Samarcanda: su propio nombre evoca fantasía, primor, la mezcla de lo insólito y lo exquisito. ¿Estaría Italo Calvino pensando en Samarcanda cuando escribía Las ciudades invisibles?

El Registán es un complejo de madrasas exuberantes con remembranzas del zoroastrismo, de refinadas construcciones mastodónticas, decoradas con mayólica y con la mejor cerámica de la época. Artesonados imposibles coquetean con la luz en un juego de colores cautivo de los embates del sol. Interiores de cúpulas doradas y puertas mágicas hacen de este lugar la visita estrella por antonomasia de Asia central. Ya bien merece la pena un viaje hasta aquí por el simple hecho de disfrutar de una de las construcciones más imponentes del mundo. Y aunque las comparaciones sean odiosas, la elegancia ornamental y geométrica de este emplazamiento somete a otros milagros arquitectónicos de la humanidad de trazas similares (los estilos nazarí, mudéjar u otomano, por citar algunos ejemplos, me saben incluso a poco confrontándolos a este portento arquitectónico).
Pero Samarcanda es mucho más. A través de la calle peatonal Toshkent, donde primero comemos en un apacible lugar, llegamos a la antigua mezquita de Bibi Khanym, un grupo de edificios gigantesco decorados con una cerámica sobresaliente y rematados por una cúpula central de 40 metros.
Desde aquí, cruzamos el mercado y nos dirigimos a una de las mezquitas más peculiares de la ciudad, llamada Hazrat Khizr, un lugar pintoresco con abundancia de sensacionales artesonados. La tarde cae con un sol apabullante y por ahora hemos visto tres de las visitas más importantes. Pero queda otra de las joyas de la corona: la calle de mausoleos de Shah-i-Zhinda, una recargada necrópolis que ostenta joyas arquitectónicas excepcionales de los timúridas, y en donde el conjunto de cúpulas azuladas, artesonados geométricos y celosías translúcidas constituye una delicia para los ojos.

El sol empieza a bajar aceleradamente y recorriendo algunas de las zonas del antiguo barrio judío, culminamos el día visitando otra pequeña mezquita situada entre intrincadas calles. Desde aquí volvemos a nuestro alojamiento echando un último vistazo vespertino a la inconmensurable Plaza del Registán.

Por desgracia, la oferta gastronómica de Samarcanda no es amplia y no es fácil encontrar un lugar decente para comer, por lo que el colofón al día lo pone una cena en nuestro alojamiento. Toda el recorrido se hizo a pie, en un auténtico derroche de energía que después iba a pasar factura.