Nuestro ultimo día amaneció algo nublado (ya era demasiada suerte tres días soleados en esta época del año), pero daba igual. Teníamos entradas para el Van Gogh a las 9 y nos levantamos súper temprano para dejar todo recogido, hacer el check out y marchar al museo. Desayunamos lo que nos quedaba del día anterior y empacamos todo para bajarlo a recepción. El chico amablemente me imprimió los check in del vuelo y tras dejar las mochilas en una especie de salita de espera chiquita, nos fuimos al museo. A las 9 puntuales nos abrieron las puertas y entramos.
A mí, tengo que decir, que Van Gogh no es de mis pintores favoritos (estudie historia del arte y la verdad el impresionismo no es de mis épocas favoritas) pero a mi pareja si le apetecía ir y, además, para ver cuadros de Rubens, Rembrandt y demás ya está el Prado (que para eso los reyes españoles eran alguno de los mejores clientes de los pintores de la época). El museo en si está muy bien organizado, pero yo, la verdad, me esperaba algo más. Al menos en cuanto a cuadros de Van Gogh. De todos modos era increíble estar en frente de sus obras y admirar esa pincelada tan esquizofrénica que acabó desarrollando el artista (porque esos trazos y esos brochazos tan agresivos no son de una persona demasiado cuerda). Estuvimos 2 horas (más que nada porque tuvimos que hacer todos parada de baño) y la verdad es que para mi gusto me dejo un sabor agridulce (igual por 17 euros te esperas algo más. O quizás es que a mí personalmente me hubieran llenado más otro museo), pero fue interesante (el cuadro de la habitación de Arles es una pasada en directo). Acabada la visita, nos fuimos caminando hacia el Albert Cuyp market y de casualidad dimos con el famoso sitio de De Taarte van m’n taante, aun era temprano y tocaba más comer que merendar así que dejamos la tarta para otro momento y nos fuimos a dar una vuelta por el mercado. Este me gusto más que el de Waterloo (aunque el de Waterloo tenia cosas más originales), más que nada por sus puestos de comida típica y por las gangas que pudimos encontrar (3 desodorantes axe grandes por 6 euros, que no compramos más cosas por las restricciones de los líquidos en viaje, pero había cremas y maquillajes y champús a precios que ni de coña en España). Decidimos seguir andando (aún era pronto y el vuelo no salía hasta las 19:20), no sin antes coger un cucurucho de papas con mahonesa (algo quemadas para mi gusto y mucho peores que las del Vlemickx) y una “cocreta” (algo más artesanal que las de febo).
Anduvimos hasta llegar a Rembrandtplein (nos empezamos a orientar justo a mitad del segundo día y hoy ya iba por la ciudad como Pedro por su casa, también hace que la ciudad, al menos lo turístico, no es muy grande) y de ahí paramos a comprar una pita con falafel en el Maoz. El falafel era bueno y su salsa de yogur aceptable. Como el día anterior nos había quedado pendiente ir al Begijnhof fuimos hacia allá (la guía no nos llevo y es lógico, los españoles montamos mucha bulla allá donde vamos y ese sitio es un remanso de paz y calma). El sitio impresiona porque es como coger el delorean y dar un viaje en el tiempo. Es como meterte en una comunidad amish después de ver Las Vegas. Mi pareja estaba agotada, así que decidimos volver al hotel a por las cosas y pasar un rato en el Vondelpark. Yo tenía pensado recorrer el parque, pero mi pareja estaba con la espalda fatal, así que cogí a la niña y fuimos a ver si había patos o algún animalito (que a ella le encantan) y nos dimos una vuelta. El parque (lo poco que vi) es precioso. Eso sí, en días nublados y fríos como ese, si no vas en bici o vas a andar, te quedas pajarito. Así que viendo el panorama, decidimos ir cogiendo el camino para el aeropuerto. Llegados a la parada, vimos que era pronto y mi chica se había quedado con antojo de tarta, así que me convenció para que fuéramos hasta allí (que para andar por una tarta no le dolía la espalda: P). El sitio es bastante peculiar, con manteles de hule con colorines y tartas de pega por las mesas. Había una chica detrás de una pequeña cocina preparando las bebidas y nos atendió en cuanto pudo (que se tomaba su tiempo en hacer los pedidos). Pedimos dos trozos de tarta: una la típica tarta de chocolate francesa con una mora y ella una tarta de chocolate que llevaba semilla de amapola. La dos buenísimas, aunque algo caras: por los dos cachos pague 10,20€ (en España por ese precio me compro una tarta entera en un obrador, pero bueno, un día era un día). Ya solo nos quedaba decir adiós a Ámsterdam y tomar el bus de regreso. Ámsterdam se despidió de nosotros con una puesta de sol increíble mientras nos acercábamos al aeropuerto. Ya en el, todo correcto (la seguridad allí es increíble. Y ojo, si lleváis líquidos ponerlos fuera de las maletas, porque la amable chica que me atendió me lo dijo y es algo que a mí en ningún vuelo en España me han pedido. Ya que igual aquí con llevarlas en una bolsa transparente, vale) y regresamos a Madrid aun con el sonido del silbar del tranvía y el tintineo de los timbres de las bicis resonando en nuestras cabezas (y con un olor a porro en la ropa que no me explico yo, porque no entramos ni a un coffe shop, pero se ve que todo lo que viene de Holanda huele demasiado a planta que cantaba Melendi en sus años más locos).
Tot ziens Amsterdam.
