El día anterior por la mañana ya éramos conscientes de que los billetes de tren a Tashkent estarían agotados, por lo que decidimos reservar un vuelo doméstico desde Bujará por un precio de unos 30 euros por persona con maletas facturadas incluidas. No estaba nada mal teniendo en cuenta que un taxi hasta Tashkent podría suponer el mismo precio (60 euros para dos personas) pero por un trayecto de 10 horas.
La elección del avión fue rápidamente consensuada. La mañana la dedicamos en Bujará a la compra de souvenirs por los bazares, salimos del hotel y nos dirigimos al aeropuerto, curiosamente mucho más cercano que la estación de tren. Se trata de un aeródromo minúsculo, pero sometido a extraordinarias medidas de seguridad. No sé cuántas inspecciones de equipaje y documentación hubo que pasar para tratarse de un vuelo doméstico: muchas, 5 o 6, incluido cacheo. La policía presta mucha atención a cargadores, cables, ordenadores... la medicación no la examinan, pero cualquier aparato electrónico resulta sospechoso. Aunque todo hay que decirlo, todo este tedioso proceso se compensó con la conducta amable y profesional de los oficiales. Volamos a Tashkent en otro A-320, vuelo completo, pero de excelente calidad y operado de nuevo por Uzbekistan Airways. En 50 minutos aterrizamos en la capital uzbeka.
Una vez más, procedemos de igual forma: taxi hasta el hotel, check-in, cena en el magnífico lugar del pollo y último paseo por Tashkent. Se había quedado pendiente la visita a la mezquita Minor, un impresionante santuario blanco de época moderna, pero que guarda una estética diáfana y acertada con el entorno. La noche cae y es hora de volver al hotel en metro.
