Tras un vuelo rápido a pesar de la escala en Frankfurt, aterrizamos en Amsterdam. Al poner el primer pie fuera del aeropuerto de Schiphol ya entendemos que la ropa de abrigo que llevamos no va a estar de sobra.
Después de esperar escasos quince minutos, subimos al autobús número 197, dirección Leidseplein, y según nos acercamos a la ciudad contemplamos maravillados las casas de baja altura color chocolate a orillas de los canales, todo tal y como lo habíamos imaginado. Desde el interior del autobús, casi ajenos al frío del exterior, observamos también como la primavera aún no ha traído a Amsterdam la explosión de colores que ya comenzábamos a degustar en Bilbao: aquí los árboles todavía no tienen ni una hoja y la gente corretea de un lado a otro en sus bicicletas, no se sabe si apresurados o tratando de huir del frío.
Acomodados en nuestros asientos, al fondo del vehículo, somos testigos de la diversidad de culturas que conforman Amsterdam: aunque no podría diferenciar quién ha nacido allí y quién no, todos se mueven a un mismo son, imparable a la vez que relajado.
El trayecto llega a su fin y de nuevo nos embozamos en nuestros abrigos para salir a un exterior helado aunque completamente vivo: gente que pasea, tranvías que se cruzan, bicicletas que tratan de esquivar cualquier obstáculo… así, intentando seguir la coreografía de esta nueva ciudad que parece recibirnos con los brazos abiertos, caminamos, guiados por nuestra intuición, hasta el hotel que tenemos reservado.
La habitación es sencilla, con un gran ventanal que deja que la luz del día ilumine toda la estancia. Reticentes a abandonar la calidez del que será nuestro hogar los próximos días, salimos a explorar las calles. Cruzamos puentes, observamos canales y paseamos mientras los primeros copos de nieve comienzan a caer y, con ellos, la noche. Caminamos por la ajetreada Kalverstraat, llena de tiendas con llamativos escaparates, hasta llegar a Dam, donde una colorida feria ha tomado la plaza por completo. Dejando atrás el olor a salchichas, a manzanas asadas y demás ambiente festivo, ponemos rumbo de vuelta al hotel. Es tarde y el frío comienza a calar hondo en nuestros huesos. Mientras regresamos, por el mismo camino, vemos cómo las calles se transforman con cada bajada de persiana: las tiendas, únicas abastecedoras de luz suficiente para leer un mapa, van cerrando sus puertas, dejando sus maniquíes y escaparates a la espera de que llegue un nuevo día.
En un momento llegamos al hotel, donde reponemos fuerzas con una buena cena mientras charlamos hasta que nuestros cuerpos deciden que ha sido suficiente por hoy y nos vamos a dormir.
Después de esperar escasos quince minutos, subimos al autobús número 197, dirección Leidseplein, y según nos acercamos a la ciudad contemplamos maravillados las casas de baja altura color chocolate a orillas de los canales, todo tal y como lo habíamos imaginado. Desde el interior del autobús, casi ajenos al frío del exterior, observamos también como la primavera aún no ha traído a Amsterdam la explosión de colores que ya comenzábamos a degustar en Bilbao: aquí los árboles todavía no tienen ni una hoja y la gente corretea de un lado a otro en sus bicicletas, no se sabe si apresurados o tratando de huir del frío.
Acomodados en nuestros asientos, al fondo del vehículo, somos testigos de la diversidad de culturas que conforman Amsterdam: aunque no podría diferenciar quién ha nacido allí y quién no, todos se mueven a un mismo son, imparable a la vez que relajado.
El trayecto llega a su fin y de nuevo nos embozamos en nuestros abrigos para salir a un exterior helado aunque completamente vivo: gente que pasea, tranvías que se cruzan, bicicletas que tratan de esquivar cualquier obstáculo… así, intentando seguir la coreografía de esta nueva ciudad que parece recibirnos con los brazos abiertos, caminamos, guiados por nuestra intuición, hasta el hotel que tenemos reservado.
La habitación es sencilla, con un gran ventanal que deja que la luz del día ilumine toda la estancia. Reticentes a abandonar la calidez del que será nuestro hogar los próximos días, salimos a explorar las calles. Cruzamos puentes, observamos canales y paseamos mientras los primeros copos de nieve comienzan a caer y, con ellos, la noche. Caminamos por la ajetreada Kalverstraat, llena de tiendas con llamativos escaparates, hasta llegar a Dam, donde una colorida feria ha tomado la plaza por completo. Dejando atrás el olor a salchichas, a manzanas asadas y demás ambiente festivo, ponemos rumbo de vuelta al hotel. Es tarde y el frío comienza a calar hondo en nuestros huesos. Mientras regresamos, por el mismo camino, vemos cómo las calles se transforman con cada bajada de persiana: las tiendas, únicas abastecedoras de luz suficiente para leer un mapa, van cerrando sus puertas, dejando sus maniquíes y escaparates a la espera de que llegue un nuevo día.
En un momento llegamos al hotel, donde reponemos fuerzas con una buena cena mientras charlamos hasta que nuestros cuerpos deciden que ha sido suficiente por hoy y nos vamos a dormir.
