¡Buen Camino ✏️ Blogs de España

Salimos de Melide para tomar el camino y llegamos al Carballal cruzando el río Lázaro. Hoy nos espera una etapa tranquila, así que nos lo tomamos con calma.
Son unos 14 kilómetros, y se supone que sin excesivas pendientes... así que, como la noche anterior habíamos ido a tomar unas copas, nos levantamos un poco más tarde.
Nos quedan sólo tres etapas para llegar a Santiago, y la sensación es increíble y se nota también en el ánimo de otros peregrinos que nos vamos encontrando.

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Además, hoy parece que no llueve y la ruta se hace muy llevadera.
Además, el camino ayuda, porque es tal y como contaban las webs que consultamos: sin muchas cuestas “rompepiernas”. Mejor.

Pasamos por Boente y después por el Carballal. Nada más cruzar los límites del ayuntamiento de Arzúa atravesamos un puente sobre el río Iso... y llegamos a “Ribadiso” (cuyo nombre significa algo así como “Encima del Iso”). Nos encantó el albergue, del que ya habíamos leído que es uno de los más bonitos. Efectivamente, no defrauda: está formado por varias casas de piedra rehabilitadas, incluso con una “lareira” (la chimenea típica de Galicia) en el interior del comedor, con bancos y zonas ajardinadas... y está muy cuidado.

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Descansamos un rato en Ribadiso y aprovechamos para comernos unas barritas antes de ponernos en marcha de nuevo. La sensación de la proximidad de la meta es genial. Todos los peregrinos que nos vamos encontrando están de un humor excelente, y casi diría que con nostalgia.
En este tramo, llegando a Arzúa, notamos que la vegetación es diferente. Hay muchos menos castaños y robles y me fijo en que aparecen otros árboles menos autóctonos como el eucalipto. Ésta es una especie de la que se plantaron enormes superficies por su rapidez de crecimiento... pero que tremendamente polémico (sus detractores aseguran que arrasa con el resto de las especies porque tiene en la tierra efectos desmineralizadores y esterilizadores del terreno).

Arzúa es un pueblo, pueblo. A mí me sonaba del queso... que me encanta... y resultó una población ya más grande que, aunque está muy marcada por el Camino, se nota que “depende” menos de él. Aprovechamos para acercarnos a un supermercado y comprar unos quesos... Por un momento pienso en llevar varios, para regalar a mi regreso... pero mis compañeros de fatigas me recuerdan que aún queda otro tramo para llegar a Compostela, y que la mochila sigue pesando lo suyo. Al final, me contengo, y compro un par...
El pulpo de Ezequiel me ha dejado con el gusanillo... En el supermercado nos encontramos a unas peregrinas que conocimos en Palas y las convencemos de que nos acompañen a comer unas raciones “á feira”. El pan gallego es excelente y no dejamos ni una gota de aceite sin rebañar en el plato de madera. Aunque llevo los quesos en la mochila ¡no perdono en el postre un buen trozo con membrillo!
... Ahí empecé a ser consciente de que, en vez de adelgazar, iba a ganar unos kilos con este camino tan “sui generis” que hicimos, pero ¿quién puede resistirse a la gastronomía gallega?

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Santiago está cada vez más cerca, y de nuevo toca un tramo sencillo. No llega a los 20 kilómetros bastante suaves, así que, a pesar del peso que he añadido a mi mochila con los quesos voy más contento que un mico. Ni me duelen los pies, ni tengo frío... ¡y ni siquiera llueve! Todo está de nuestra parte y vamos como rayos entre los prados y bosques. Por los caminos encharcados, nos adelantan los de las bicis... en las cuestas abajo dan una envidia mortal...

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Vamos superando pequeñas aldeas sin ningún problema, ya que encontramos muchas fuentes y también bares donde podemos parar a tomar algo caliente cuando nos apetece.
Una de las ventajas de hacer el camino en invierno es que no hay tanta presión por llegar de primero a los albergues... así que en vez de ser una carrera enloquecida puedes tomártelo con calma y disfrutar de la ruta... y este es un tramo para hacerlo, pues transcurre por carreteras secundarias como a mi me gusta.

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En algunos trechos, incluso, caminamos de forma paralela a la carretera general.
En Salceda vemos el monumento a Guillermo Watt, el peregrino que se murió en 1993 a falta de sólo una jornada para llegar a Santiago. Este particular homenaje es una placa y una escultura que representa un par de zapatillas deportivas de velcro... muchos peregrinos dejan ahí flores parar recordarlo. El señor tenía casi 70 años, pero un poquillo de cosa si que da...
Nos llama la atención al llegar a Arca do Pino las plantaciones de estos árboles, y de los omnipresentes eucaliptos formando filas perfectas a lo largo de la carretera. Tanto “orden” impacta cuando vienes de atravesar bonitos y caóticos bosques con un roble aquí y un castaño allá.
La verdad es que el sitio donde se encuentra el albergue se llama O Pedrouzo, y lo encuentro un poco feo... un bicharraco de cemento bastante decepcionante. Parece mentira que sea el penúltimo albergue del Camino. Allí nos encontramos de nuevo a las catalanas, y a otros peregrinos con los que hemos ido coincidiendo en nuestra ruta. La ilusión por la proximidad de la Catedral se impone. El consabido “buen camino” va perdiendo sentido... pero cada vez gana más significado. Empiezo a ponerme nostálgico yo también ¿Cómo es posible si aún no lo hemos terminado?
¡Ya nos quedan sólo 18 kilómetros para saborear nuestra recompensa!

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Por primera vez en esta semana no remoloneo ni un poco a la hora de levantarme. Ya no hay prisas por conseguir albergue, ni el temor a que nos sorprenda la lluvia... ¡¡pero nos movemos por pura ilusión!!
Echando la vista atrás, lo que es la ruta, es la más fea de todas. Creo que no me equivoco al decir que hasta que pisas Santiago el recorrido es horrible. Salimos desde Arca tan emocionados que tuvimos que bajar el ritmo porque, sin darnos cuenta, íbamos prácticamente corriendo sin pensar que son casi 20 kilómetros... más o menos la misma distancia que el anterior tramo... y no podíamos mantener ese ritmo todo el camino.

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Desde San Antón comenzamos a subir hasta entrar en el ayuntamiento compostelano (que no la ciudad) atravesando nuestras últimas zonas reforestadas con pinos y eucaliptos.
Pasamos junto al aeropuerto de Lavacolla y no pude evitar pensar con una cierta melancolía que al día siguiente me tocaba tomar un vuelo desde ahí para regresar... y que la aventura estaba tocando a su fin.
Sabíamos que desde Lavacolla ya quedaba muy cerca el Monte do Gozo, el lugar en el que se encuentra el último albergue y desde el que se puede ver por primera vez la catedral a lo lejos. Realmente la sensación es impactante, porque te sientes casi como si hubieses llegado... ¡pero aún falta!
Nosotros nos abrazamos y saltamos como si hubiésemos logrado alguna medalla en unas olimpiadas. Es un sentimiento extraño, de enorme felicidad, pero a la vez de tristeza porque se acaba.
Encontré raro el Monte del Gozo, tan urbanizado, con el pedazo del albergue público, monumentos... Supongo que tiene sentido, pero yo me había hecho una idea un poco más poética en mi cabeza.
Tras la euforia, recuperamos nuestras mochilas y nos lanzamos a la carretera... porque la llegada a la ciudad se hace a través de una carretera con bastante tráfico. Menos mal que la ilusión nos tenía tan dopados que todo nos daba más o menos lo mismo.
Desde esa carretera entramos ya en el barrio de San Lázaro, que aunque originalmente era un barrio tradicional ahora está muy modernizado y nos encontramos con algunos edificios de oficinas que distorsionan un poco esa imagen romántica que uno se forma en la cabeza.
El barrio de San Pedro ya forma parte del Casco Histórico y nos dan ganas de hacerlo corriendo, pero aún falta como un kilómetro.... aunque no corremos, lo cierto es que sí aceleramos bastante y nos da una risa un poco histérica.
No hace tanto que estuve en Compostela en otro tipo de viaje, y reconozco perfectamente el CGAC y Bonaval en las inmediaciones de la Puerta del Camino. El nombre de ese cruce adquiere para mi todo su significado: estamos a las puertas, nos queda subir Casas Reales y bajar Azabachería... una gozada de piedra e historia.

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El semáforo se nos hace eterno. Es como si alguien nos estuviera esperando en el Obradoiro. Las piernas no duelen al subir a grandes zancadas hasta la Plaza de Cervantes...

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Queda la bajada. Lo mejor. La euforia absoluta.
Aunque es Año Santo, y se supone que hemos de entrar por la Puerta Santa (que está en la Praza da Quintana), decidimos bajar al trote la cuesta de la Azabachería y atravesar el arco de Gelmírez para llegar al Obradoiro.

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Esos últimos metros son magia absoluta. Pura adrenalina que descargamos saltando abrazados en medio de la plaza sin despojarnos de las mochilas ni nada. Saltamos sin saber por qué, reímos como niños y se unen a nuestra celebración unos vascos que hemos conocido en el Camino. Nos abrazamos en círculo y saltamos. Saltamos y reímos. Reímos y celebramos.
No sé cuánto duró este momento, pero realmente fue único. Creo que no lo olvidaría en la vida aunque no lo hubiese dejado escrito en este diario. Es una experiencia increíble.
Cuando se nos pasó el “subidón” recuperamos la cordura y nos organizamos para ir a cumplir con todos los rituales: ir a por la Compostela a la oficina del Peregrino, atravesar la Puerta Santa...
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Aunque uno no sea religioso, como es mi caso, entrar en la Catedral después de haber hecho el Camino es muy especial. Ser católico o no no impide apreciar ese instante de espiritualidad absoluta, con el peculiar olor de la piedra húmeda, los cirios quemándose...
Hicimos una pequeña cola para abrazar al Apóstol. Cuando me tocó el turno me aferré a aquel busto como si fuese algún viejo amigo. No hacía ni medio año que había estado en ese mismo lugar... pero todo era diferente.
Bajamos para visitar el Pórtico de la Gloria y lo encontramos inmerso en unas inoportunas obras... pero a cambio tuvimos la suerte de que se estaba celebrando la misa del Peregrino y alguien había pagado el incienso, condición imprescindible para que los tiraboleiros hagan “volar” el botafumeiro. Todo se me antojaba mágico.
Cuando salimos de la Catedral ya era hora de tomarse unos vinitos y comer. Ejercí de anfitrión llevando a mis amigos por el Franco y la Raíña para celebrar nuestra llegada con unos albariños en O Celme do Caracol y O Beiro.
Todavía no habíamos ido al hotel a hacer el check in, y decidimos no retrasarlo ni un segundo más para poder descargar las mochilas y darnos una ducha rápida antes de comer. El Hotel Miradoiro de Belvís nos lo habían recomendado como un sitio céntrico con una buena relación calidad-precio, y así fue. No es lujoso, pero tampoco necesitábamos eso: está en la Rúa das Trompas, muy cerquita de la Plaza de Abastos y en plena Zona Vella. Se ve que no hace mucho que lo construyeron y está muy apañado. Además, incluía desayuno y era barato.
Le pedimos a Susana, la amabilísima chica de recepción, que nos recomendase sitios para comer... y nos decidimos por el Ángel. Ya nos advirtieron de que no era muy barato... pero queríamos tomar una mariscada de celebración. Acertamos. No salió demasiado caro y, en cambio, el marisco era de primera. El local, moderno y acogedor, está también en la zona antigua muy cerca de la Catedral y de la Alameda, en San Clemente.
Terminamos a las mil de comer, y nos dispusimos a aprovechar las horas de luz que quedaban para hacernos unas cuantas fotos y comprar algunas cosas de recuerdo, ya que al día siguiente era domingo y suponíamos que iba a ser más complicado.
En uno de los callejones que dan a la Praza da Quintana encontramos una tienda que tiene unas camisetas de diseño con motivos típicos de Santiago y de Galicia que nos encantaron. Allí solucionamos casi todo... menos el apartado gastronómico. Me habían recomendado una tienda en la zona nueva que se llama Valladares... y allí nos fuimos para cargarnos de botellas de Mar de Envero y mirabeles en conserva. Las tartas de Santiago las compramos en una pastelería que se llama Suevia, cerca de Valladares, porque nos habían dicho que es de las auténticas de almendra.
Regresamos al hotel para dejar el botín, y cambiarnos la ropa.

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Fuimos a cenar al Descorche, en la Rúa del Hórreo, que me había dejado muy buenas sensaciones la otra vez... y no defraudó. Tomamos unas tostas de cecina con queso de Arzúa y otras de queso de cabra con cebolla caramelizada. También la exquisita croca, chicharrones con queso y unos bocaditos de pulpo rebozados impresionantes. Había tomado el pulpo “á feira” (el clásico que nunca falla), a la plancha... pero nunca de este modo y me sorprendió muy gratamente. Realmente eran todos productos gallegos... pero elaborados de un modo distinto.
Como estábamos muy cerca de la Zona Vella nos dirigimos a la zona de San Paio para iniciarnos en el ritual de las copas... y así hasta las tantas.

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