MOZAMBIQUE: La vuelta al Sur de África en 80 días (y7) ✏️ Blogs de Mozambique

Llegué a Nampula a primera hora de la mañana. Decidí dar una vuelta por aquella gran ciudad. Me fascinan esas ciudades de grandes avenidas y luz tropical que parecen decir que fueron algo importante, pero que por algún avatar del destino cayeron en el olvido. Siguiendo la guía me acerqué al café Atlántico a tomar un buen desayuno para recuperarme de tanta fruta y snacks callejeros. Retomo la avenida para tomar una chapa en las proximidades de la estación. Los ayudantes de los motoristas gritan Ilha, Ilha para llenar el transporte.

Ilha do Moçambique es una pequeña isla a unos 3km del continente, unida por un destartalado puente de hormigón. Impresiona realmente que en un país tan pobre esa insignificante isla esté conectada al continente. Y es que este enclave fue la primera primera capital del país y debido a su rico a patrimonio arquitectónico, fue considerada en 1991 Patrimonio de la Humanidad por la Unesco.

No todos los vehículos pueden cruzar el puente, por lo que es habitual tener que cambiar de chapa para acceder al núcleo. Es mediodía y la chapa me deja en un cruce de calles entre impresionantes edificios de color blanco. Poca gente camina a esa hora y me quedo absorto viendo la magnitud del viejo hospital. Un enorme edificio semiabandonado que asoma por encima del resto.



No sabía exactamente lo que me iba a encontrar allí, pero a medida que iba caminando hacia el norte, en busca del alojamiento elegido, no podía parar de alucinar con la belleza de los edificios coloniales portugueses, algunos de ellos restaurados para acondicionarlos en hoteles o restaurantes.

Ruby's era el alojamiento señalado en la guía. Localizado en una casa antigua del s.XVII, las habitaciones están decoradas respetando la época del edificio. Claudia, la encantadora portuguesa propietaria del local, me dio algunas ideas para pasar los próximos días. Aunque no es necesario hacer grandes planes, basta callejear para disfrutar del sabor de este lugar, de sus playas, de su puerto donde los pescadores reparan sus redes, sus mujeres venden pescado o los jóvenes abren erizos. Por las calles grupos de mujeres conversan sentadas ante los portales de sus casas. Algunas se arreglan el pelo, otras se pintan las uñas mientras se esconden para no salir en la foto. Las niñas, por contra, sonríen y bailan ante la cámara. Los niños corren en la hora del patio saliendo de las madrazas. Es el Índico.

No importa el tiempo que desees estar, siempre será poco aunque repitas los mismos paseos. Siempre tienes la sensación de estar descubriendo rincones, reflexionando sobre las infinitas posibilidades del lugar, con la sensación de que la isla estuviera preparándose para ser el próximo destino de moda.

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En la mayoría de las ocasiones es el destino lo que nos motiva a movernos por el mundo, pero el trayecto en sí resulta esencial para vivir el viaje. Es entonces cuando nos sentimos en un otro lugar, lejos de la rutina, lejos del confort. Una vez en el destino, nos hacemos al entorno y nos adaptamos a esa nueva realidad.

Las chapas a Quissanga parten de la avenida 25 de septiembre, en pleno centro de Pemba, alrededor de las 4:30h al grito de Ibo, Ibo!. A esa hora ya me había adaptado a las sábanas de la habitación de Residencial Lys. Cuando el sol de la mañana me despierta, eran las cinco y pico de la mañana. ¡Me había dormido!. Salgo como un rayo, pero en la vacía avenida ningún chaval grita Ibo desde la puerta de ninguna de las furgonetas que pasan. Uno de ellos me indica otro vehículo que va en dirección norte, tal vez encuentre otro transporte en algún cruce que me lleve hasta mi destino. No tengo nada que perder y subo en la chapa indicada. Las calles están vacías y avanzamos rápido hacia las afueras de la ciudad. Allí donde se bifurcan las carreteras, la gente espera para tomar el transporte adecuado. El minibús se llena y avanzamos sin demora.

Los chavales que gritan el destino se encargan también de cobrar, de ubicar las cargas (equipajes, fardos o animales) y de parar en los destinos de cada pasajero. A pesar de estar ocupados en todo momento, no se olvidan de ti. Así, en un cruce perdido de la carretera a Tanzania, la chapa para y el chaval me señala un camión con gente en el remolque. Es el transporte que me ha de llevar al puerto de Quissanga, que arranca enseguida tras acabar de completar el pasaje. Me acomodo entre sacos y esterillas, agarrado a la cabina. Aquello se menea de una forma bestial. ¡Vaya manera de ejercitar las abdominales!

Llegamos a Quissanga alrededor de las 14h. A esa hora el bote supuestamente ya había zarpado. Sin embargo, había mucha gente esperando al final de la carretera, sentada alrededor de un gran árbol. Pregunté a varias personas y todas parecían decir que sí, que pronto vendría una barca que nos llevaría a Ibo.

Con la tranquilidad que da no estar solo en el confín del mundo, junto a una decena de personas tranquilamente esperando el transporte a Ibo, esa isla remota del archipiélago de las Quirimbas. Allí, reparo en una mujer que sirve de un cubo platos de pescado y mandioca. Le compro un plato de estofado. Estaba muy bueno, aunque algo frío. Me siento y empiezo a leer, pero el cansancio hace que me duerma.

Al cabo de una hora, uno de los muchachos que trapichean en el lugar me despierta y me apremia a tomar el bote. Cargo la mochila y hundo mis pies en el barro. Un padre y su hijo se ofrecen por unos poco meticales a acercarnos al bote, que no puede acercarse más por la marea baja.

Una vez todo el pasaje a bordo, el barco despliega su vela latina y, en silencio, empieza la marcha. Quién me iba a decir que después de aquel agotador día iba a acabar disfrutando de uno de los mejores momentos del viaje. Mar, sol y viento. Nada más y nada menos.



Una vez en Ibo, parece que el tiempo se detenga, que el barco te haya llevado al lugar más remoto del universo, con unos personajes escondidos tras los muros de los edificios, esperando a que te acerques para explicarte la historia de sus vidas, la historia de la isla.

Pasear por las calles de este lugar es sencillamente mágico. No entiendes qué hacen esos edificios majestuosos en esa recóndita isla, la mayoría abandonados. Da igual las veces que pases ante sus fachadas, a cada momento del día, el juego de luces y sombras, las hacen diferentes a la mirada. Entonces descubres una puerta entreabierta, un cartel que dice servir café de Ibo y entras. En una sala un par de mesas te están esperando. Un hombre interrumpe su juego con sus hijos y te sirve un café delicioso. En la sala contigua tiene expuestos artículos variados para su venta. Tras explicarte un poco de su historia me pregunta por mi camino. Ah, el fuerte! Y desde el fuerte de São João Baptista tienes las mejores vistas del Índico. Pero además, escondida entre sus dependencias entre las muestras de algunos artesanos plateros, encuentras una sencilla exposición que es parte del relato del lugar.

Y así transcurren los tranquilos días en este lugar del mundo, paseando y recomponiendo la historia del lugar como quien monta un puzzle sorbo a sorbo en el lugar más remoto del mundo.

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La noche antes de marcharme de Ibo fui a cenar al Miti Miwiri, como había hecho los días anteriores. Ademas de wifi, siempre encontrabas caras conocidas con las que conversar y tomarte una cerveza.
Esa noche llovió todo lo que no había llovido los tres meses de viaje.

Esperé en el porche a que amainase un poco el aguacero, pero seguía jarreando horas después de que el camarero hubiese cerrado el bar. Sin nada mejor que hacer que ver como caían los rayos, me tumbo en el piso y converso con la última parroquiana, una fotógrafa vasca que se había establecido allí por más de veinte días para hacer un reportaje.

Finalmente, pasada la medianoche, intensidad parecía bajar un poco y decidimos volver a nuestros alojamientos. Para entonces todavía quedaba un trecho hasta el Karibune, debía hacer la maleta y madrugar al días siguiente.

Me dijeron que estuviese a primera hora en el embarcadero, que el bote a Quissanga se suele llenar. Mi regreso a España pasaba por regresar al continente y los transportes mozambiqueños no son nada fiables. Pero a esa hora no había nadie. Decido desayunar en la casa huéspedes más próxima. Lo regenta una argentina con quien hablo de la isla y de su historia. Qué pena no haber entrado allí antes. Embobado escuchando las vivencias que la llevaron allí, no me doy cuenta que ya se estaban expidiendo los boletos. Me despido rápido dando el ultimo sorbo al café de Ibo. Por que Ibo da nombre a una Denominación de Origen.

(cuanto más escribo de Ibo, más me doy cuenta de lo grande que es este lugar)

La vuelta en barco sólo dura una hora escasa y frente al árbol nos espera el camión de regreso a Pemba. Desafortunadamente, las lluvias torrenciales dañan la calzada y a mitad de camino la carretera está cortada. Tras algunas horas solucionando el problema reprendemos la marcha, solo que cambio de vehículo. Un transportista de matas se ofrece a llevarme en su cómodo camión en vez del remolque.

La idea original era dormir en la playa de Wimbe, cerca del aeropuerto en el que debía tomar el avión para Johannesburgo, pero el cansancio del día anterior y la hora de llegada me llevaron a dormir en el práctico Residencial Lys. De todas maneras, al día siguiente me acerqué a la playa, pero las lluvias la habían arruinado ese día. Todo estaba lleno de restos arrastrados por las olas. Así que sólo pude pasear recreándome en lo que pudiera haber sido un extraordinario punto final.

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