Escapada a Roma en octubre 2023 ✏️ Blogs de Italia

Corría el miércoles 11 de septiembre de 2019. Unos jovencitos L y A -vale, no tan jovencitos, pero más que ahora- aterrizaban en Son Sant Joan tras un vuelo de regreso con tres escalas que los traía de vuelta desde Vancouver. Otro año más, otro viaje más, y con la seguridad de que solo tardaría 12 meses en dejar de ser el último. En el horizonte, un anticipado y parece que por fin candidato viaje a la Patagonia para finales de 2020.

Pero entonces pasaron cosas. Y como salvo que hayas pasado los últimos 4 años en coma o secuestrado por una secta religiosa ya sabes a lo que me refiero, no es necesario que las describa.

Mentiría si dijera que desde ese casi-otoño de 2019 hasta este otoño de 2023 no se produjera ningún viaje. De hecho, las circunstancias de la pandemia nos llevaron a enlazar, durante cuatro años seguidos, una larga estancia de verano en un Valle del Nalón asturiano que ya consideramos nuestro segundo hogar.

También se produjeron escapadas varias a Madrid -a veces por ocio, a veces por trabajo- e incluso una corta pero intensísima estancia de 4 días en Londres como regalo de mayoría de edad para esa sobrina que algún día me reservará una invitación para la gala de los Grammy en la que esté nominada.

Pero no era lo mismo. No era a lo que nosotros nos referimos cada año como “El Viaje” en lo que supone una tradición anual (bi-anual, a veces) desde que hace ya varios años nos picó el mosquito de las maletas y los embarques.

Hasta ahora.

Como una primera re-entrada en el universo viajero, y eligiendo para ello una ciudad eternamente candidata pero que nunca terminaba de ganar en nuestras quinielas para elegir próximo destino, en este octubre de 2023 esos L y A abrazados y apaleados por el paso del tiempo por culpa de algunos acontecimientos de los que te pasan por encima como un tren, vuelven a poner sus ojos en un viaje. Solo serán cuatro días, a modo de anticipo para lo que esperamos sea el regreso de una tradición que prácticamente nos define. El primer paso para que la pregunta de “Y el próximo, ¿a dónde?” vuelva a tener siempre una respuesta decidida.

Nos vamos a Roma.

7 de octubre de 2023

6:45 de la mañana. Apenas siete horas después de que regresáramos a nuestro piso franco en Barcelona tras el tercer -pero no último- conciertazo de Ginebras de este año, nos ponemos en pie con un único objetivo: desayunar y llegar a tiempo al aeropuerto Fuet Josep Tarradellas El Prat cargados con nuestras mochilas para embarcar en nuestro vuelo de Ryanair. Para tal fin, un poderoso aliado: nuestro Uber particular, también conocido como el mayor de mis dos hermanos.

Llegamos a la vieja T2 con algo de margen antes del embarque... margen que nos podríamos haber ahorrado porque, en lo que afortunadamente sería uno de los pocos contratiempos del viaje, nuestro vuelo está retrasado hora y media. Excusa perfecta para sentarse en una mesa con enchufe a mano del McDonalds, tomarse un café y darse un paseo por la terminal que me lleva a comprar algún capricho en la tienda de Alehop. Durante la espera, turno para jugar a cartas digitalmente: L me vapulea -y no es una novedad- ganándome 5 de 5 partidas al Exploding Kittens y por mi cuenta solo puedo arañar 1 victoria en 3 partidas clasificatorias de Magic the Gathering. Durante la espera llega una notificación de Ryanair que empieza con el texto “Esperamos que estés disfrutando de tu viaje”. Genios.


Haciendo cábalas sobre si el retraso condiciona nuestra ya prudentemente corta agenda del día, finalmente embarcamos y el avión echa a volar. El trayecto entre Barcelona y Roma dura, tal y como experimento de primera mano, poco más que un visionado de The Rocky Horror Picture Show -la original, la de 1975-. Un paso más hacia mi preparación para ver el show en directo dentro de pocas semanas en Barcelona y la confirmación de que no tengo muy claro dónde me he metido y que a buen seguro tendré que ir decorado con algún estrafalario maquillaje o vestuario para no desentonar. Son las 14:00 cuando nuestra nave toca tierra y da un par de giros en las pistas de Fiumicino antes de detenerse junto a una pasarela.


No importa qué vuelo, de qué compañía o de cuánta duración sea: siempre hay alguien empeñado en salir del avión cuanto antes aunque su asiento estuviese en la fila 982. Y casi siempre viene acompañado de la excusa de “es que tengo una escala”, qué casualidad. El resultado es el mismo: que mientras tú esperas pacientemente sentado varios minutos a que el resto de pasaje que hay delante de ti haya avanzado, tienes que aguantar el trasero de un desconocido a pocos centímetros de tu cara porque como un niño pequeño es incapaz de aguantar un poco más sentado en su asiento. Gente.


Salimos de la terminal leyendo mentalmente carteles y resistiendo, muy fuertemente, la tentación de leerlos en voz alta poniendo un acento italiano tan impreciso como políticamente incorrecto. Buenafuente y su “¡¿Cómo se diche?!” nos representan.


Abandonamos el edificio y tras unos pocos metros al aire libre alcanzamos la estación de tren del aeropuerto. En una máquina automática y a razón de 8 euros cada billete, nos hacemos con dos tickets de ida para desplazarnos hasta la estación de Trastevere. Cuando llegamos al andén el tren anterior al nuestro todavía no ha abandonado la vía y también tiene programada la parada que nos interesa, así que decidimos arriesgarnos. Lo de hacer malabarismos con lo impreciso del transporte público será una tónica habitual durante todo el viaje. Lo del pestazo a tabaco y a sudor en el vagón afortunadamente solo lo sufriremos durante este trayecto. En la parada de la Feria de Roma suben a bordo un buen puñado de adolescentes -y no tan adolescentes- cargados con bolsas de Panini y otras marcas de las que asoma merchandising de series japonesas varias. Alguno incluso pasa junto a nosotros luciendo cosplay y una katana -de juguete, espero- en la mano. Algo interesante debía haber en esa feria.


A las 15:15 el tren recala en las vías de la estación de Trastevere, barrio al suroeste del centro histórico de Roma que se convertirá en nuestro campamento base durante estas cuatro jornadas. Caminamos, cuesta arriba y con un calor no despreciable, unos 15 minutos hasta llegar a nuestro curioso alojamiento.




Nos hospedamos en la Casa per Ferie “Virgen del Pilar”. Las Casa per Ferie son, según reseñas y recomendaciones online, una opción muy a tener en cuenta para alojarse en Roma. Se trata de negocios de acogida regentados por religiosas -monjas, vaya- con una relación calidad/precio normalmente superior a la media en cuanto a alojamiento en la ciudad. Este caso además, al tratarse de una orden vinculada a una beata aragonesa, nos garantiza que la mayoría -si no todas- las hermanas en las instalaciones son de origen español o latinoamericano evitando barreras lingüísticas cuando necesitemos comunicarnos.

Identificamos la entrada gracias a una placa junto a la verja de una calle en la que confluyen varios alojamientos de este tipo y, tras tramitar sin contratiempos nuestra entrada, nos acompañan a la habitación 205. En su interior nos espera una estancia discreta pero amplia y suficiente, con dos camas individuales levemente separadas -je, je, je...- ocupando apenas una cuarta parte de la superficie y un baño completo equipado con ducha. Por supuesto, crucifijo sobre la puerta.






Devolvemos la llave de nuestra habitación -una de las peculiaridades del alojamiento, como la del toque de queda desde medianoche hasta las siete de la mañana- y ya sin peso a nuestras espaldas salimos a buscar nuestro abono de transporte. Para desplazarse por Roma existen varias opciones: una de ellas, alarmantemente popular, es correr el riesgo de no pagar nada excepto lo estrictamente necesario. Muchas de las estaciones carecen de controles de acceso y seguridad, y en los autobuses raro es el pasajero que se acerca a las máquinas de marcado de billetes. Otra opción, algo más moral y que te despreocupa de trayectos en los que sí hay controles de acceso o revisores, es adquirir uno de los bonos de uso ilimitado durante 24, 48 o 72 horas diseñados para turistas. Cambiando a última hora nuestro plan de priorizar la red de autobuses -ahora que estamos aquí Google Maps nos descubre que en ciertas ocasiones los trenes y metros son una mejor combinación-, llegamos a la estación de Quattro Venti para descubrir que las máquinas automáticas no expenden ese tipo de abonos. Nos toca deshacer varios pasos -y más escaleras, malditas colinas...- para visitar uno de los estancos marcados con una T azul que indica la venta de dicho producto. Para acabar de rizar el rizo, solo les queda un abono de 72 horas como los que queremos adquirir, así que nos resignamos a solo cumplir medio objetivo y que la otra mitad del equipo pague un billete sencillo para el primero de nuestros desplazamientos. Ya de paso, me hago con un cable usb con conector antiguo como el que he olvidado en Barcelona y voy a necesitar para recargar las baterías externas.

Nuestro plan para hoy incluía llegar al centro histórico de Roma sobre las 15:00, una hora perfecta para arrancar el viaje comenzando el empacho de hidratos de carbono. Sin embargo el retraso de Ryanair tiene como consecuencia no alcanzar la Piazza Spagna hasta las 17:00, lo que nos lleva a la decisión de intentar unificar comida y cena en una única parada más tarde y así aprovechar las pocas horas de sol que nos quedan en esta primera jornada en la ciudad.



Tras dos paradas de tren regional, cinco de metro y varios tramos de escaleras para salir de los muy profundos andenes, emergemos en nuestra plaza patria.

No importa en qué época del año digas que vas a visitar Roma; alguna de las respuestas que recibas siempre serán del estilo de “buf, pues está llenísima de gente”. Sabíamos que iba a ser algo ante lo que resignarnos y debíamos aceptar en contraste con nuestros viajes a lugares más bien bajos en densidad de visitantes y con espacios en los que poder aislarse.

Y creíamos estar mentalizados.

Pero ni por esas.

Nuestros primeros minutos a los pies de La Escalinata solo pueden resumirse como “hemos cometido un grave error”. Esto no son ríos de gente, es algo más. Creemos estar a pocos metros de la Fontana della Barcaccia pero no podemos asegurarlo, ya que la densidad de turistas es tal que cuesta ver qué hay apenas a dos metros de nuestra posición. Mientras tanto y en dirección a la escalera se suceden los silbatos de la policía advirtiendo a los visitantes de que está prohibido sentarse en sus infinitos y anchos escalones. Nos rodea, dicho rápido y mal, un caos de tres pares de narices.



Tras recomponerse y disimular, no sin esfuerzo, nuestra expresión de Paco Martínez Soria, empezamos a ubicarnos a medida que podemos ascender la escalera y girar la vista hacia atrás ganando perspectiva sobre la plaza. Ahora ya podemos distinguir la pequeña fuente entre toda la nube de cabezas, y vemos que aunque parezca increíble, en algunos pequeños huecos se puede intuir el color del pavimento bajo tantos pies. Más allá de la plaza, una calle llena de tiendas de marcas como Gucci, Bulgari o Prada soporta el peso de ser una de las ciudades más frecuentadas, si no la que más, por turistas de todo el mundo. No recuerdo ver un río de cabezas en movimiento tan apretadas unas contra otras desde alguno de los últimos Sant Jordi en la Rambla de Barcelona a los que asistí antes de decidir que la cosa se había ido de madre.

Ya en lo alto de las escaleras y a pocos pasos de la fachada de la Iglesia de la Trinità dei Monti comenzamos a abrazar la situación con ayuda de una mezcla de ironía y estupor. Esto es Roma, esto es lo que hay. Tras unos minutos disfrutando del horizonte que dibuja la ciudad con una Basílica de San Pedro diluída en la distancia, deshacemos la escalera y nos acercamos ahora sí al perímetro de la fuente. Una persona cárnica de aspecto extraño se adentra en la fuente para rellenar una botella con su agua para... no, no creo... sí, para bebérsela. Ugh.







Nos alejamos de la Piazza Spagna pasando junto a, quién lo iba a decir, la Embajada de Españita. Aunque no tuviéramos la ayuda de mapas y GPS, no sería difícil acertar con nuestra próxima parada. Basta con seguir la opción mayoritaria de las, ya menos abrumadoras pero todavía nada despreciables, hordas de gente que transitan por las calles.

Llegamos a nuestro siguiente destino mentalizados para lo peor, advertidos por una webcam que da testimonio de que prácticamente a cualquier hora del día lo que nos espera allí es un mar de cabezas con las que batallar para poder observar otro punto obligado de cualquier visita a Roma. Cumpliendo el vaticinio de que lo primero que sorprende es su tamaño y lo segundo el brillo del travertino y mármol de las estatuas que la adornan, alcanzamos la Fontana di Trevi por uno de sus extremos.


Pasamos aquí un buen rato, limitándonos al círculo exterior ya que la afluencia de público convierte el acceso a las barandillas inferiores en una misión imposible. En el perímetro los vendedores ambulantes ofrecen palos para selfie en lo que supone una impecable estrategia comercial. La visión del agua cristalina a los pies del Titán Océano y el ambiente, moderadamente tranquilo para la cantidad de gente aglutinada, hacen de la experiencia algo más agradable de lo que temíamos.





Turno ahora para la primera alteración en nuestra agenda debido al retraso del vuelo que nos ha traído a Roma. No cambiamos nuestro trazado previsto sobre el mapa, pero en el caso de la siguiente parada descartamos cualquier posibilidad de acceder al interior y nos conformamos con visitar los exteriores del Panteón de Agripa. Puede que incluso con las dos horas adicionales hubiéramos decidido descartar entrar en él, ya que la cola que hay formada en la Piazza della Rotonda es de las que uno sabe dónde termina pero no dónde comienza. Pasamos los minutos contemplando su fachada sorprendidos por cómo, a diferencia de otros emplazamientos como la Fontana, aquí las tareas de preservación y mantenimiento han sido más discretas. Prueba de ello es la parte superior de sus gruesas columnas, claramente deterioradas. Permanecemos unos minutos más a los pies del obelisco con motivos egipcios de la plaza antes de proceder al siguiente enclave.



No debemos caminar mucho para alcanzar la Piazza Navona. No es grande, es descomunal. Una superficie alargada que deja en evidencia, por poner un inevitable y centralista ejemplo, la Puerta del Sol de Madrid. Pasamos junto a las fuentes de los Cuatro Ríos y de Neptuno pero no nos detenemos ante ellas, ya que el tiempo ahora sí que apremia y debemos proseguir la marcha si queremos llegar a la última parada del día antes de que se ponga el sol. Y es importante conseguirlo.

El Puente de Umberto I, a simple vista, no sería especialmente remarcable. Unas pocas decenas de metros con tráfico rodado sobre él que permiten cruzar el Río Tíber como otros tantos de la ciudad. Sin embargo la cosa cambia si llegas a él pocos minutos antes del atardecer y, desde su gruesa barandilla, giras la cabeza hacia el oeste. Porque es allí donde la mirada se encuentra con la gigantesca cúpula de la Basílica de San Pedro, cuyos 136 metros de altura suponen la máxima elevación que cualquier edificio del centro histórico de Roma puede alcanzar para que todo romano pueda verla desde cualquier punto de la ciudad. La visión de la cúpula unida a la del Río Tíber, el cercano puente de Sant’Angelo y los tonos anaranjados de la puesta de sol convierten esta en una de las mejores instantáneas de todo el viaje pese a que apenas lo hemos comenzado. Además y para nuestra sorpresa, el puente no está tan concurrido como el resto de atractivos turísticos de la ciudad y, pese a que coincidiendo con la bajada del sol cada vez más transeuntes nos acompañan, no nos cuesta encontrar un hueco al que asomarnos en el que nadie nos obstruya las vistas.


Termina aquí el paseo turístico con el que estrenar nuestro periplo, satisfechos por haber cubierto todo lo previsto pese a partir con dos horas menos de lo esperado. Paseando junto al Tíber con un Castelo de Sant’Angelo cada vez más cerca de nosotros alcanzamos el puente frente al castillo escoltado por diez ángeles a lado y lado del paso. Un último vistazo a la fortaleza papal antes de girar a la izquierda para, por fin, inaugurar otro de los atractivos de visitar Roma: su gastronomía.






El elegido para nuestro estreno culinario es Alfredo e Ada, un restaurante a escasos 10 minutos del castillo cuyas puertas supuestamente abren a las 19:00, solo dos minutos más tarde de las 18:58 a las que llegamos. Sin embargo nos encontramos ya un local abierto y con numerosas mesas ocupadas en su interior, suficientes como para que grupos de 4 o más personas hagan ya cola en el exterior esperando a que puedan ser ubicados. Nosotros, al ser solo dos comensales, podemos acceder inmediatamente. Eso sí, sentados en el extremo de una mesa ya ocupada por un grupo de varias chicas y un chico que, por lo que podemos captar de sus conversaciones, deben proceder del este de Europa. Lo de compartir mesa resulta un poco violento si no estás acostumbrado a ello, pero es algo que hay que aceptar en muchos de los restaurantes de la ciudad.

Tras una visita al baño en la que pasar unos sonrojantes segundos confuso hasta descubrir que el agua del lavabo se acciona pisando un pedal, hacemos nuestra comanda. Nos provoca tristeza tener que recurrir a un idioma mucho más alejado de ambas partes de la conversación para poder entendernos, pero acaba siendo más práctico usar el inglés que intentar entenderse en italiano o español.

Llegan nuestros platos. Intenta tú convencer a un italiano de que no coma hidratos ante tal despliegue culinario. La pasta boloñesa de L es de notable, pero mi lasaña supera el excelente. Mamma mia.



Partimos de Alfredo e Ada -cuya cola de gente esperando en la entrada no para de crecer- y, antes de iniciar nuestro regreso al alojamiento, hacemos una última parada para compensar el hecho de no haber pedido postre. Sin salir todavía del centro histórico nos dirigimos a Frigidarium, para muchos la única opción posible si lo que quieres es disfrutar del mejor helado de Roma... y damos fe de ello. Pedimos helados de plátano y tiramisú y no exagero si afirmo que pueden ser los mejores helados de nuestra vida. Y además, baratos: apenas 2,5€ por cada tarrina de dos bolas.


Ahora sí, todavía con nuestro paladar en shock tras el exquisito postre, marcamos en el mapa nuestro lugar de descanso. Las diferencias de tiempo entre las opciones a pie o en autobús nos llevan a decidir regresar dando el último paseo del día. Con lo que no contábamos -bueno, sí lo sabíamos, pero a estas horas ya nos cuesta tener todo en cuenta- era con la subida final desde Trastevere hasta el alojamiento, cuyas empinadas cuestas y largos tramos de escalera suponen la puntilla para una jornada que ya estaba siendo cansada. Llegamos tan agotados que solo queda tiempo para una reparadora ducha y caer rendidos en la cama, donde nos espera un descanso solo interrumpido por un voceras al teléfono en la habitación contigua que nos obliga a cerrar las ventanas.


Por fin estamos en Roma.

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8 de octubre de 2023

Una noche plácida en la Casa per Ferie, en la que pudimos conciliar el sueño tras cerrar las ventanas y aislar el ruido del Señor Que No Sabía Hablar Bajito Por Teléfono. Son las 7:30, justo la hora a la que arranca el servicio de desayuno y momento en el que bajamos a la planta baja para descubrirlo.

Nos encontramos un comedor con carteles sobre las mesas con los números de habitación, dando a entender que ya tenemos nuestros asientos pre-asignados. Además, al más puro estilo restaurante del centro de la ciudad, parece que las hermanas han jugado al Tetris con sus huéspedes y en las mesas deberán convivir comensales de distintas habitaciones siempre que decidan bajar a desayunar a la misma hora. Por ahora no es el caso, ya que apenas somos 5 o 6 los turistas más madrugadores.

Pasamos a la sala del buffet con más expectación que resultados. Esperábamos algo con mejor surtido y, sobre todo, con mayor oferta casera. Pero lo único que parece de elaboración propia es un pequeño bizcocho de limón. El resto está claramente sacado de envases industriales: bollería, pan de molde, galletas, yogures, cereales... y un pequeño expositor de embutido con tranchetes de queso todavía en su envoltorio. Acompañan máquinas de zumo -zumo de naranja de color rojo, un descubrimiento- y café. Las ausencias más significativas son una tostadora y alguna opción con fruta.


Cumplido el trámite del desayuno nos echamos a la calle dispuestos, esta vez sí, a seguir nuestros planes de acercarnos al centro de la ciudad en autobús. Una primera experiencia que ya nos deja a las claras que los horarios de Atac, la empresa pública de transportes de Roma, son papel mojado. Nuestro itinerario incluye dos líneas de autobús con un transbordo entre ellas, y comprobamos que nunca se puede saber si tu autobús llegará con retraso, con anticipación o si esos monstruos de metal son una leyenda urbana que solo los más viejos del lugar vieron pasar una vez. Asoman por la esquina finalmente dos vehículos seguidos de la línea 44 que estamos esperando, lo cual aprovechamos para subir a bordo del segundo que está mucho menos atestado de gente que el primero.



El esquivo autobús nos lleva hasta la parada de Teatro Marcello. El trayecto ya nos ha deleitado con fachadas de palacios e iglesias antiguas camufladas entre las construcciones más modernas. Sin embargo, nada más poner los pies en la acera, lo que hacemos es alejarnos de la vía principal mediante unas largas escaleras que nos suben hasta la Plaza de Campidoglio, lugar remodelado por Miguel Ángel y hogar de las fachadas de los Museos Capitolinos. Nos encontramos aquí a los invitados de una boda esperando el momento de celebrar los festejos, y tras cruzar la plaza nos asomamos al primer mirador del día hacia el Foro Romano.


No acertamos con el mejor mirador hacia el Foro -cosa que descubriríamos más adelante- y, aunque no deja de resultar interesante contemplar la larga extensión de ruinas de calles y edificios que hace cientos y cientos de años constituían el núcleo de la ciudad, de momento lo que vemos desde las alturas no nos convence para unirnos a las largas colas que ya a esta temprana hora del día se forman para acceder al interior del recinto. Decidimos, en su lugar, caminar por la Via del Fori Imperiali hasta alcanzar la entrada que va directa al Monte Palatino, la menos elevada de las siete colinas que presiden Roma y desde la que se prometen buenas vistas tanto al Foro como a un inevitable Coliseo junto al que ya hemos podido pasar.







Accedemos al monte sin desembolso extra, aprovechando que nuestras entradas para el Coliseo incluyen también su acceso. Lo hacemos en el momento perfecto, minutos antes de que a las 11 de la mañana el turismo empiece a sacar su peor cara y la masificación haga que se coticen al alza de privilegio en los miradores. Uno de ellos supone el balcón perfecto a una de las entradas del Coliseo, el cual desde la lejanía no parecía tan impresionante como lo es ahora en las distancias cortas. Sabiendo que el anfiteatro tendrá mucho protagonismo en el turno de tarde, abandonamos los agradables paseos del Palatino para dirigirnos a nuestra elección culinaria de hoy: la Trattoria Pizzeria Luzzi, a escasos metros más allá del propio Coliseo.








Mis planes de enfadar a un compañero de trabajo italiano probando el risotto en una región de Italia de la que para nada es originario deberán esperar, ya que en Luzzi el que ofrecen es para dos personas. Como plan alternativo pido unos fetuccini a la boloñesa que para nada hacen que añore el arroz. La lasaña que L pide está bien, pero no mejora la de anoche en Alfredo e Ada. El tiramisú -otra cosa que enerva a mi colega- es bueno, pero no increíble. 30 euros más a sumar al presupuesto y seguimos.







Quedando todavía una larga media hora para el inicio de nuestro tour guiado por el Coliseo, hacemos tiempo frente a su fachada en un espacio a la sombra. Momento perfecto para ver pasar de forma incesante a invasivos grupos liderados por un guía turístico que enarbola un distintivo -a veces un peluche, a veces una banderita...- para que sus acólitos no lo pierdan de vista. El ruido del turisteo solo se ve interferido por el de los vendedores de billetes de autobús “hop-on-hop-off”, otra constante por toda la ciudad.


Llega el momento de acceder al recinto, sin sufrir excesivas colas gracias a llevar la visita previamente contratada a través del portal de CoopCulture. No fue una misión fácil, ya que las entradas para el tour en español salían a la venta con una antelación determinada y se agotaban en apenas minutos. Afortunadamente somos ya veteranos en esto de conseguir cosas cotizadas, aunque este año ya pinché varias veces en mi intento de conseguirle entradas de Coldplay a mi sobrina.


Más concretamente, nos interesaba la visita acompañada de un guía en español no solo por el perímetro interior del Coliseo, si no también a lo largo de su nivel subterráneo. Se trata de un añadido reciente -solo se ofrece desde hace algo menos de dos años- que supone una visión mucho más completa a cómo era la vida en el interior del anfiteatro en sus años de máximo esplendor. Tras pasar los controles de acceso, una empleada de CoopCulture nos insta a esperar junto a una columna que marca el punto de encuentro del nuestro y otros tours. Al cabo de unos minutos aparece nuestra guía Paula, que empieza a repartir receptores y auriculares que permitan escucharla por encima del bullicio del recinto.

Comenzamos a seguir a Paula y su mástil metálico coronado por tiras de colores de la bandera trans -casualidad o no, no me corresponde decirlo- para bajar al nivel subterráneo. En el grupo nos acompañan una familia portuguesa cuya cercanía con el idioma les permite seguir las explicaciones y, para sorpresa de la propia Paula, un grupo de asiáticos con cara de no entender absolutamente nada. Supongo que eso explica que la disponibilidad dure tan poco: algunos turistas, al no encontrar visitas en su idioma, se apuntan a lo primero que encuentran.



A partir de aquí, una hora de recorrido por las instalaciones acompañada de comentarios que nos llevan a través de los pasillos, la maquinaria y finalmente el pie de las gradas del lugar. Mucho de lo descubierto recientemente desmiente lo visto en Gladiator, la película del año 2000 dirigida por Ridley Scott e inevitable referencia cuando se pasea por los restos de la Roma antigua. Algunos de los datos más llamativos son cómo el Coliseo tuvo otros usos menos populares como espectáculos de animales -que aparecían en la arena tras ascender desde el subterráneo mediante rudimentarios ascensores- o, aunque parezca mentira, batallas navales que requerían inundar toda su superficie a través de sofisticados canales. También destaca, aunque ya no quede rastro de ellos, el hecho de que el recinto contaba con telares retráctiles que permitían proteger a los espectadores del sol. Vamos, que el nuevo Bernabéu no ha inventado nada nuevo. Tras despedirse y agradecerle sus servicios, Paula termina su labor y quedamos libres para explorar las gradas del Coliseo junto al resto de visitantes.











Ha avanzado la tarde, el calor aprieta y hemos pasado en los alrededores del Coliseo literalmente todo lo que llevamos de día. Parece el momento oportuno para empezar a plantearse abandonar el lugar. Sopesamos antes la opción de volver a subir al Palatino para esta vez, sin las prisas por tener que comer, buscar algún mirador desde este lado hacia el Foro Romano, pero entonces recordamos que nuestras entradas solo permiten acceder al monte una sola vez y ya hemos consumido esa oportunidad. Así que, como alternativa mucho más relajada, decidimos dedicar el resto de la tarde a volver paseando hasta la zona del Panteón con dos objetivos: helados y souvenirs.





La parte de los souvenirs es fácil: ya ayer durante nuestro paseo por las calles de la zona vimos infinidad de tiendas de artículos de recuerdo con precios aceptables. Así que apenas necesitamos entrar en un par de ellas para salir cargados con los imanes, figuras y dedales que llevamos en mente.

Para los helados, y pese a que seguimos convencidos de que ayer en Frigidarium nos sirvieron los mejores de nuestra vida, seguimos el consejo de una amiga que nos recomienda probar los de la Cremeria Monteforte situada frente a uno de los laterales del Panteón. No vemos cola frente a su puerta al alcanzarlo, lo cual ya es motivo de sospechar en una ciudad donde aguardar turno en la calle es parte inseparable de la experiencia. Y efectivamente las comparaciones son odiosas: sus helados están bien pero no son los de Frigidarium. Tienen un sabor menos intenso, su textura es menos cremosa y además no vienen acompañados sin coste adicional por nata casera por encima. Además, aunque por poco, son algo menos económicos. Tras tomarlos mientras descansamos sentados frente al local nos asomamos a la Piazza della Rotonda para confirmar que acceder al Panteón en domingo es una misión tan suicida como intentarlo en sábado.



Concluído este regreso a la zona del Panteón decidimos volver a casa. Lo hacemos utilizando por primera vez el tranvía que llega hasta bien entrada la Via de Trastevere, desde la cual enlazamos con un autobús de la línea 18 que, esta vez sí, pasa en un tiempo aceptable y nos evita la empinada subida hasta el alojamiento. Aprovecho esta ventana de descanso para pedir a la hermana que atiende en recepción una plancha con la que adecentar un poco algunas de las prendas arrugadas de la mochila.


Cae la noche y, dado que ya estamos de vuelta en nuestro alojamiento cercano a Trastevere, decidimos probar suerte para la cena en dicha zona, precisamente popular por su buena oferta de restaurantes y ocio. Nos desplazamos de nuevo en bus y esta vez descubrimos otra peculiaridad de este transporte en Roma. No basta con pulsar el botón de parada solicitada: si no te levantas, el conductor seguirá a lo suyo y no hará ademán de detenerse donde esperas que lo haga. Por ese motivo nos acabamos apeando una parada más allá de lo deseado y tenemos que remontar un poco de cuesta hacia arriba.


Llegamos a la zona de mayor ebullición en busca de un local concreto: La Tavernetta 29 Da Tony e Andrea, un restaurante de comida típica romana cuya actividad en la entrada ya nos hace presagiar que no nos aceptarán inmediatamente, pero no nos preocupa porque no tenemos prisa. Nuestro gozo en un pozo: es tal la afluencia de público que se niegan siquiera a apuntarnos en lista de espera pese a que todavía falten dos horas para finalizar el servicio. Caminamos un poco más allá hasta uno de los locales de Tonnarello, un local que aunque, dicen, perdió parte de su encanto al convertirse en franquicia, sigue siendo recomendado entre los turistas. Aquí la espera es de 45 minutos pero lo dicen con tan poca convicción que no vemos claro si correr el riesgo de esperar. Así que remontamos todavía más la cuesta para dar con nuestros pies en Ombre Rosse, un local más apartado y, por lo que encontramos al llegar, aparentemente menos frecuentado por los turistas y más por los vecinos locales.



Comemos bien, aunque no sería el lugar que hubiéramos elegido. Decoración y carta bastante snob... y precios acorde a ello. Por los 48 euros que pagamos aspirábamos a algo más que una hamburguesa y una ensalada, pero por lo menos la terraza es agradable y los comensales bastante civilizados en lo que a ruido se refiere.




Aunque el tiempo que nos llevaría regresar a pie hasta el alojamiento es prácticamente el mismo que a bordo de un autobús, nos decantamos por la opción motorizada. El día está terminando y las piernas ya se resienten de tantos pasos entre ayer y hoy, y la previsión es que queda mucho por caminar.

Dos de cuatro. Y mañana, al Vaticano.

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9 de octubre de 2023

Tras un desayuno sin prisas nos disponemos a salir a la calle pero, por el camino, encontramos en recepción a una mujer con menos aspecto de monja de lo habitual -pelo suelto, ropa más informal...- que parece ser la encargada de la gestión, ya que nos pregunta si es un buen momento para abonar el resto de la reserva tras haber dado solo una señal en el momento de realizarla. Todo esto con un italiano a toda velocidad que no afloja pese a saber perfectamente que no somos nativos, pero más o menos nos entendemos. Con unos dineros menos en la cuenta salimos al exterior con un pantalón más largo del que nos gustaría dada la previsión de calor para el día. Pero hoy toca visitar los Museos Vaticanos y por lo visto nuestras curtidas piernas no son dignas de él.


En esta ocasión podemos prescindir absolutamente de los autobuses y sus erráticos horarios: la cercana parada de trenes regionales nos lleva directamente a la estación de Roma Saint-Pierre, la más cercana posible a la Plaza de San Pedro. Una vez más, comprobamos que aquí lo de pagar por el transporte público es una leyenda de la que solo los más viejos del lugar han oído hablar.


Nuestra aproximación a la Plaza de San Pedro es por su lateral izquierdo y nos impresiona menos de lo esperado. La mitad más cercana a la Basílica está vallada, protegiendo largas superficies de butacas habilitadas para, según supimos más adelante, la celebración del Ángelus dentro de tres días. Eso nos impide disponer de total libertad para movernos por ella, aunque no es impedimento para ser testigo de las ya infinitas colas que se forman en el perímetro para, imaginamos, acceder al templo. Templo que va ganando protagonismo según nos alejamos en dirección a la Via della Conciliazione, ganando así ángulo y perspectiva para contemplar la iglesia en todo su esplendor. Pasamos junto a un barracón de la Oficina de Correos Vaticana e infinidad de vendedores, algunos ambulantes y algunos con todo un kiosco levantado en el que ofrecer todo tipo de baratijas y recuerdos de la visita al lugar. Me llevo un par de rosarios de 1€ con la cara de Bergoglio, uno para mi madre y otro para trolear a mi sobrina.





Completamos el recorrido del perímetro de la plaza paseando tras las columnas de Bernini, esta vez por el lateral derecho. Desde aquí nos alejamos cruzando bajo el Passetto, un corredor que conecta la Basílica con el Castelo de Sant’ Angelo y cuya popularidad fue renovada tras la segunda novela de Dan Brown, Ángeles y Demonios. Seguimos en esta dirección hasta intuir con facilidad por dónde hay que dirigirse para entrar a los Museos Vaticanos: no hay más que seguir la cola más larga que he visto en mi vida, sin nada que envidiar a lo que debe ser las horas previas a un concierto de Coldplay o Taylor Swift. Por el camino nos siguen asaltando vendedores de “no waits, no waits” intentando vendernos unos paquetes de visita con los que evitar la larga espera y que, afortunadamente, ya traemos comprados de casa.

El acceso a los Museos con audioguía nos ha costado, a través de getyourguide, 34€ por persona. Es bastante más que los 13€ por cabeza que hubiera supuesto sumarnos a esa cola que tiene aspecto de no terminar nunca. Canjeamos nuestros códigos QR y superamos los distintos vestíbulos que dan acceso a los Museos, con un aspecto que recuerda a una laberíntica estación de tren.

Nuestra intención es dedicar unas dos o tres horas a recorrer con el mayor detalle posible los Museos, amortizando el dispendio de la entrada y una audioguía cargada de capítulos para acompañar toda la visita. Pero no tardamos ni cinco minutos en dejar atrás nuestros planes y optar por avanzar con la mayor celeridad posible hasta la joya de la corona y parada inevitable de todo visitante: la Capilla Sixtina de Miguel Ángel. ¿El motivo? Que la difícil de imaginar afluencia de público que inunda las distintas salas, sumado a las dificultades para desplazarse que provocan las decenas, cientos de grupos organizados que se apelotonan alrededor de sus guías, hacen de la visita al lugar una experiencia mucho menos placentera de lo que hubiéramos deseado.









Alcanzamos, tras unos buenos 15 a 20 minutos abriéndose paso no sin esfuerzo, la escalera con el descenso final a la Capilla Sixtina. El acceso a ella viene acompañado de numerosos empleados del museo repitiendo una y otra vez que no está permitido hacer fotos, y que no se permite detenerse en las vías de paso alrededor de la capilla, siendo la única opción para contemplarla parado hacerlo desde el centro de la estancia o, si tienes suerte y encuentras uno libre, los asientos habilitados a lado y lado de la sala.

Empezamos dirigiéndonos al centro y levantando la vista para comenzar a admirar. Las paredes norte y sur ofrecen frescos de la vida de Cristo y Moisés, con La Última Cena siendo uno de los que más atraen las miradas. En la pared del fondo, y aquí la cosa empieza a ponerse seria, el enorme mural de Miguel Ángel y su versión de El Juicio Final ocupa toda la superficie, con cada centímetro cuadrado incluyendo algún detalle para deleite de las visitas guiadas. Pero sobre todo, los ojos no pueden evitar quedarse clavados en la bóveda, una superficie de más de cuatro metros de largo sobre nuestras cabezas con instantes del Viejo Testamento, siendo la indiscutible protagonista la escena de La Creación de Adán.


La prohibición de tomar fotografías funciona tal que así: al principio, la respetas con resignación. Según te ves camuflado entre la multitud tomas tus primeras instantáneas furtivas, sobre todo apuntando a la bóveda, con el teléfono a la altura de la cintura mirando al techo. Y cuando llevas ya unos cuantos minutos, recuerdas que aquí nadie respeta los semáforos, nadie paga el transporte público y que tampoco vas a plantar el trípode con dos flashes y reflectores en el mismo sitio en el que se realiza el Cónclave, te dejas ir y aprovechas cualquier momento de escasa vigilancia -humana, porque cámaras debe haber más que en la Academia de OT- para dar rienda suelta a la inmortalización. Tengo un móvil nuevo, su cámara es espectacular y no pienso desaprovecharla. Y así termina uno con su propio recuerdo de la Capilla Sixtina que, dificultades de acceso y molestias por multitudes aparte, hay que reconocer que es un lugar que merece ser visitado una vez en la vida por todo aquel con una mínima sensibilidad por el arte y la historia. Y si de aquí salgo excomulgado, pues me ahorraré toda la burocracia para apostatar.






Abandonamos la Capilla Sixtina por el extremo opuesto... y cometemos el mayor error del día, pero no nos adelantemos a los acontecimientos. Pasado el punto álgido de la Capilla Sixtina la experiencia pasa a ser mucho más placentera: los tumultuosos grupos organizados quedan más dispersos y lo que se suceden son extensas galerías con esporádicas vitrinas en el centro de pasillos cuyos lados están cubiertos de tapices, trajes y alguna esporádica figura. En las últimas estancias la exposición ya convive con mostradores de venta de artículos de regalo.

Según se abre el espacio y seguimos las -a veces un tanto confusas- indicaciones de salida, nos damos de bruces con la parte superior de la Escalera del Bramante. Nos regodeamos en ella, descendiendo poco a poco y disfrutando de la espiral que dibuja en su interior, todo sin saber que a sus pies prácticamente lo que nos espera es ya el control de seguridad de salida para abandonar el edificio. Y aquí viene el problema, ya que lo que teníamos entendido es que existía un truco para, desde la visita a los Museos Vaticanos, acceder a la basílica sin tener que pasar por la eterna cola que se forma en la Plaza de San Pedro.



Revisando nuestras notas, resulta que el momento en el que empezar la “Operación Cúpula” era cuando abandonábamos la Capilla Sixtina. En lugar de salir de ella por la puerta indicada como salida tal y como habíamos hecho, deberíamos habernos mezclado con uno de los ocho mil trescientos cincuenta y siete grupos presentes y avanzar junto a él por una segunda salida, más discreta y situada en una esquina, solo habilitada para estos colectivos y que toma un camino secundario desde el cual hay un acceso a la basílica.

Dudamos durante unos instantes si dar media vuelta, pero incluso remontar la Escalera de Bramante sería contravenir algunos no discretos carteles de “prohibido pasar”. Sumado a que la experiencia hasta ahora en el interior de los museos no ha sido demasiado placentera debido a la alta afluencia y que la cúpula según va ganando altura es más y más estrecha hasta terminar en un angosto círculo en lo más alto, hacen que la perspectiva de perdernos las mejores vistas hacia la Plaza de San Pedro no sea algo tan traumático. Ya habrá ocasiones. Salimos a la calle.


El reloj marca las 12:30 cuando estamos de nuevo en territorio italiano. No tenemos que pensar mucho en el siguiente paso: los estómagos ya están despiertos y prácticamente a manzana y media de distancia desde la salida de los Museos se encuentra nuestra chincheta del día para el capítulo gastronómico. Es una hora temprana y ya no estamos en fin de semana, así que la previsión es que no habrá problemas para encontrar una mesa disponible.

Así es. Los ruidosos empleados del Ristorante dei Musei nos reciben con los brazos abiertos y una mesa en la terraza exterior convenientemente protegida del sol. De hoy no pasa: hay que comer pizza. Una cosa a tener en cuenta al comer pizza aquí es que, a diferencia del resto de los mortales, los italianos no parecen muy amigos de añadir demasiados ingredientes a la masa. Si la pizza es de queso, es de queso. Si es de jamón, es de jamón. Y si es de anchoas como en mi caso con la Pizza Napoli, no esperes mucho más bajo las anchoas que la obligatoria base de tomate, queso y orégano. Ni falta que hace: está buenísima. La Funghi de champiñones de L tampoco desmerece, pero en materia de anchoas me enfrentaría al mismísimo Zoidberg por la posibilidad de devorarlas.


Según van desapareciendo las pizzas de nuestros platos, vemos a uno de los encargados hacer un gesto a un camarero. Minutos después, aparece con un pequeño plato con dos gruesas salchichas a cuenta de la casa. Definitivamente además de clientes, somos un expositor para atraer a transeúntes hambrientos que no hayan decidido dónde comer. En resumen, una gran experiencia solo empañada por la no disponibilidad de tiramisú, cuya misión tendrá que seguir esperando. Coincidimos en nuestros últimos minutos con un numerosísimo grupo que entra al local acompañado de un sacerdote haciendo las veces de guía turístico y que, por supuesto, bendice ruidosamente la mesa antes de pasar a la tertulia y las cosas del comer.


Pagamos la cuenta, no sin esfuerzo dado el caos de camareros y demás personal del restaurante corriendo como pollos sin cabeza para dar abasto a tanto comensal en plena hora punta. Regresamos a una Plaza de San Pedro ahora mucho más bañada por el sol que a nuestra llegada horas atrás y nos alejamos de la Basílica recorriendo de principio a fin la Via della Conciliazione, acercándonos en el proceso a un Castelo de Sant’Angelo que gana mucho en las distancias cortas. Lamentablemente los lunes no hay opción de poder visitar su interior así que no hay nada que decidir al respecto. Nuestros pasos nos llevan, casi por iniciativa propia, de nuevo a Frigidarium. Y es que tras el pequeño desencanto de ayer intentando buscarle competencia, necesitamos disfrutar de los mejores helados de nuestra vida todas las veces que podamos antes de emprender el vuelo de vuelta. Nos van a faltar días para tanto sabor que querríamos probar.











Conviene que lleguemos a esta noche con energías suficientes, así que tomamos la decisión de regresar al hotel para recargar pilas. Lo intentamos, dejando claro que no aprendemos, mediante el servicio de autobuses. Si en un día ordinario sus horarios ya son una cuestión de fe, confiar en ellos un día en el que hay una huelga programada durante casi todo el día roza lo ridículo. Y eso es lo que concluimos tras media hora esperando en la parada junto a un cartel luminoso en el que parece que no va a venir ningún vehículo a buscarnos hasta dentro de, como mínimo, otros 45 minutos.

Hacemos de tripas corazón y comenzamos a subir Trastevere a pie, a sabiendas de que las cuestas y las escaleras nos van a exigir un esfuerzo que no teníamos previsto. Llegamos, nos duchamos y dormimos más de lo que esperábamos. Estamos de nuevo listos para la acción a las 18:00, con 90 minutos por delante para llegar a nuestra próxima cita pero la incertidumbre de si el transporte público estará de nuestro lado.

Han hecho falta tres pasos por el vestíbulo de la estación de trenes de Quattro Venti para descubrir que las máquinas en las que validar el billete están, muy poco destacadas, en una pared junto a las escaleras mecánicas del vestíbulo. De todos modos nuestros abonos no parecen llevarse bien con ellas, así que como si nada. Nuestro itinerario consiste en combinar tren y metro con tal de evitar el bus, creyendo que la huelga no afectará tanto al transporte subterráneo. Acertamos, ya que aunque sufrimos un retraso de 10 minutos llegamos con margen suficiente al destino.

Nos encontramos en la Piazza della Repubblica, una amplia superficie con más tráfico rodado que peatonal y en la que se encuentra la Iglesia de Santa Maria degli Angeli, un templo levantado por Miguel Ángel y con una aspecto que destaca no por ser especialmente atractiva, si no precisamente por huir de los adornos habituales en favor de una fachada curva de puro ladrillo. Es aquí donde se encuentra el punto de encuentro para nuestra siguiente actividad: un tour nocturno en autobús contratado a través de Civitatis que, si bien se acerca peligrosamente a la categoría “cosas de guiris” que como buenos residentes mallorquines miramos con aires de superioridad, parecía una buena oportunidad para ver algunas de las zonas notables de la ciudad a otra hora del día y sin tener que preocuparnos por los desplazamientos entre una y otra.




Tanto el autocar como Valentina -la guía turística- y su ayudante llegan puntuales a la cita, donde un buen puñado de españoles y alguna familia argentina estamos ya esperando. Charla introductoria, reparto de audífonos y todos a bordo para ponernos en marcha. Nos queda por delante alrededor de hora y media en la que alternamos trayectos en el autocar con algún paseo, siempre acompañados de Valentina y sus explicaciones y anécdotas sobre lo que vayamos viendo.



La primera parada es en exactamente el mismo sitio en el que echamos a caminar ayer por la mañana: a los pies de la escalera que asciende hasta la Piazza del Campidoglio, antesala para alcanzar el Foro Romano. Un foro que, a esta hora de la noche y descubriendo que a mano derecha -lo contrario a lo que hicimos nosotros- tiene esperando el mejor mirador hacia toda su extensión, gana mucho respecto a cómo lo vimos en nuestro primer encuentro.











La familia argentina empieza su particular manera de boicotear el tour en nuestro camino de regreso al autocar tras la primera parada. Quedan rezagados, piden parar para buscar un baño, no avisan debidamente cuando se separan del grupo... como niños.

Tras un nuevo desplazamiento en el autocar paramos ahora cerca de la Piazza Navona. En su momento apenas la cruzamos fugazmente con la mente puesta en llegar a tiempo al atardecer, así que nos resulta muy conveniente que ahora el tour reserve unos generosos 20 minutos para que la disfrutemos con libertad. Los invertimos en darle la vuelta completa, empezando por la estatua de Neptuno -acompañado, como tantos otros, por caballos cuya expresión facial denota que han pasado por los baños de una discoteca- y acabando en la Fontana dei Quattro Fiumi situada en el centro de la plaza. Otro sitio que nos recuerda a Tom Hanks en el papel de Robert Langdon.





Regresamos al autocar tras esperar 10 minutos más de la cuenta a un cliente rezagado que luego descubrimos que había decidido no apearse en esta parada pero se olvidó de notificarlo. En este penúltimo trayecto Valentina comienza a recomendar locales en función de las preguntas del público. Para cenar menciona algunos nombres que anotamos religiosamente, y cuando se le interroga sobre heladerías no lo duda ni un segundo y solo considera Frigidarium, lo cual nos hace confiar suficiente en su criterio.


La última parada antes de dar por concluído el tour es la misma Plaza de San Pedro con la que hemos iniciado el día. Sin embargo el paisaje cambia radicalmente: gran parte de la plaza sigue delimitada por las butacas ya preparadas para el Ángelus, pero la ausencia de gente y la iluminación de la Basílica hacen del lugar una experiencia totalmente distinta.




Regresamos al autocar para que inicie el camino de vuelta hasta la Plaza de la República, aunque ofreciendo una muy conveniente parada intermedia en Trastevere para aquellos que prefieran quedarse en esta zona o bien por su mayor oferta gastronómica o bien por cercanía a su alojamiento. Somos los dos casos, así que no tardamos en apearnos y despedirnos definitivamente de Valentina.

En base a los locales que nos ha recomendado nuestra guía y las opiniones que contrastamos en Google Maps nos decidimos por Ai Marmi, una pizzería en el Viale di Trastevere prácticamente a la altura en la que deberíamos comenzar a subir para regresar a nuestro dormitorio.

Se trata de una pizzería de la categoría “tirada, pero rica”. Antes de descubrir sus notables pizzas comenzamos con unas croquetas de patata y de arroz -al parecer bastante típicas de aquí- con las que casi podríamos haber cenado ya. En plena pizza caemos en la cuenta de que los bajos precios y comodidad de la Casa per Ferie tienen la contrapartida de que debemos regresar antes de medianoche... y haciendo cuentas vamos muy justos para llegar a tiempo. Tanto, que tras pagar decidimos recurrir directamente a Freenow para que un coche venga a buscarnos. Quien llega es Manuel y su Toyota Auris, gracias al cual acudimos al encuentro con las hermanas 20 minutos antes del toque de queda.





Tres de cuatro. Mañana toca volver a casa, pero antes habrá tiempo para acabar de exprimir lo que Roma puede ofrecer a dos debutantes.

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