Nos levantamos a las nueve. Nos encontramos con el mismo desayuno que en los hoteles anteriores. Los mismos productos, olivas, queso, un fiambre parecido a la mortadela, pan, zumos, café, te y mermeladas, pero de una calidad un poco inferior. Aun así, lo mejor del hotel junto con la ubicación. Por cierto la habitación resultaba igual de horrorosa de día que de noche. A las 10 salíamos del hotel.
Diez minutos caminando y ya estábamos ante la Mezquita Azul. Por eso elegimos el hotel. Entramos al patio que rodea la mezquita. Había mucha animación y demasiados turistas parados frente a un letrero en la entrada. El letrero decía que al ser viernes estaba cerrada hasta la una y media. Pues nada, vámonos con la música a otra parte. Fue visto y no visto.
Por proximidad nos dirigimos a Santa Sofía. Aquí si que había cola. Menos mal que habíamos comprado las entradas por internet. El precio es el mismo que en la taquilla, 25 TL. El ahorro está en el tiempo, que en este caso estimo en una media hora. Más o menos el tiempo que hubiéramos perdido haciendo cola.
La que no pudimos saltarnos fue la cola para acceder al interior. Más o menos funciona así. Primero hay que hacer una cola para comprar la entrada y a continuación hay que volver a hacer otra cola para acceder al interior del recinto. Comprando las entradas por internet te ahorras la primera cola, pero no la segunda. Pero tranquilos, la segunda cola se mueve con rapidez por lo que no supone una gran pérdida de tiempo. Largas colas son sinónimo de mucha gente. Y eso es precisamente lo que encontramos en el interior de Santa Sofía, muchísima gente.
La puerta de acceso a la basílica no es gran cosa. No olvidemos que se trata de una entrada lateral, no de la entrada principal. Pero a partir de ahí todo es una maravilla. Tras la puerta nos dio la bienvenida una enorme sala que sirve de antesala a la basílica. Aquí ya se empieza a respirar lo que es Santa Sofía. Aunque seamos sinceros, nadie pierde mucho tiempo en esta antesala. Todo el mundo pasa por ella sin prestar atención centrado en acceder a la basílica lo más rápido posible. Y nosotros no fuimos una excepción, cumplimos con esa norma no escrita, no le prestamos la más mínima atención.
Al acceder a la basílica nos encontramos con una multitud que llenaba toda la nave central. Y con un andamio que cubría la mitad de la zona izquierda. No es lo suyo hacer la visita con un andamio. Aunque la culpa fue mía por no avisar de que iba a ir ese día. De haberlo sabido seguro que lo hubieran desmontado. Pero no me gusta molestar y por eso no llamé. La cuestión es que fuese por lo que fuese allí estaban los andamios. Y ahora que ya me he quejado un poco volvamos a Santa Sofía y dejemos al andamio y a los restauradores tranquilos, que tienen mucho trabajo y no es cuestión hacerles perder el tiempo. Además, tampoco resultaban tan molestos.
Hacia casi veintitrés años de nuestra primera visita a este lugar en nuestro primer viaje a Turquía. Demasiados años, tantos que dio la sensación de que era la primera vez que la visitábamos. No la recordaba así. La primera vez que estuve allí me dejó un tanto frío, pero esta vez si que me gustó. Y mucho. Con los techos dorados. El mármol rojizo de las paredes. Las columnas grises. Las enormes lámparas. Las letras árabes dibujadas en los escudos verdes colgados del techo. Si señores; chapó (o como se escriba). No sé si es una iglesia, una mezquita, un museo, una estación de tren, o una nave espacial. Lo que si que sé, es que la han clavado.
Los que si que me fallaron un poco fueron los archifamosos mosaicos. Esperaba una iglesia totalmente recubierta de mosaicos. Pero no, en su mayor parte las paredes estaban recubiertas de pinturas y tan solo quedaban algunos mosaicos sueltos. Que ahora recuerde, el más llamativo visto desde el piso inferior, era un mosaico de la virgen en la parte superior del altar. El resto eran pinturas. Aún así resulta impresionante, tanto por sus dimensiones como por su colorido.
Recorrimos la nave central y las dos laterales. Tranquilamente, parándonos cada cuatro pasos para admirar todos los detalles de aquella maravilla. Después subimos a la planta superior por una rampa sin escaleras, con paredes de ladrillo visto. Poco glamuroso y nada que ver con el interior de la basílica.
Desde arriba las vistas no son tan buenas ya que en un lado el andamio no deja ver nada, y en el otro las vistas son del andamio y poco más. En lo que si mejora la planta superior es en el tema de mosaicos. Hay varios y en buen estado. Y además se ven de cerca. No están nada mal. Tras dar la vuelta al ruedo, volvimos a bajar por la rampa. Un último paseo por el interior de la basílica y hacia el exterior.
Antes de salir se pueden ver el baptisterio, y la tumba de un sultán. No es que resulten muy interesantes, pero allí están. Y para acabar, justo antes de salir al jardín, un último mosaico con la virgen y el niño.
Santa Sofía no admite discusión, es una visita indispensable. Si solo pudiera visitar un lugar en Estambul, éste sería el elegido. Creo que mucha gente coincidirá conmigo porque es un lugar increíble, Parafraseando a uno de los toreros más famosos de este país, Santa Sofía es en dos palabras, Im-Presionante.
Rápido, rápido, rápido, a por la siguiente. En este caso la Cisterna Basílica, que está enfrente. El precio de la entrada es de 10 TL por persona. Se baja por una escalera y enseguida aparece un sótano tremendo, tenuamente iluminado. Una pasarela de madera lo recorre en toda su longitud ya que para darle un mayor efecto de realismo el fondo está cubierto por medio metro de agua.
Simplificando, es un aljibe gigante. Y en eso precisamente está su gracia, en sus dimensiones. Es enorme. Pero, enorme, enorme. El resto del trabajo lo hace la iluminación a base de focos colocados en la base de las columnas. Se crea un ambiente misterioso muy acorde con el lugar. Hileras de puntos de luz que permiten adivinar las dimensiones del lugar, pero sin verlo del todo. Una iluminación muy bien lograda perfecta para ese lugar.
El techo lo forman pequeñas cúpulas de ladrillo que se apoyan sobre un bosque de columnas. Todas diferentes entre si. Da la sensación de que las fueron recogiendo de aquí y de allá para meterlas en ese lugar.
Al fondo están las dos cabezas de medusa. Una de costado y la otra cabeza abajo. Dos piedras grandotas con una cara de la medusa tallada. No esperéis gran cosa. Simplemente es la curiosidad de verlas en ese lugar sirviendo de base a dos columnas. Para que os hagáis una idea, nosotros cuando una mesa cojea le metemos una cuña. Los más exagerados la calzan con un libro. Pues los romanos, los otomanos, o los que fueran que construyeron la cisterna, como tenían dos columnas cortas que las demás y no tenían ningún libro a mano, les metieron dos pedruscos de varias toneladas de peso. Una chapuza digna de Pepe Gotera y Otilio. Ya te digo, chapuceros los ha habido siempre. Pero mira tú por donde, esa chapuza se ha convertido en una atracción turística de primer orden. Si es que nos colgamos una cámara de fotos al cuello y perdemos la razón. Nos ponemos a sacar fotos a cualquier cosa. De todas formas los pedruscos tienen su encanto. así que sacarles fotos sin remordimientos.
El objetivo de todo el que entra en la cisterna es localizar las cabezas de medusa y hacerse la foto de rigor. No preocupéis en buscarlas. Simplemente seguid la pasarela y al fondo las encontraréis. Están bien indicadas, no hace falta volverse loco buscándolas. Hasta han montado una pequeña plataforma para facilitar el trabajo de los guiris.
Junto a la salida hay otra pequeña pasarela que permite ver la cisterna desde uno de los laterales. No entiendo porque con toda la gente que había en la pasarela central casi nadie se acercaba a esta plataforma lateral. Desde ese punto se veía perfectamente la profundidad de la cisterna, ya que no tenía nada delante, ni pasarelas, ni gente ni nada de nada. Para mi gusto ese es el lugar desde donde mejor se aprecia lo que es la cisterna. Pues ya veis, la mayoría de la gente no le hacía ni caso. Peor para ellos, ellos se lo pierden.
Me gustó mucho esta visita. El ambiente que han creado en ese lugar resulta muy agradable. Por eso aunque en el fondo no sea más que un depósito de agua gigante, recomiendo su visita.
A las doce y cuarto volvíamos a estar en la calle. Todavía no habían abierto la Mezquita Azul. Dichoso día de la oración. Esta gente no tiene muy clara sus preferencias. No entiendo como pueden dar más importancia a purificar su alma y obtener la paz espiritual, que a satisfacer la necesidad de los guiris de llenar las tarjetas de memoria de sus cámaras con instantáneas de la mezquita. No lo entiendo, yo sería capaz de condenarme por todo la eternidad con tal de conseguir una buena foto de la mezquita. Además tendrían que ser más considerados con nosotros. ¿O no saben el tiempo que necesitan los asiáticos para hacerse una foto?. Siempre van en grupos multitudinarios divididos en subgrupos. Llega el primer subgrupo y se planta en medio acaparando todo el espacio. Primero se tienen que hacer la foto de uno en uno. No una foto rápida. Nooooo. Una foto con una pose absurda, que el fotógrafo de turno se encarga de mantener el mayor tiempo posible, ya que necesitan una eternidad para pulsar el disparador. Una foto. Otra foto. La tercera. La cuarta. Y los minutos van pasando. Cuando ya han pasado todos, toca hacer la foto por parejas. Cada uno con la suya, que los asiáticos serán lo que serán, pero decentes como el que más. Y cada foto de pareja implica cambio de cámara a un conocido para que haga la foto, con las pertinentes explicaciones sobre el funcionamiento del aparato. Espera ahora otra con los hijos. Y ya que estamos, otra con los amigos. Y si se presta nos hacemos una del grupo entero. Al acabar con todo el repertorio, cuando crees que por fin te dejarán un hueco para hacer tu foto, se te cuela otro subgrupo, y vuelve a empezar la historia. Porque si hay algo que no enseñan en los colegios asiáticos es a respetar una cola o el orden de llegada. Son dos conceptos que no existen para los turistas asiáticos. Es algo desesperante. Me crispan los nervios. Cuando viajo, por las noches me despierto entre sudores y horribles pesadillas. Millones y millones de asiáticos armados con sus megacámaras ocupándolo todo e impidiéndome sacar ni una solo foto. Haciendo sus posturitas chorras y gritando como locos. Asiáticos, asiáticos, y más asiáticos. ¡Qué angustia!. ¡Qué alguien me despierte!. Por cierto, os habéis fijado que cuanto más pequeño es el asiático más grande es la cámara.
Para ganar tiempo, mientras esperábamos a que abriesen la Mezquita Azul, nos sentamos a comer frente a Santa Sofía, en el Ayasofia Hürrem Sultan Hamani Restaurant. Pedimos una pide de queso, un kebab de pollo, y un plato de cordero, con un agua grande. Total 46 TL. Un precio más que correcto, teniendo en cuenta que la comida estuvo bastante buena, que las raciones fueron correctas, y sobre todo la ubicación. Enfrente de Santa Sofía con unas vistas fantásticas de la basílica. Pocas veces hemos podido comer dos personas con vistas a la principal atracción de la ciudad por tan solo 15 euros.
Después de comer cambiamos de planes. Ya que estamos aquí, por qué no nos acercamos al Palacio de Topkapi y nos lo quitamos de encima. Estas entradas también las habíamos comprado previamente por internet. El precio, 25 TL por persona. La idea de comprar las entradas por anticipado por internet fue para evitar las colas que se forman en las taquillas. Al llegar a la entrada comprobamos que no había mucha cola. Pero más vale prevenir. Además no falla, si no las hubiéramos comprado, seguro que hubiéramos encontrado una cola de kilómetro y medio. Por eso mejor ir con los deberes hechos.
A la una atravesábamos la Puerta Imperial y accedíamos al primer patio. Este patio lo han convertido en un parque, en un jardín, en una plaza, o lo que más os plazca. Al final todo es lo mismo. Con la idea con la que hay que quedarse es con la de que es gratuito. De hecho las taquillas para comprar las entradas se encuentran al fondo de este patio. Siendo gratuito, ya os podéis imaginar que no alberga ninguna maravilla. Ah, y que está lleno de gente, faltaría más. Lo más destacable es la Iglesia de Santa Irene que se encuentra nada más entrar a mano izquierda. Se puede visitar el interior previo pago de 20 TL. Nos conformamos con ver el exterior, que de momento es gratis.
Cruzamos el patio sin detenernos, y directos a la entrada del Palacio que se encuentra al fondo del primer patio, en la Puerta de los Saludos. Directos al Harem. Lo de las visitas al Harem no teníamos muy claro como funcionaba. Y en previsión de que hubiera que reservar hora, o de que cerraran antes nos fuimos directos a por él. Cuando compramos las entradas de acceso al palacio, ya aprovechamos y también compramos las del Harem. En este caso el precio fue de 15 TL por persona.
Al llegar a la entrada resultó que ni visitas guiadas, ni limitación en el número de personas que podían acceder al interior, ni horarios reducidos. Todo lo más normal del mundo. Lo que no tengo claro es si siempre es así o si se debió a que lo visitamos en temporada baja. Y para los cuatro matados que van no vale la pena tomarse muchas molestias.
Y de esta manera nos encontramos en el interior del Harem dispuestos a realizar la visita por libre. Fuimos pasando por diferentes salas decoradas con azulejos de colores e inscripciones árabes. Todo muy colorido y llamativo. La zona de los eunucos negros, varias salas, el patio de los baños, las habitaciones de la madre del sultán y las dos habitaciones privadas de los sultanes. Durante el recorrido también salimos a un patio con vistas sobre al mar.
Todas las habitaciones son diferentes, pero si al final me llegan a enseñar una foto y me preguntan que habitación es esa, no sé si lo hubiera acertado, porque todas se parecen. Esto no quiere decir que no nos gustase. Todo lo contrario, nos gustó y mucho. Esos azulejos verdes y azules tienen el encanto de lo exótico. En resumen, el conjunto está muy bien, probablemente sea lo mejor del palacio. Por buscarle una pega, es más bien pequeño y sabe a poco.
Al salir del Harem nos encontramos en el tercer patio. Una pequeña eventualidad que solventamos volviendo atrás para seguir con la visita del segundo patio. Para empezar una sala con armas. Sables, escopetas, pistolas, armaduras. Lo más llamativo, unos escopetones con incrustaciones de nácar, un espadón que es imposible que la moviese una sola persona, y una armadura decorada con joyas.
A continuación pasamos a una sala con una exposición de relojes. Una muestra variada con algunas piezas bastante curiosas. Se pueden ver desde grandes carillones, hasta pequeños relojes decorados con joyas.
También en el segundo patio entramos en la sala de audiencias. Una enorme habitación ricamente decorada. La más llamativa del segundo patio.
Al otro lado se encuentra la zona de las cocinas. Por desgracia estaba cerrada. Mejor pensar eso que la otra opción. ¿Qué cuál es la otra opción?. Pues que somos unos torpes y no fuimos capaces de localizar la puerta.
Eso es todo lo que dio de si el segundo patio. Cruzamos la puerta y a por el tercer patio. Lo primero que aparece es un pabellón. Muy del estilo de la Sala de Audiencias. Con unos interiores muy exóticos, decorados con todo lujo.
Después se visita una sala con ropajes. Son los mantos de los sultanes. Enormes, talla XXXXL. Los mantos de manga larga resultan muy chocantes. Las mangas eran larguísimas, llegaban al suelo. Imposible usar la manos con esas mangas. Por lo menos las tendrían calentitas.
La siguiente sala contenía objetos de la vida cotidiana de los sultanes. Botijos, vasos, cajitas y cosas así. Seguro que os estáis diciendo ¡Qué poco glamour! Para nada. Objetos vulgares sí, pero todos de oro, de cristal de roca, y cubiertos de unos pedrolos como garbanzos. Seamos realistas, si solo digo “un botijo”, suena rústico. Suena a pobre. Pero si os digo, un botijo de oro adornado con piedras preciosas, suena diferente. Y eso que en el fondo no deja de ser lo mismo, un botijo. Curiosidades del lenguaje.
Le sigue una nueva sala con objetos traídos de otros países tras las campañas de guerra, y con las medallas de los sultanes. Lo de las medallitas un coñazo. Lo único destacable una medalla que les concedió España a cuento de no sé que historias. Y no es que la medalla sea la repera. ¡Que va, es bastante vulgarcilla!. Es una especie de absurdo orgullo patrio al vernos representados entre un montón de países. Como si eso tuviera alguna importancia. Pero somos así de bobos.
Y por fin llegamos a la sala de las joyas. Aquí es donde está el famoso puñal de Topkapi con sus tres esmeraldas. También hay muchos diamantes, alguno muy gordo. Pero gordo, gordo. Os garantizo que uno de esos os arregla la vida. Bueno os la arregla a vosotros, a vuestros hijos, a vuestros nietos, y si me apuras a alguna generación más. Colgantes con esmeraldas del tamaño de una pelota de tenis. Una caja llena de esmeraldas. Hasta se dieron el lujo de vaciar una esmeralda para construir una cajita. Lujo, lujo, y más lujo. La verdad que está sala no está nada mal. Por algo es uno de los puntos fuertes de la visita.
Pegada hay otra sala con objetos sagrados. Objetos pertenecientes a diferentes profetas, como la espada del profeta, entiendo que Mahoma, pero como no estoy muy versado en la historia sagrada del islam, no me atrevo a asegurarlo con total seguridad. Que con esta gente no se juega, y un desliz de este tipo te mete de lleno en la lista de los infieles más buscados. Y ahora mismo estoy un poco liado y no estoy para historias de ese tipo. La espada de David. Las llaves de la Kaaba. Y una vara que perteneció a Moisés. Mi mujer tiene sus dudas respecto a la autenticidad de esa pieza. ¡Mujer de poca fe!. Menos mal que no es musulmana, con esa falta de fe ya estaría condenada a los infiernos desde hace muchos años
Pasamos al cuarto patio. Una zona ajardinada con bonitas vistas sobre el Bósforo. A mano derecha se visitan tres pabellones, del estilo del Harem. EL pabellón de Bagdad, el de la circuncisión y otro que no sé como se llama. Y como me da pereza buscarlo os quedáis con las ganas de saberlo. También hay un baldaquino con vistas al mar. Es una zona agradable para sentarse un rato y descansar de tanto museo. Porque al final, esas cosas son de las que mejor se acuerda uno. Salas y más llenas de objetos valiosísimos, pero que con los meses caen en el olvido. En cambio de un rato sentado relajado, disfrutando de unas buenas vistas en un lugar como ese, uno se acuerda más tiempo. Al menos es lo que me pasa a mí. Recuerdo mejor las sensaciones que me produjo un lugar que lo que realmente vi.
Y como ya no había más patios, tocaba desandar el camino. Volvimos al tercer patio y entramos en la última sala que nos quedaba por visitar. No recuerdo ni que había. Así que imaginaros lo interesante que debía ser.
Segundo patio, primer patio, y a la calle.
La visita del palacio me pareció muy interesante. No creo que descubra nada nuevo si la incluyo entre las visitas obligatorias. Pero de verdad que está muy bien. Hay muchas cosas que ver. Estuvimos unas dos horas y media, paseando tranquilamente pero sin detenernos en detalles. Se puede decir que sin pararnos. Y eso para nosotros es una auténtica barbaridad. Muy pocas veces estamos más de una hora y media en un museo, en un palacio, o en cualquier lugar cerrado. Aquí doblamos la duración media, y lo mejor es que no se nos hizo nada pesado. Sé que este rollo no le interesa a nadie. Lo entiendo. Pero quedaros con la idea de fondo, que se trata de una visita larga. Así que los lentos y los que se regodean en los detalles, que vayan con tiempo más que suficiente, o no podrán pasar ni del segundo patio.
Para recuperarnos del esfuerzo; dos horas y media de pie no son moco de pavo; paramos en el mismo bar en el que habíamos comido. Pedimos un cortado y un té de manzana. 12 TL. Me gustó mucho el té de manzana. Me pareció diferente, con sabor a manzana de verdad. Pero lo mejor volvió a ser el lugar. Una mesita justo enfrente de Santa Sofía con unas vistas privilegiadas de la basílica. Tanto me hubiera dado que me hubieran servido un vaso de agua o un meado de caballo. Lo importante no era la bebida sino el lugar, lo que se ve desde esa terraza.
Ya podíamos volver a la Mezquita Azul. Verla al fondo de la plaza es una gozada. Fotos, fotos y más fotos. Me encanta esa mezquita. De frente, de costado, del revés, invertida, en diagonal. Me da igual como la pongáis; simplemente me encanta. Cruzar la plaza nos llevó nuestro tiempo. Cada tres pasos me paraba para sacarle unas fotos. No me podía resistir. Mi mujer casi se larga y se va a hacer la visita ella sola. Creo que acabó desesperada con tanta foto.
Al entrar en la zona ajardinada más de lo mismo. Fotos y más fotos. Al que inventó la cámara digital y las tarjetas de memoria tendrían que hacerle un monumento. Que digo un monumento, tendrían que hacerlo santo. Ese invento es un hito en la historia de la humanidad al nivel del descubrimiento del fuego o de la rueda. No quiero ni imaginarme lo que me hubiera gastado en carretes y revelados. Un dineral.
EL dedo se me va solo. Sobre todo ante una maravilla como esa. Y es estéticamente, la Mezquita Azul es preciosa, con sus seis minaretes. No puedo evitarlo, siento debilidad por esta mezquita. Y el patio interior, ………. Me encanta el patio interior, con una preciosa fuente de abluciones en medio, y unos enormes arcos en todo el perímetro.
La entrada principal se encuentra en el patio interior. La entrada para los extranjeros, los infieles, y demás gente de mal vivir se encuentra saliendo del patio por la derecha. Hacia allí que nos fuimos. Volvía a estar cerrada. Y lo que es peor, había una cola larguísima. ¿Qué hacemos, nos vamos o nos ponemos en la cola?. El primer impulso fue el de largarnos, pero mirando la cola y recapacitando un poco supusimos que no tardarían mucho en volver a abrirla para las visitas turísticas. Y así fue. En cinco minutos toda aquella gente se puso en movimiento. La cola avanzó con bastante rapidez, y en unos diez minutos estábamos en condiciones de acceder al interior. Antes tuvimos que cumplir con el ritual de descalzarnos, y mi mujer además con el de taparse la cabeza con un pañuelo. Para facilitar este proceso tienen preparadas unas bolsitas de plástico en las que se pueden meter los zapatos, y pañuelos para las mujeres. Al menos eso es lo que hacía todo el mundo, y nosotros, que somos muy comedidos y no nos gusta llamar la atención hicimos lo mismo. Si alguno tiene un espíritu innovador puede intentar cambiar los roles. Meter los zapatos en un pañuelo y tapar la cabeza de su mujer con una bolsa de plástico. Quién sabe tal vez funcione y suponga una revolución en el antiguo arte de visitar mezquitas. O tal vez no funcione y os saquen a patadas de la mezquita. Mientras tanto yo continuaré utilizando la metodología tradicional. Pero si algún día alguien lo prueba, le agradecería que me lo hiciera saber. Tanto si le sale bien como si no. Sobre todo si no le ha funcionado el invento. Nos echaremos unas risas juntos.
Por fin estábamos en el interior de la Mezquita Azul. Al igual que el exterior, el interior es impactante. De lo mejor que he visto nunca. Cuatro columnas muy gruesas sostienen una enorme cúpula con cuatro medias cúpulas alrededor. Y a partir de hay más cúpulas. Vidrieras de colores. Azulejos de colores, con predominio de los tonos azules y verdes. Letras coránicas. Una decoración brutal y preciosa. La visita es rápida, ya que se limita a una zona habilitada para los visitantes al fondo de la mezquita desde la que se puede ver todo el conjunto. Una vez vista ya está, no hay más. Pero el encanto de esa decoración y la atracción que siento por esa mezquita es tal que no podía dejar de mirar todos los rincones una y otra vez. Me costó mucho salir de ese lugar. Tiene algo mágico que me atrapa.
Y al salir de la Mezquita Azul, al otro lado de la plaza lo primero que se ve es Santa Sofía. Las vistas de la basílica desde ese punto son preciosas. Me atrevería a decir que casi mejores que de cerca. Aunque lo mismo puede decirse de la Mezquita Azul. La mejor perspectiva de ambos monumentos se obtiene con cierta distancia, ya que de esta manera los árboles no distorsionan las vistas.
Nos quedaba por visitar el Hipódromo. O mejor dicho, lo que fue el Hipódromo, porque hoy en día no es más que una avenida. De hipódromo poco. Vimos la fuente del Kaiser Guillermo, y los dos obeliscos un poco más allá.
Tras tanta piedra y monumentos era la hora de las compras. Y compras igual a Gran Bazar. Antes de llegar al Gran Bazar pasamos por delante de la Columna Quemada. Es exactamente eso, una columna alta que parece que se ha quemado. Una cosa muy sosa.
De camino pude convencer a mi mujer de realizar una última visita antes de sumergirnos en el caos del Gran Bazar. No sé como lo logré, pero la cuestión es que accedió. A día de hoy todavía me hago cruces de que me dijese que si. Sé que debería hacerme medias lunas por deferencia a la religión mayoritaria del país. Pero como no sé como hacerlas me quedo con las cruces.
Antes de que pudiera cambiar de opinión nos encontrábamos junto a la Mezquita Beyazit. Estaba en obras. ¡Qué rabia!. La mezquita ni se veía, solo andamios por todas partes. Además tuvimos que entrar por un lateral. Pasamos por delante de los grifos donde se lavan los pies, y a ver el interior. Pero las obras también se realizaban en el interior por lo que solo pudimos ver un trozo muy pequeño. Un fiasco. ¡Malditas obras!. ¿Tanto les costaba desmontar un momento los andamios para que pudiésemos ver la mezquita sin engorros?.
Y ahora si, sin más dilación, directos al Gran Bazar. Caminamos un buen rato disfrutando del ambiente, paseando sin rumbo, sin seguir ningún orden. Simplemente dejándonos llevar. No paramos en ninguna tienda, ni mucho menos nos atrevimos a preguntar el precio de nada. De nuestra anterior visita a ese lugar recordábamos a unos vendedores agresivos e insistentes hasta la extenuación. Preguntar un precio significaba meterse en un toma y daca agotador, para acabar comprando un chisme que ni queríamos ni necesitábamos, pagando un precio más alto de lo que teníamos previsto, y sobre todo más alto de lo que realmente valía. Y es que en el antiguo arte del regateo los turcos en general nos dan mil vueltas. Y los vendedores del Gran Bazar en concreto se llevan la palma. Imposible competir en ellos. Pero para nuestra sorpresa los vendedores no parecían interesados en nosotros. Nos veían pasar con indiferencia. Como si solo con vernos supieran que no íbamos a comprar nada. Los recordaba más pesados y tocones. Pero prácticamente ninguno nos dijo nada. Algún despistado intentaba llamar nuestra atención, pero sin insistir. Y de coger el brazo para intentar atraernos a su tienda ya ni hablamos. Todo muy light.
Los vendedores parecían otros. En cambio el Gran Bazar si que era exactamente como lo recordaba. Un laberinto de calles que van y que vienen. Imposible seguir un orden. Lo mejor es dejarse llevar y caminar sin rumbo. Pasear disfrutando del ambiente. De la gente que y que viene. De los chavales que corren por los pasillos con palanganas llenas de tazas de té. De los turistas despistados intentando encontrar la salida. De gente cargada de bolsas tras dejarse embaucar por un avispado vendedor turco. Es todo en mundo. Me encanta este sitio.
Y aunque la idea era no comprar nada, no somos de piedra y acabamos pecando. Compramos uno de esos típicos colgantes con un ojo por 1,50 TL, seis cajas de té de frutas por 15 TL y 10 bolígrafos decorados por 25 TL. Salvo los bolis, el resto lo vimos después un poco más barato. Pero la diferencia era tan ridícula que ni nos importó.
Cuando nos cansamos de caminar salimos por la misma puerta por la que habíamos entrado y nos fuimos directos al hotel a descansar. De camino cayeron cuatro pastelitos que me costaron 8 TL. Estaban de vicio.
De regreso al hotel nos perdimos, por lo que acabamos dando un par de vueltas innecesarias. Tras convencernos de que así no íbamos a ninguna parte acabamos preguntando al vendedor de una tienda. Yo culpo del problema al plano que a mi entender no era muy bueno. Mi mujer, como siempre, mantiene una postura diferente. La de que somos unos torpes sin el más mínimo sentido de la orientación y que algún día acabaremos perdiéndonos en el comedor de nuestra casa. Lo mejor de todo es que estábamos muy cerca del hotel, a tres manzanas. Pero aceptemos la realidad, sin preguntar no hubiéramos llegado nunca. Aun estaríamos dando vueltas por esas dichosas cuestas.
Recuperadas las fuerzas volvimos al Hipódromo para poder ver esa zona iluminada. Tanto Santa Sofía como la Mezquita Azul están preciosas por la noche bajo la luz de los focos que las iluminan. Verlas de día y visitar su interior es una obligación. Verlas de noche iluminadas no lo es menos. Las observamos de lejos desde el otro lado de la plaza. De cerca para verlas con más detalle. La iluminación de ambas es muy buena eso hace que resalten mucho, sobre todo la Mezquita Azul. En la fuente que hay entre los dos monumentos realizaban pequeños juegos de colores con el agua. No es que fuesen gran cosa. Pero ver cualquiera de los dos monumentos a través de los chorros de agua fue de lo más edificante.
Seguimos paseando por el Hipódromo. Pasamos junto a las tres columnas; el Obelisco de Teodosio, la Columna Serpentina, y la Columna de Constantino. Por muy antiguas que sean no dejan de ser más que eso, tres columnas.
Al final del hipódromo paramos un taxi y le pedimos que nos llevara a Kumkapi. De entrada aceptó llevarnos, pero al ver que se acercaba más gente con la intención de coger un taxi nos dijo que fuéramos andando, que Kumkapi estaba a 500 metros bajando por esa misma calle. Primero nos quedamos en estado de shock. El taxista acababa de dejarnos tirados. Tras recuperarnos decidimos hacerle caso. No tardamos en bajar la cuesta y llegar a la altura de la Pequeña Santa Sofía. Nos limitamos a verla por fuera ya que a esas horas estaba cerrada. De todas formas no parecía gran cosa. Caminamos un poco más y llegamos a Kumkapi. Supimos que habíamos llegado por el jaleo que había montado en la entrada. La entrada a la zona de restaurantes está detrás de un puente cutre. Queda un tanto escondida. Nos salvo el bullicio de gente que entraba y salía.
Al igual que el Gran Bazar, Kumkapi era tal y como lo recordaba, pero con mucha más gente. Había un jaleo impresionante. Lo único que hay son restaurantes que ofrecen pescado, y un montón de gente cenando y paseando. Cada restaurante tiene por lo menos un gancho en la puerta intentando captar clientes. Se dirigen a todo turista que pasa por delante intentando que entre en su local. Pero solo a los turistas, a los turcos no les hacen ni caso. Parece que nos huelen.
Los fuimos sorteando hasta que llegamos a una plazoleta. Más allá se veía poca cosa, así que era el momento de dejarnos pillar. En algún sitio teníamos que cenar. Y la verdad que nos daba igual uno que otro. Nos dejamos engatusar por el primer gancho que se nos acercó, y a cenar. Pedimos que nos subieran a la primera planta, lejos del jaleo de la calle. Fue un acierto. Pudimos cenar más tranquilos disfrutando del ambiente desde la ventana. El restaurante era el Historic Kumkapi Restaurant. Pedimos unos calamares a la romana, un brocheta de pescado y un pescado a la cazuela con salsa. Todo estuvo muy bueno. Las raciones cortitas, pero suficientes. El precio, 90 TL. Un poco caro para Turquía, pero como estuvo muy bueno no nos importó pagarlos.
Mientras cenábamos subió un grupo y se puso a tocar junto a dos mesas. Al acercarse a nosotros les dijimos que no. No insistieron, se dieron media vuelta y se fueron.
Después de cenar dimos una vuelta por Kumkapi. Algo rápido ya que no es muy grande. Y directos al hotel dando un paseo. Apenas tardamos un cuarto de hora.