
Tras la brisa montañesa con la que nos obsequió Almaty, Tashkent se muestra mucho más implacable en cuanto a meteorología. Ya desde por la mañana se atisba ese sol emergente cuyos rayos van a abrasar la ciudad. Tras salir del hotel, compruebo que el calor va a hacer estragos durante la excursión matutina por la capital uzbeka.
Lo primero que hay que hacer es cambiar dinero, la escasez de efectivo es un problema serio en los cajeros de Tashkent y el uso de Visa y MasterCard está mucho menos extendido que en Kazajistán. Cambiamos suficiente dinero para todo el viaje, pero sin excedernos, pues la moneda local (el som) resulta bastante difícil de "descambiar" después. ¿Darán 450 euros para dos personas en 7 días de viaje? Pues como después se comprobó, resultó ser una decisión bastante acertada, nada rácana, contando con la posibilidad de pagar algún alojamiento con tarjeta.
Tras este obligado trámite bancario, ingresamos en el controladísimo metro de Tashkent. La policía aguarda y revisa los bolsos y dispositivos electrónicos. No es el metro de Tashkent uno de los más transitados de las antiguas repúblicas soviéticas (el metro de Kiev aglutina muchos más pasajeros), pero se puede decir claramente que el metro de Tashkent ofrece una arquitectura soberbia. La primera estación que vemos es Chilonzor, adornada con espléndidos mosaicos en relieve, basados en temática campesina, muy a tono con el ideal soviético. Otra estación sorprendente es la de Alisher Nayev, rematada con cúpulas equiparables a las de una mezquita.
Nos bajamos en Chorsu para visitar el vibrante mercado de carne, verduras y mucho más. Un retroceso en el tiempo, donde se puede encontrar prácticamente de todo. Se trata de uno de los lugares más genuinos de Uzbekistán donde puedes tomar el pulso de la capital. Tras un rato allí, nos dirigimos al complejo más sagrado del país, el conjunto de mezquitas y madrasas de Khost Imom, una combinación interesante de edificios islámicos de diferentes épocas. La idea era llegar allí cruzando los callejones de la ciudad vieja, pero el calor tremebundo fulmina nuestras expectativas y paramos un coche para que nos lleve hasta allí.
Tras un paseo por el amplio y resplandeciente complejo, tomamos un taxi de nuevo hasta Navoj, una zona moderna con grandes bulevares y edificios representativos de la época soviética. Lo poco que hemos visto de Tashkent ya ha superado a Almaty en grandiosidad. Desde aquí nos dirigimos en metro a la plaza de Amir Timur, enclave gigantesco que habría de ejercer como centro neurálgico de la ciudad. Nada más lejos de la realidad. Se trata de una explanada desoladora sometida a un sol de justicia donde se alza la estatua ecuestre de Tamerlán. Una vez que bajas desde la plaza hacia el bulevar central, los primeros indicios de vida aparecen entre las modernas y espaciosas calles comerciales llenas de árboles y jardines. Es el momento de tomar un pequeño refrigerio y de comenzar a pensar en dirigirnos a la estación para el próximo destino: Samarcanda.

Llegamos a la estación del Sur de Tashkent con antelación para pasar los pertinentes controles de equipaje y al caer la tarde subimos a un tren maltrecho que nos llevará a Samarcanda en clase platskart, es decir, compramos los billetes más austeros en donde se mezclan las gentes humildes de Uzbekistán dispuestas a recorrerse el país para volver a sus casas. A pesar de la modestia de la gente y del deterioro de los vagones, los uzbekos sorprenden y agradan por su sencillez y hospitalidad. La condescendencia de estos estoicos viajeros crean un sentimiento de colectividad y humanidad en la travesía, lo cual me lleva a pensar cómo nuestro mundo occidental de trenes de alta velocidad e individuos conectados a móviles ha suprimido el espíritu de compañerismo y ha canjeado los valores comunes por el individualismo devorador y consumista. Aún recuerdo esos trayectos angustiosos en el metro de Berlín donde entre 200 personas hacinadas en un vagón en hora punta no hubo ni un solo intercambio de miradas, ni una sonrisa, ni un lamento, ni una tos... Pero en Uzbekistán, a pesar de la lentitud y del sofoco que se palpaba dentro del vagón, los viajeros siempre hacían gala de generosidad y corrección durante todo el trayecto.
Samarcanda nos recibe a eso de las 23.00 horas y tras un breve paseo nocturno por el Registán y el Mausoleo Gur-e-Amir, nos disponemos a dormir en una maravillosa guesthouse con jardín incluido, un lugar encantador.