19 de julio de 2019
El viaje llega a su fin, pero hasta el ultimísimo instante siempre ocurren cosas dignas de ser anotadas para recordar años después. La jornada final que marca el cierre de la aventura y nos vuelve a dejar en tierras mallorquinas se divide en dos días ya que, partiendo de nuestro último alojamiento como invitados de unas amigas en Vitoria, el primero de los días lo dedicaremos a deshacer en coche la distancia que nos separa de Barcelona y el segundo, tras un día de comidas y encuentros familiares, nos hará casi coincidir a L despegando en un vuelo de Ryanair desde el Aeroport del Prat y a mí zarpando desde el interior de un buque de Baleària en el Port de Barcelona. Eso sí, tras la nada aconsejable experiencia del año pasado regresando con una acomodación de butaca esta vez elegí comodidad y salud mental por encima de economía. Me espera un camarote en el que pasar de la mejor manera posible las ocho horas que me llevarán desde la salida al mar a las 23:00 hasta la llegada a Palma de las 7:00 del día siguiente. Bueno, pongámonos en marcha.
Tal y como avisé tanto a L como a nuestra anfitriona M la noche anterior, podíamos acordar como hora de inicio la que quisiéramos ya que mi organismo es incapaz de dormir más allá de las 7:00 de la mañana. Así que ahí estoy yo, evitando romper el silencio de la noche mientras salgo del cuarto con dos camas que M nos ha habilitado y sacando de mi equipaje el portátil y la cámara de fotos para montar una pequeña oficina en la mesa de la cocina, con la puerta cerrada para que mis aporreando el teclado no perturben a nadie. Cuando pasan poco de las 8:00 aparece L con cara de sueño por la puerta y, todavía en modo sigiloso, nos turnamos para utilizar la ducha en el baño de invitados mientras M todavía duerme. A las 9:00 ya estamos todos en pie y participando en una animada charla mientras dejamos todo listo para salir a la calle.
Antes de abandonar Vitoria nos queda un último momento social para desayunar no solo con M, si no también con su pareja A. Así que volvemos a usar el tranvía para desplazarnos al centro de la ciudad dónde ésta ya nos espera en su pausa para desayunar. Pasamos dos largas horas sentados en la terraza del Dublín, un local en plena Plaza de la Virgen Blanca con vistas a la arquitectura del casco antiguo y a un grupo de jubilados haciendo ejercicios orquestados por, literalmente, un par de payasos. El tiempo vuela hablando de todas las afinidades que compartimos, siendo los viajes alrededor del mundo la que más tema de conversación ocupa. Podríamos pasar aquí todo el día pero unos tienen que trabajar y a otros les espera un largo camino en carretera hasta terminar el día, así que previo último paso por el tranvía y tras recuperar nuestro coche en el barrio residencial que nos ha hecho las veces de hogar, son las 12:00 cuando empezamos a rodar con el único objetivo de superar las casi 6 horas y algo más de 500 kilómetros que separan Vitoria-Gasteiz de Barcelona por vías que no sean de peaje. La niebla matutina que cubría el horizonte acompañada de una temperatura poco superior a 10 grados ha sido desplazada por un calor que comienza a preocupar y un cielo despejado que brinda una visibilidad perfecta. El asfalto de un buen puñado de provincias nos esperan.

Plaza de la Virgen Blanca

Catedral de María Inmaculada
Hacemos que el primer tirón sea el más largo, consumiendo la mitad del trayecto en 3 horas en las que no nos detenemos. Salimos de Álava, atravesamos una porción de Navarra que nos lleva alrededor de un precioso embalse de color turquesa, entramos fugazmente en Zaragoza y pasamos gran parte del camino en Huesca, con unas cotas bajas de los Pirineos totalmente despejadas saludándonos desde la distancia y, a nuestro paso por la antigua carretera de Jaca, una sucesión de desvíos cuyos carteles parecen el índice de nuestro diario de viaje del año anterior. En el lado opuesto de la carretera de montaña que superamos sorteando un valle se van haciendo grandes hasta llegar a ser descomunales a nuestro paso junto a ellos los Mallos de Riglos, una serie de gigantescas torres que nos recuerdan a algunos puntos del Parque Nacional de Arches en Utah. Hay tanto por ver y tan poco tiempo... y además, estar al volante cuando pasamos a través de todo esto es algo frustrante por la imposibilidad de soltar el volante y tomar algunas fotografías.
Este primer tramo de carretera cuyas tres horas se nos antojan excesivas termina en el McDonalds junto un Carrefour a las puertas de la capital oscense. Nos comemos un par de menús de oferta para no perder demasiado tiempo con la comida y, previo cambio de conductor, volvemos a echarnos a la carretera a las 15:05.
A las 16:30 entramos en Catalunya y Lleida, síntoma inequívoco de que nos estamos acercando a la meta. Durante un largo rato nos acompaña un paisaje desértico en comparación con el que pasaba por nuestras ventanillas en los días más recientes y en algunos momentos vemos en una misma panorámica hasta tres castillos feudales en sus respectivas colinas. La temperatura ha subido hasta los 35 grados y se nota, ya que el aire que rompen nuestras manos al asomarlas por la ventanilla es caliente y no invita a salir del coche.
Nos acercamos a y alejamos de Montserrat, vemos aparecer en el horizonte el repetidor de la Torre de Collserola y antes de las 19:00 estamos ya descargando parte de los contenidos del maletero frente a la casa de mis padres. Tras la descarga y ocupando mi hermano el asiento de copiloto nos dirigimos al parking que éste nos cede durante nuestras horas en Barcelona para no dejar el coche y nuestras posesiones a merced de la calle. Ya a pie y tras regresar a la que fue mi casa durante más de 20 años empezamos el festín de reencuentros, reparto de sidra, queso, pastas, chorizos y moscovitas y abundante cena cortesía de La Lola, esa espléndida cocinera sevillana que el público barcelonés se perdió por no decidirse a abrir el local que su cocina se merece. Escancio una de las botellas que he traído para dejar aquí y, quitando algún momento crítico en el que la sidra que debería rebotar en el fondo del vaso lo hace sobre el mantel, parece que mi técnica de novato progresa adecuadamente. Terminamos la velada con una quesada pasiega que traemos de Cantabria y todos estamos de acuerdo en que su sabor recuerda al del arroz con leche. Y más charla, y más calor y humedad, y definitivamente el norte ha terminado. Han sido, tras comparar la cifra del cuentakilómetros con la del inicio, un total de 2.810 kilómetros que nos han llevado por sitios a los que no solo volveríamos, si no que nos plantearíamos convertir en nuestro lugar de descanso durante mucho más tiempo que apenas unas semanas. Pero por ahora, el norte ha terminado. Por ahora.