goles del Barça – Roma. Todos tenemos derecho a disfrutar de la noche en Livingstone, supongo.
Día 53, Livingstone.