A las 5 de la madrugada del segundo domingo del señor de setiembre del 2019, nos está esperando un mundano taxi del color de una abeja, para llevarnos zumbando a la terminal 1 del Aeropuerto del Prat, donde despegamos a las 7'20, en el vuelo VY 2472 de Vueling a Arrecife. Sin percances aeroportuarios ni flatulencias atmosféricas, tras una plácida cabezada de 2 horas y 50 minutos, aterrizamos a las 10'10, una hora más en la península, en el aeropuerto conejero de Playa Honda .
En el mostrador de Hertz, cumplimentamos el papeleo para recibir la asombrosa llave tarjeta de un Renault Clio Limited Energy TCE 90 CV rojo 5 puertas 4 ruedas 3 retrovisores, con el depósito de combustible lleno, que habíamos contratado online para 6 dias por 138 euros, y tras subir en ascensor al primer piso del parking de renting cars, enseñarle el contrato a la acomodadora de la compañía, encestar los equipajes en el maletero, y pasarme media hora buscando la introvertida ranura en la que insertar la fascinante llave tarjeta del vehículo, nos arrojamos al asfalto isleño.
Con varias horas por delante hasta la disponibilidad de la habitación del hotel en Playa Blanca, decidimos llegarnos en ventipico minutos hasta Teguise, 20 kms al norte, donde todos los domingos celebran un animado y popular mercadillo de artesanía. Por la carretera, medio kilómetro antes de llegar al pueblo, somos recibidos por nativos con chalecos amarillos fluoreflectantes, que nos invitan gesticulando a entrar en sucesivos y polvorientos descampados pegados a la carretera, rebosantes de modelos de coches. A las entradas de estas abruptas parcelas de tierra, bacheadas y llenas de guijarros, unos carteles anuncian: parking todo el día, 1'80 euros.
Dejamos nuestro flamante Clio rojo, para que se empolve bien la carrocería y los cristales, y tras pagar al nativo fluorescente el preceptivo ticket, nos pateamos el medio kilómetro hasta el centro del pueblo, donde felices, nos unimos a millones de feligreses venidos de todas partes del mundo, devotos de los mercadillos dominicales de artesanía que, hermanadamente apretujados, procesionan paso a paso para aglomerarse antes los altares de los puestos que ocupan las calles, o a hacer cola para entrar a descubrir los tesoros escondidos en las decenas de comercios de la villa.
Sin contar las tiendas del pueblo, en un 90%, el mercadillo dominical de artesanía de Teguise, es un mercadillo de clase mercadillo dominical de artesanía, o sea de esos de atrapasueños plumíferos colgantes; elefantes chinoafricanos; pulseras a cascoporro; jabones que no hacen espuma; candelabros dadaistas; ropa terapéutica para tímidos; anillos que dejan la piel verde; flautas del mundo; pongos; pareos tiñe coladas; calzados con tirita de regalo; crecepelos; juguetes de madera para que los pequeños practiquen fotografía con el Iphone 11 Promax; lámparas fabricadas con potes de fabada reciclados; máscaras de países ignotos; relojes derretidos con agujas curvas; aceitunas como puños; en fin, el paraíso.
Decidimos tomarnos un merecido descanso, y tras un buen tiempo al acecho, un excepcional golpe de fortuna nos permite avistar una rarísima especie de cuadrúpedo llamado mesalibre de terraza. De un salto mortal, cabalgamos a pelo dos apéndices del animal, llamados sillas, donde armados de paciencia, al fin podemos observar a otro extrañísimo bicho, el camarero bípedo, con mano en forma de gran plato metálico, sobre la que al rato nos trae una coca cola zero y una caña, a cambio de 7 eurazos, dos por las bebidas y cinco por la tarifa de haberle podido avistar.
A la hora de comer, echamos mano del mapa de la lista de restaurantes que habíamos elaborado, y como disponemos de dos opciones en Teguise, nos quedamos a comer en el pueblo. Dejando atrás el tapeo de La Bodeguita del Medio, nos sentamos a comer en una mesa del RESTAURANTE HESPÉRIDES, en el mismo casquito histórico. El restaurante es agradable, y degustamos unos platos notables, Papas arrugas con sus mojos, Pita con falafel, Croquetas de espinacas, y Albóndigas de atún, por unos 40 y pico euros con bebida. A ensalzar las croquetas de espinacas de matrícula de honor.
Desde Teguise, nos lleva unos 40 minutos descender hasta Playa Blanca en el extremo sur, cogiendo la LZ 30, carretera de la comarca vitivinícola de La Geria, hasta LA ROTONDA DE LOS CAMELLOS, al lado del pueblo de Uga, donde nos desviamos a la LZ 2, que nos lleva directamente en un plis plas a nuestra destineishon.
Lo que queda de la tarde noche, la invertimos en inspeccionar el pequeñito casco de Playa Blanca que se desplega en medio kilómetro escaso, entre la Parroquia de Nuestra Sra del Carmen, pasados los complejos hoteleros del Hesperia y el extralujurioso Princesa Yaiza, y el comienzo del muelle del puerto, donde atracan los ferrys a Fuerteventura, donde se suceden adosados restaurante de marisco, tras tienda, tras restaurante chino, tras tienda de ropa, tras pub inglés, tras pub irlandés, tras pub galés, tras estanco licorería, tras pub escocés, tras bar restaurante musical italiano , tras restaurante licorería peluquería india, tras supermercado, tras licorería óptica, tras estanco, tras restaurante musical estanco mexicano…, todo encajado entre la avenida del Papagayo, la vía principal, y el Paseo Marítimo.
En el mostrador de Hertz, cumplimentamos el papeleo para recibir la asombrosa llave tarjeta de un Renault Clio Limited Energy TCE 90 CV rojo 5 puertas 4 ruedas 3 retrovisores, con el depósito de combustible lleno, que habíamos contratado online para 6 dias por 138 euros, y tras subir en ascensor al primer piso del parking de renting cars, enseñarle el contrato a la acomodadora de la compañía, encestar los equipajes en el maletero, y pasarme media hora buscando la introvertida ranura en la que insertar la fascinante llave tarjeta del vehículo, nos arrojamos al asfalto isleño.
Con varias horas por delante hasta la disponibilidad de la habitación del hotel en Playa Blanca, decidimos llegarnos en ventipico minutos hasta Teguise, 20 kms al norte, donde todos los domingos celebran un animado y popular mercadillo de artesanía. Por la carretera, medio kilómetro antes de llegar al pueblo, somos recibidos por nativos con chalecos amarillos fluoreflectantes, que nos invitan gesticulando a entrar en sucesivos y polvorientos descampados pegados a la carretera, rebosantes de modelos de coches. A las entradas de estas abruptas parcelas de tierra, bacheadas y llenas de guijarros, unos carteles anuncian: parking todo el día, 1'80 euros.
Dejamos nuestro flamante Clio rojo, para que se empolve bien la carrocería y los cristales, y tras pagar al nativo fluorescente el preceptivo ticket, nos pateamos el medio kilómetro hasta el centro del pueblo, donde felices, nos unimos a millones de feligreses venidos de todas partes del mundo, devotos de los mercadillos dominicales de artesanía que, hermanadamente apretujados, procesionan paso a paso para aglomerarse antes los altares de los puestos que ocupan las calles, o a hacer cola para entrar a descubrir los tesoros escondidos en las decenas de comercios de la villa.
Sin contar las tiendas del pueblo, en un 90%, el mercadillo dominical de artesanía de Teguise, es un mercadillo de clase mercadillo dominical de artesanía, o sea de esos de atrapasueños plumíferos colgantes; elefantes chinoafricanos; pulseras a cascoporro; jabones que no hacen espuma; candelabros dadaistas; ropa terapéutica para tímidos; anillos que dejan la piel verde; flautas del mundo; pongos; pareos tiñe coladas; calzados con tirita de regalo; crecepelos; juguetes de madera para que los pequeños practiquen fotografía con el Iphone 11 Promax; lámparas fabricadas con potes de fabada reciclados; máscaras de países ignotos; relojes derretidos con agujas curvas; aceitunas como puños; en fin, el paraíso.
Decidimos tomarnos un merecido descanso, y tras un buen tiempo al acecho, un excepcional golpe de fortuna nos permite avistar una rarísima especie de cuadrúpedo llamado mesalibre de terraza. De un salto mortal, cabalgamos a pelo dos apéndices del animal, llamados sillas, donde armados de paciencia, al fin podemos observar a otro extrañísimo bicho, el camarero bípedo, con mano en forma de gran plato metálico, sobre la que al rato nos trae una coca cola zero y una caña, a cambio de 7 eurazos, dos por las bebidas y cinco por la tarifa de haberle podido avistar.
A la hora de comer, echamos mano del mapa de la lista de restaurantes que habíamos elaborado, y como disponemos de dos opciones en Teguise, nos quedamos a comer en el pueblo. Dejando atrás el tapeo de La Bodeguita del Medio, nos sentamos a comer en una mesa del RESTAURANTE HESPÉRIDES, en el mismo casquito histórico. El restaurante es agradable, y degustamos unos platos notables, Papas arrugas con sus mojos, Pita con falafel, Croquetas de espinacas, y Albóndigas de atún, por unos 40 y pico euros con bebida. A ensalzar las croquetas de espinacas de matrícula de honor.
Desde Teguise, nos lleva unos 40 minutos descender hasta Playa Blanca en el extremo sur, cogiendo la LZ 30, carretera de la comarca vitivinícola de La Geria, hasta LA ROTONDA DE LOS CAMELLOS, al lado del pueblo de Uga, donde nos desviamos a la LZ 2, que nos lleva directamente en un plis plas a nuestra destineishon.
Lo que queda de la tarde noche, la invertimos en inspeccionar el pequeñito casco de Playa Blanca que se desplega en medio kilómetro escaso, entre la Parroquia de Nuestra Sra del Carmen, pasados los complejos hoteleros del Hesperia y el extralujurioso Princesa Yaiza, y el comienzo del muelle del puerto, donde atracan los ferrys a Fuerteventura, donde se suceden adosados restaurante de marisco, tras tienda, tras restaurante chino, tras tienda de ropa, tras pub inglés, tras pub irlandés, tras pub galés, tras estanco licorería, tras pub escocés, tras bar restaurante musical italiano , tras restaurante licorería peluquería india, tras supermercado, tras licorería óptica, tras estanco, tras restaurante musical estanco mexicano…, todo encajado entre la avenida del Papagayo, la vía principal, y el Paseo Marítimo.