18 de julio de 2019
Silencio en el interior. Niebla en el exterior. Nuestra última -cómo duele decirlo- mañana en los Apartamentos Fuente El Güeyu de Cabielles no podía empezar de manera muy distinta a las dos anteriores. Reina la tranquilidad a las 8:00 cuando salgo al exterior para ver qué tal ha arrancado el día. La visibilidad es muy limitada ya que las nubes bajas ocupan gran parte del inabarcable paisaje que ofrece esta privilegiada colina.
Nuestra intención es apurar todo lo posible nuestras últimas horas en este excelente alojamiento, y lo cumplimos. No es hasta las 11:00 cuando, ya duchados y con todo el equipaje de nuevo listo para irse hacia el maletero, empezamos a seguir el clásico ritual de abandono de un apartamento. Tetris para encajar las bolsas, varios repasos a todas las estancias en busca de objetos olvidados y finalmente cierre de la puerta y mensaje a los anfitriones para que sepan que la casa ha quedado vacía. Nos ponemos en marcha abandonando Cabielles ante la atenta mirada de un sol que ha vencido a las nubes y derrotado a una niebla de la que no queda rastro, iluminando y proporcionando colores vivos a ese paisaje montañoso que nos saluda por última vez. Nos alejamos de los Apartamentos Fuente El Güeyu con más pena que nunca y el sueño de que, si finalmente materializamos nuestros planes de volver el año que viene a Asturias para una estancia algo más larga, sus dueños nos puedan hacer un precio más ajustado que lo conviertan en un posible hogar durante esa instancia prolongada. El apartamento ha sido el más moderno, completo, mejor mantenido y mejor situado de todo el viaje, y sus anfitriones tienen un nivel de atención y disponibilidad que les hacen merecedores de ese 10 que presumen tener en Booking.

Nos despedimos de las vistas desde Fuente El Güeyu
Comenzamos nuestro periplo de hoy, que se anticipa movido. Con la mente ya puesta en comenzar a perder distancia respecto a Barcelona, nuestra agenda del día incluye un recorrido por la costa cántabra rumbo al este antes de girar hacia el sur para alcanzar la ciudad de Vitoria en la que nos espera la última cama ajena del viaje. Llevamos apuntadas varias paradas que poder hacer durante el día pero con muy pocas garantías de que tengamos tiempo de cumplirlas todas, así que durante la jornada deberemos ir reevaluando constantemente si algo debe caerse de la lista en función de las horas que queden disponibles. De momento conducimos hacia el este repitiendo parte del trayecto de montaña que nos llevó hace dos días hasta las alturas de Sotres pero cambiando el rumbo esta vez a medio camino para iniciar la aproximación al mar. Superamos pueblos con un fuerte olor a queso y, pocos minutos antes de alcanzar la Autopista del Cantábrico, cruzamos de punta a punta Posada de Llanes, un concejo que nos sorprende por su tamaño, el bullicio de sus calles y la cantidad de servicios que parece aunar sin perder apenas un ápice de ese encanto de pueblo asturiano de montaña. Y encima a tiro de piedra de la autopista pero teniendo a mano todo el paraíso de montaña que acabamos de dejar atrás. Interesante opción para establecer un campamento base.
Con una temperatura que arranca en 22 grados cuando nos incorporamos a la autopista y va subiendo paulatinamente alcanzamos la zona de nuestra primera parada del día. Tomamos el desvío señalado para alcanzar el aparcamiento de la Playa de la Franca y entonces se nos viene todo encima. Es un 18 de julio. Hace bastante calor para los baremos del norte. Nos dirigimos a una playa. ¿Qué demonios esperábamos encontrar? Pues un aparcamiento abarrotado y gente y más gente dirigiéndose a la orilla cargados con neveras, sombrillas y sillas plegables. Conducimos hasta el final del camino sabiendo que hay una posibilidad entre un millón de cazar una plaza libre, pero con la mente ya fijada en deshacer unos cientos de metros y estacionar en un merendero que hemos ignorado antes de tomar el desvío. Nuestra intención es poder ver la playa desde un mirador y no bañarnos en ella, así que con un poco de suerte eso bastará.
Aparcamos en el merendero y nos asomamos hacia donde debería estar la playa. Está ahí detrás, pero cuesta verla... los árboles son demasiado densos para distinguir nada. Vemos a mano izquierda un camino que pierde altura a toda velocidad para acabar en la misma arena, pero ya sin tener que confirmarlo verbalmente sé que L en absoluto estará dispuesta a bajar por ahí. Así que ella se queda en el coche mientras yo, en 5 minutos, bajo y subo la cuesta para poder asomarme. Y efectivamente ahí está la interminable orilla gracias a la marea baja, con una arena de un tono naranja muy pálido brillando a la luz del sol y unos cuantos futuros bañistas acercándose a su destino tras cruzar un río que me separa de los últimos metros antes de alcanzar el mar. Lo de meter los pies en el río ya me parece demasiado si mi intención no es quedarme aquí, así que disfruto durante unos instantes de la panorámica y vuelvo hacia el coche. Por el camino, ya de nuevo en la zona de merienda, voy viendo en el suelo un buen puñado de envoltorios de preservativos. Vaya, vaya.

La bajada...

... la Playa de la Franca...

... y la subida
Tras esta primera parada que no ha ido tal y como esperábamos, solo 10 minutos nos separan del siguiente punto marcado en el mapa. Tras una cuesta en la que se suceden las curvas para ganar altura durante dos kilómetros, atravesamos la urbanización de Pimiango y alcanzamos el homónimo mirador, también conocido como Mirador de El Picu. Se trata de un balcón de cemento que apunta hacia el Mar Cantábrico, al que por debajo separan de las aguas unas pocas decenas de metros de vegetación. Aprovechamos que todo el ancho del mirador cuenta con un banco de cemento para sentarnos en él y sacar de la mochila los bocadillos para hoy, preparados pese a no tener excursiones programadas ya que para hoy preferimos no perder el precioso tiempo que supone sentarse en una terraza. Un abuelete con buenas intenciones pero demasiado insistente nos da una charla durante un rato enumerando las bondades y secretos que esconde este trozo de costa cantábrica, y tras su marcha disfrutamos de las vistas unos minutos más antes de volver a un coche que marca unos ofensivos 30 grados.

Las vistas desde el Mirador de Pimiango

El balcón del mirador

Mirador de Pimiango
La siguiente parada, a tan solo 20 minutos más, es San Vicente de la Barquera. Sí, lo sé. Vamos a decirlo ya y así podemos seguir a lo nuestro: es el lugar de origen de David Bustamante, gracias por este sueño y todo eso. Y ahora que nos hemos quitado esa losa de encima procedamos a contar las bondades de este municipio pesquero. Que son muchas.
San Vicente de la Barquera es una localidad costera que en relativamente poco espacio concentra muchos atractivos: playas, miradores, y el Parque Natural de Oyambre. Sus calles nos reciben con pequeños chispazos que nos recuerdan a esa masificación turística de la que pretendemos siempre huir, con una calle principal muy concurrida y coches aparcados en cada posible rincón que deje las playas a relativamente poca distancia. Nosotros pasamos de largo el bullicio y nos vamos hasta el final de esa arteria principal, donde una cuesta que sube varias decenas de metros nos deja a las puertas del Centro de Interpretación del parque. Aquí, junto a las casas que siguen más allá del espacio público y dejando ya atrás el balcón hacia la playa, encontramos aparcamiento de sobra. Nos asomamos al vacío y podemos disfrutar de una notable panorámica a la Playa de Merón. Aunque su espaciosa orilla copa el protagonismo también reclaman nuestra atención las vistas tierra adentro hasta más prados y pequeñas colinas que contrastan con el paisaje estival junto al mar.

Playa de Merón

Un detalle de la marea baja
Tras disfrutar las vistas entramos fugazmente en las instalaciones del Centro de Interpretación, el tiempo justo y necesario para recorrer sus pocas salas con exposiciones y dioramas, pasar por el cuarto de baño y atender a las explicaciones de una de las chicas encargadas de recibir a los visitantes, explicándonos el mejor modo de llegar al mirador al otro lado del pueblo y que desde aquí parece muy prometedor.
A las 14:30 y sin quitarle ojo a un reloj que hoy está avanzando a toda velocidad nos dirigimos a ese punto de vista alternativo a través de la carretera que lleva hacia la Playa de Gerra. Sin alcanzarla, dejamos el coche en el único espacio que vemos que no esta custodiado o bien por un hotel o bien por los buitres con sombrilla encargados de cobrar una generosa suma por ofrecerte tres metros cuadrados de tierra. Remontamos a pie una pequeña colina para acabar justo frente a la terraza de ese hotel que debe basar gran parte de su atractivo en las vistas al atardecer, y con razón: volvemos a tener ante nosotros San Vicente de la Barquera y la Playa de Merón, pero esta vez mirando hacia el oeste y con una composición en general todavía más rica en detalles que la de nuestro primer avistamiento. Definitivamente esta zona ha superado nuestras expectativas pese a hacerlo bajo un calor que empieza a ser demasiado incluso para nosotros, dulces niños del Mediterráneo.

Apartheid vacuno

La Playa de Merón, desde el ángulo contrario
Antes de abandonar Cantabria por última vez consideramos visita obligada un último supermercado de la cadena Lupa con el objetivo de llevarnos algo típico de la zona. Ese algo termina siendo una Quesada Pasiega con la mente puesta en que sirva de postre durante la cena familiar que nos espera mañana en Barcelona. Y tras este pequeño abastecimiento que aprovechamos para tomar algo frío que nos ayude a combatir el calor nos dirigimos a la que sería la última parada turística del día y prácticamente del viaje. Y vaya una manera de poner la guinda.
Se conoce como la Costa Quebrada a un tramo de costa que se extiende al oeste de Santander. El origen de su nombre resulta bastante obvio cuando empiezas a ver fotos: a lo largo de estos kilómetros de litoral del Cantábrico una serie de islotas con formas angulosas conocidos como Urros de Liencres se suceden elevándose del nivel de mar y provocando una silueta que llama la atención por poco habitual. Además, los recodos y espacios cerrados que forman la sucesión de esas rocas derivan en pequeñas piscinas naturales expuestas a las fuertes bajadas y subidas de la marea, conformando así una suerte de calas en miniatura que los cántabros -y el resto de turistas que vengan hasta aquí con un bañador a la cintura, supongo- no dudan en aprovechar durante los meses estivales.
Llegar al punto que tenemos marcado en el mapa como uno de los más adecuados para echar un vistazo a la Costa Quebrada conlleva conducir durante unos cientos de metros por otra de esas pistas de tierra que requieren de prudencia y paciencia. Tras el mal trago de alcanzar el Collado de Pandebano esto es una minucia, pero hay que pasar por ello. Aparcamos el coche en un espacio libre de pendientes y peligrosos baches y echamos a andar hacia el mar, donde tras superar una pequeña colina se nos aparece el espectáculo. Una extensión alargada de agua reposa entre nuestra posición elevada y una línea de islotas de agresivas formas que suben al cielo inclinadas y en paralelo al acantilado. En ese agua, accesible mediante una rampa que deriva en una pequeña piscina, se concentran ya unos 20 o 25 bañistas que por ahora pueden aprovechar la marea baja para instalar sus toallas y sombrillas no solo en la orilla de acceso si no también en pequeñas superficies que emergen del agua antes de llegar al mar abierto. En uno de los puntos más altos de la línea de rocas que delimitan la piscina natural, la silueta de un chico y su caña de pescar rompen el horizonte y nosotros nos preguntamos por dónde ha llegado hasta allí y, el mayor de los misterios, cómo piensa bajar.

La Costa Quebrada (1)

La Costa Quebrada (2)

La Costa Quebrada (y 3)

Cómo demonios ha subido...
Conocía el sitio a través de instantáneas de mi profesor de fotografía y ciertamente no hemos llegado en el mejor momento para sacar imágenes espectaculares -en fotografía de paisaje, llegar a los lugares con la salida o la puesta de sol es un factor clave-, pero es igualmente espectacular. Aún a sabiendas de que el tiempo vuela en esta tarde de julio y que poco a poco se desvanecen el tiempo disponible para seguir visitando puntos de interés, pasamos aquí algo más de una hora moviéndonos a lo largo del acantilado y observando como el paisaje cambia a cada minuto gracias al movimiento del sol y la subida de la marea. Para cuando nos marchamos a las 17:30 el agua ya cubre toda la piscina natural y las toallas, sombrillas, mascotas y bañistas -nudistas y no nudistas- han tenido que retroceder para concentrarse todos en la orilla de acceso al lugar. Consultamos mediante la AEMET la temperatura del agua, y saber que está a 20 grados hace que baje un poco la envidia que sentimos hacia aquellos a los que vemos refrescarse. Nuestro termostato mallorquín no está preparado para ese tipo de inmersiones.

Lo que queda tras nosotros

Un último vistazo

Las vistas desde el aparcamiento
Este no es un viaje fotográfico, así que no podemos pasarnos aquí todo el día. Pese a que nuestra agenda -que ya de por sí era muy abierta para hoy- incluía más cosas a ver como un mirador en Santander hacia la Isla de Mouro, decidimos fijar ya Vitoria-Gasteiz como nuestro próximo destino en el navegador. Nos separan de ella dos horas incluyendo tramos de autopista, aunque nuestra intención es seguir con la filosofía de evitar peajes y cubrir la distancia que separa Vitoria de Bilbao mediante carreteras secundarias. Tras una parada rápida en un tranquilo McDonalds de Castro-Urdiales -L puede ver el castillo desde el asiento de copiloto pero yo no tengo esa suerte- damos el aviso a nuestra amiga y anfitriona de que nos dirigimos ya hacia su casa. Al hacerlo prácticamente nos suplica por nuestro bien que evitemos la carretera nacional hasta Vitoria ya que al parecer es una tortura a base de curvas, camiones y atravesar pueblos a velocidad de tortuga, así que rompemos temporalmente nuestra norma de evitar peajes y tomaremos la autopista en su lugar.
El paso por el perímetro sur de Bilbao es abrumador, y es que tras tantos días de paisaje natural y pequeños pueblos la amplia extensión de bloques de edificios, chimeneas y decenas de vías de acceso que se entrelazan para llegar a ellos nos devuelve a la realidad de la civilización. También ayuda a ello el tráfico, mucho más denso que el que hemos encontrado hasta ahora incluso en autovías de varios carriles. El tramo de autopista de peaje que nos quita complicaciones apenas dura unos 40 kilómetros y pasar por él tiene un precio de casi 6 euros. A las 20:10 y gracias a un trazado de Google Maps que ya tiene presente incluso los últimos cambios que ha sufrido el barrio donde reside nuestra amiga, alcanzamos el portal de su casa.
Empieza aquí una visita frenética en la que recorrer, aunque no estuviera previsto inicialmente, lo más esencial de la ciudad de Vitoria. M, una amiga con la que entramos en contacto gracias a los foros de LosViajeros (hola @artabra!


Vitoria a toda velocidad (1)

Vitoria a toda velocidad (y 2)
Cerramos al fin los ojos en la que es nuestra última noche de viaje y lo hacemos en un cuarto que no deja ni un centímetro de pared libre de motivos de viaje en forma de fotos, carteles y pinturas de sitios que M y su pareja han visitado. Y es que si nosotros viajamos mucho, lo de ellas ya es otro nivel. Siempre hay alguien en quien fijarse.