Estamos en Mboua, un pequeño poblado justo al borde mismo del área conocida como Black Forest.
Black Forest o Bosque Negro es una gran área de selva inundada, aquí el camino es el agua y para cruzar por aquí no se anda, se pasa en unas pequeñas canoas, tan pequeñas que solo caben dos personas en cada una, remero a parte y con una borda tan baja que solo subirnos ya nos queda claro que llegaremos al destino con el culo húmedo en el mejor de los casos, ya que cualquier pequeño movimiento de balanceo de la canoa, provoca la entrada de agua por encima de la borda.
El nombre de Black Forest se debe al color del agua, parece que estés navegando por un rio de petróleo, debido a la cantidad de materia orgánica que hay descomponiéndose en el agua, esta adquiere un tono casi negro, lo cual sumado a la impenetrable vegetación que te rodea y prácticamente, cubre el cielo por encima de tu cabeza, da ese color negro que hace justicia al nombre del lugar.

El primer problema es poner de acuerdo a los diferentes barqueros, quien sube con quien, como salimos, cuando… en fin, que cuando finalmente conseguimos salir ya es media tarde, lo cual es una lástima, ya que de las cinco horas de camino que tenemos por delante, cuatro van a ser de noche y la verdad es que el laberinto de árboles y agua por el que vamos a pasar es algo realmente espectacular. Lo dicho, una lástima no disponer de un poco más de tiempo para poder disfrutar del paisaje. Aunque navegar por aquí dentro de noche es también una experiencia impresionante, nos habría gustado más poder hacer mayor parte del camino con luz, pero bueno, es lo que hay.

El segundo problema viene cuando ya estamos en ruta, hemos salido cinco canoas y al poco rato de empezar a navegar, la disputa que tenían los barqueros antes de salir, se reproduce en forma de carrera. Zigzagueando en esas pequeñas embarcaciones entre los árboles, a ver quién llega primero, provoca que las canoas se vayan separando, de manera que al poco rato estamos completamente solos. Es decir, cada canoa se ha alejado de las otras y ya no hay nadie más a la vista, ni por delante, ni por detrás. Esto, que en principio no parece ser ningún problema, ya que cada barquero conoce perfectamente la ruta, al igual que los bayaka conocen los senderos de la selva, esta gente conocen a la perfección los senderos de agua por los que vamos. Pero el problema empieza a darse en tu cabeza a medida que va oscureciendo, cuando ves que estas en plena noche, navegando en medio de la selva inundada y a solas con tu pareja y el barquero y sin un alma a la vista, empiezas a pensar que pasaría si das con un tronco sumergido que golpee y vuelque la canoa.

Pero darle vueltas a esas ideas no es que ayude mucho, así que te relajas, confías en que el barquero sepa hacer su trabajo y te dedicas a observar las estrellas que de vez en cuando aparecen a través de algún claro entre los árboles.
Finalmente llegamos a una zona conocida como el Carrefour, llamada así porque es donde el agua del Bosque Negro se encuentra con el rio Likouala-aux-herbes, por el que mañana debemos descender, esta vez ya en una canoa mayor, todos juntos y con motor fueraborda.
Aquí encontramos una pequeña isla fangosa, en la que se encuentra un cobertizo donde se alojan y trabajan, fabricando ladrillos de adobe, cuatro personajes que nos dan la bienvenida.
A oscuras montamos las tiendas para pasar la noche, intentando encontrar una zona lo menos enfangada y húmeda posible y después de comer algo, nos vamos a dormir.
A la mañana siguiente, nos levantamos temprano, ya que pronto tiene que llegar la canoa que vendrá a recogernos y llevarnos hasta Matoko, un pueblo junto al rio desde el cual podremos, mediante coches, acercarnos hasta Impfondo, capital de la zona de Likouala, donde en un pequeño aeropuerto podremos tomar el mini avión que nos llevará hasta Brazzaville.
Pero al levantarnos vemos que llueve, eso es una mala noticia ya que no sabemos si el barquero que debe a recogernos ha salido a pesar de la lluvia o no.
Al poco de levantarnos deja de llover, así que empezamos a recoger e intentar secar lo mejor posible las tiendas y desayunamos un poco mientras esperamos a que llegue la canoa.
Y van pasando las horas y la canoa no llega, en principio debería estar aquí a las diez de la mañana, ya tenemos claro que a esa hora no llegará, pero las horas siguen pasando y del desayuno, pasamos a la comida y la canoa sigue sin llegar.
Finalmente decidimos que ya no esperamos más, los trabajadores de la fábrica de ladrillos tienen un par de canoas en las que podemos acomodarnos, por un módico precio nos acompañarán en ellas hasta Matoko, aunque claro, esas canoas no tienen motor fuera borda, así que tocará remar, por suerte a favor de la corriente. Teniendo en cuenta que la duración prevista del trayecto con la canoa con motor fueraborda era de cinco horas, calculamos que a remo tardaremos mas o menos unas nueve horas, teniendo en cuenta que son más de las dos de la tarde, esto nos asegura una nueva noche de navegación.

Cuando ya tenemos las bolsas y utensilios cargados en las canoas, oímos un motor que se acerca y si, es Monsieur le Capitán, el cual, después de esperar tranquilamente en su casa a que dejara de llover, ha venido a buscarnos. Así que cambiamos los equipajes a la canoa recién llegada y tras despedirnos de la gente de la fábrica de ladrillos iniciamos la navegación por el rio Likouala.
Y la verdad es que el trayecto es majestuoso, a diferencia de la Black Forest, que es una selva, inundada pero selva, el Likouala es un rio grande, aquí la selva no te cubre la cabeza y puedes ver el cielo y las orillas, en las que de vez en cuando aparecen algunas chozas de las que sale gente a saludar.
Las cinco horas de navegación van pasando lentamente, mientras nos dedicamos a observar el paisaje y poco a poco va oscureciendo, siendo ya noche cerrada cuando llegamos a Matoko, el lugar donde desembarcaremos.
Cuando lo hacemos, el “alcalde” del pueblo viene a recibirnos y nos indica un descampado donde podremos montar las tiendas, vamos hacia allí y montamos las tiendas rápidamente, pues nos dicen que hay una fiesta, que ya está llegando a su final, pero que aun podemos acercarnos y tomar alguna cerveza. Evidentemente nos convertimos automáticamente en la principal atracción del evento y parece que la fiesta, que ya estaba llegando a su fin, se reaviva y durará un rato más. Finalmente, el cansancio acumulado nos hace empezar a pensar en irnos a la cama y como si los dioses nos hubieran oído, se desencadena una tormenta que termina definitivamente con la fiesta y a nosotros nos manda de nuevo a dormir húmedos, aunque por suerte, ya estamos acostumbrados.

Por la mañana, nos despertamos con los primeros rayos de sol y desmontamos las tiendas, por última vez pensamos, ya hay ganas de pillar una cama de verdad. Después de desayunar, nos acercamos hasta la carretera donde, con retraso, para variar, llegan los coches que nos llevarán hasta Impfondo, al aeropuerto. Así que después de las ya acostumbradas discusiones entre conductores acerca de quién va primero, quien sube con quien, etc. Nos ponemos en marcha y al cabo de una hora más o menos, llegamos al aeropuerto de Impfondo, donde esperamos que todo vaya bien y salga el avión, cosa que no está garantizada y que caso de no ocurrir, nos condenaría a dos días de larguísimo viaje por carretera hasta Brazzaville.
Por fortuna el avión llega, lo cual ya es una buena señal y al poco nos confirman que en un par de horas saldremos en dirección a Brazzaville. Empleamos este par de horas en cumplimentar los diferentes trámites administrativos, controles de seguridad y embarque de equipaje, todo ello en una atmosfera kafkiana, que te obliga a tomarte las cosas con sorna, más que nada porque cabreándote no ganas nada, al contrario, solo falta que al cacique sentado detrás de la mesa que está mirando tu pasaporte o al que debe verificar tu equipaje o al encargado del control de seguridad que te vacía la mochila mientras busca cualquier excusa para pedirte un regalo les molestes y puedes tener un problema gordo, como les dé por retenerte ya la has liado, ya que perder ese avión es un enorme problema que te cae encima y a ellos no les preocupará lo mas mínimo, Así pues, lo mejor es tomárselo a risa, decir bonjour, sonreír y hacerse el tonto “je ne comprends pas” cuando insinúan que les sueltes alguna propina.
Una vez completado todo el proceso, esperamos en la sala de embarque donde nos dedicamos a contemplar al resto del pasaje que compartirá avión con nosotros. En total seremos unos 20 pasajeros y como el avión evidentemente carece de bodega, los equipajes irán amontonados con nosotros en alguno de los asientos libres que quedan. Observo con especial interés a uno de los pasajeros, una cabra metida en un saco del que solo saca la cabeza y me entra la risa tonta al ver que de uno de los cuernos, le cuelga una etiqueta igual a las que han colocado en nuestras maletas.
Finalmente, abren las puertas de la sala de embarque y nos acercamos hasta el pequeño bimotor a hélice que tiene que llevarnos hasta Brazzaville. Nos acomodamos, no sin los típicos líos y protestas de aquellos pasajeros a los que no les gusta el asiento que les ha tocado y así, con el sonido de las discusiones entre pasajeros y azafata, con el ocasional balido de la cabra de fondo, iniciamos el vuelo que nos permitirá ver un buen trozo del país desde el aire, hasta llegar finalmente a Brazzaville, a orillas del imponente rio Congo y mientras descendemos, vemos también Kinshasa, justo en frente de Brazzaville, al otro lado del rio, a donde nos gustaría acercarnos también, pero en esta ocasión no será posible, otra vez será.