Más tarde que nunca, pasadas las 10 de la mañana, empieza en Manhattan nuestro último día en los Estados Unidos. Dentro de poco menos de 12 horas un Airbus con la serigrafía de Iberia despegará de las pistas del JFK para terminar con nuestro viaje y volver a casa.
El último día se antojaba extrañamente tranquilo. Nada de agobiarse por tener las horas contadas para visitar cosas que hayan quedado en el tintero. Nada de lamentarse por haberse quedado con las ganas de hacer algo en los días anteriores. En gran parte, todo nuestro plan había salido a pedir de boca y habíamos hecho lo que planeamos hacer, ni más ni menos.
No era, por lo tanto, un día pensado para hacer ningún derroche que engordara las cifras del viaje. Pero uno tiene su alma de enamorado de la tecnología, y hay impulsos que ya no se pueden controlar.
No es muy ortodoxo comprarse dos portátiles en Nueva York en un intérvalo de menos de un año. De hecho, tampoco es muy ortodoxo visitar en vacaciones Manhattan dos veces en menos de un año. Pero el caso es que, tras jugar con el caramelo que suponía uno de los últimos ultraportátiles del mercado, en el último día tomé la decisión de tirar la casa por la ventana y buscarle un sustituto antes de lo esperado a mi compañero de viaje hasta el momento.
Pero eso vendría más tarde. En primer lugar, aprovechamos nuestra última mañana para pasear por última vez por Times Square, despidiéndonos de ella hasta quien sabe cuando. Mi pareja aprovecha la ocasión para entrar en la tienda Levis de dicha localización, pero sale con las manos vacías. En un año, el problema de las tallas parece haber extendido. En julio de 2008 no hubo una sola ocasión en la que nos quedáramos con ganas de comprar alguna pieza de ropa por la escasez de tallas. En esta ocasión, ocurrió varias veces.
Antes de las 12 volvemos hacia el hotel. Las maletas ya están casi listas y pasado el mediodía, momento en el que debe abandonarse la habitación, bajamos el equipaje hasta la consigna para guardarlas allí durante el día a cambio del ritual de la propina al botones (un dólar por maleta). Cabe mencionar que aunque pasase la hora teórica para desalojar el cuarto, nadie nos llamó a la habitación ni nos dijo nada al salir, por lo que asumo que siempre se otorga cierto margen a los huéspedes.
Salimos otra vez a la calle 45 y esta vez tomamos el metro hacia el sur. Días después de la primera visita, volvemos a J&R Electronics. Esta vez para no salir de allí con las manos vacías.
Por 349$ (unos 280 euros al cambio de ese día) me agencio un MSI Wind U123, ultraportátil de reciente aparición con pantalla de 10.1 pulgadas, procesador Atom N80, batería de 6 celdas con una autonomía de entre 4 y 8 horas... vaya, una mejora notable respecto a mi HP 2133 en todos los sentidos, y prácticamente por la mitad de precio del que supuso éste el año anterior.
Un mes después, no podría estar más satisfecho de mi decisión. El HP 2133 permanece aparcado en un estante, por no querer malvenderlo a un precio muy inferior debido a cómo ha evolucionado el mercado de ultraportátiles desde su irrupción hace un año. Quizás algún día le pueda encontrar algún uso.
Salimos de J&R y lo único que tenemos en mente es buscar un sitio para comer. Ya que estamos en los aledaños del ayuntamiento, callejeamos en busca de algo nuevo, en lugar de volver a los locales ya conocidos de los alrededores del hotel. Encontramos el último deli de nuestra aventura un par de calles más allá de Park Row. Comemos mientras desempaqueto mi flamante compra para ver que está todo en orden.
Cuando salimos del deli son alrededor de las 15:00. Mi cuñado quiere hacer un último intento para encontrar una placa de matrícula de Nueva York que sea "real", y no los típicos souvenirs sin ninguna autenticidad. Por otra parte, mi pareja quiere darle una última oportunidad a Levis y visitar la tienda del SoHo, en la que estuvimos en nuestro viaje anterior. Nos dividimos acordando estar algo antes de las 5 en el hotel para tomar ya el camino hacia el aeropuerto.
La visita a Levis en el SoHo no es mucho más fructífera que la de su homónimo en Times Square. El mismo problema de tallas. Justo al lado, la tienda de Armani Exchange me recuerda que los mejores tejanos que he tenido en mi vida, también eran sensiblemente más caros que la media, incluso en dólares. Esta vez no.
Estamos de regreso en el hotel alrededor de las 4 de la tarde, una hora antes de lo que tenemos planeado para salir hacia el aeropuerto. Una hora antes, en la ciudad de Roma había comenzado un partido que tenía pendiente a toda la Europa futbolística. Aquí, como era de esperar, es algo casi anecdótico a lo que solo se le presta atención en locales muy concretos. Por fortuna, el bar del hotel tiene un gesto sintonizando la ESPN y puedo ver la segunda parte de la final de la Champions League. El Barça ya está ganando por 1 a 0 al Manchester United.
Junto a mi en la barra, un aficionado del Manchester United mira hacia el televisor con pocas esperanzas. No necesitaba llevar la camiseta de su club para identificarle: se le notan los orígenes a leguas. Bromeo con él y parece llevar bien la derrota. Al finalizar, con 2 a 0 en el marcador, reconoce que el Barça ha ganado merecidamente y se va, con una alegría menos de las esperadas.
Son las 5 cuando Puyol levanta el trofeo en el palco del Olímpico de Roma. A muchos kilómetros, nosotros ya estamos hablando con el empleado del hotel encargado de pedir taxis. Nuestra primera opción era usar el metro combinado con el tren lanzadera del aeropuerto, pero llevamos muchos bultos y lo que más nos horroriza es un transbordo que debemos hacer antes de llegar al JFK.
El empleado nos dice que la tarifa es de unos 50 dólares, sin ningun cargo adicional por peajes. Tras meditarlo tomamos la carta del taxi, y en 10 minutos lo tenemos listo.
No es un taxi amarillo. Dudo de que realmente fuera un taxi. Un Lincoln negro con acabados de cuero y un rosario colgando del retrovisor central. El conductor, con nosotros ya dentro del coche, echa un vistazo en las cuatro direcciones del cruce antes de ponerse al volante. Minutos antes, observaba como se daba un fuerte apretón de manos con el encargado del hotel, escondiendo entre sus manos algo más que amistad.
Evidentemente se trata de un servicio no oficial por el que deberían responder ante las autoridades, probablemente debido a quejas de los taxistas "de verdad". La cuestión es que, desde nuestro punto de vista, no podíamos tener ninguna queja respecto al servicio. El conductor, quién sabe si residente en Queens, sortea los atascos con maestría tomando desvíos y calles fuera de cualquier camino oficial. Vamos bordeando el camino principal desde Queens, observando como dejamos atrás incontables colas cada vez que se unían dos carreteras o había un peaje.
Llegamos al aeropuerto al cabo de una hora, justo lo que nos prometieron tanto el encargado como el conductor antes de salir. Facturamos el equipaje, que en ningún caso excede el peso máximo permitido sin tener que pagar un extra. Pasado el arco, mi pareja echa mano de la lista de cosméticos y perfumes y entra en los Duty Free del aeropuerto, el lugar más recomendable para ese tipo de compras. Los demás nos dirigimos hacia la puerta de embarque.
A las 20:30, de forma puntual, se abre el embarque para el vuelo de Iberia. Todavía en la terminal, observamos algo de revuelo dirigiéndose hacia la puerta. De entre la muchedumbre aparece un hombre alto, de piel oscura, ojos intensos y pelo corto rizado. Viste elegante, con camisa azul y corbata roja. Es la viva imagen de Barack Obama, pero no es él. En realidad se llama Manuel, es cubano y residente en Madrid. En algunas televisiones españoles ya ha aparecido como "El doble de Obama".
La gente no para de pedirle fotografías y autógrafos, a los que él siempre responde con una sonrisa. Siento algo de lástima por él, y cuando al entrar en la cabina del avión me dirijo hacia los baños se coloca justo detrás de mi.
Aprovecho la ocasión para saludarle y darle algo más de conversación de la que debe estar acostumbrado. Le pregunto por su día a día y parece agradecer que alguien se acerque a él para algo más que una foto para presumir. Me cuenta varias anécdotas de sus viajes entre España y Estados Unidos. Al finalizar, me pareció hipócrita pedirle una foto como hacían todos, así que todo el recuerdo que tengo es alguna foto borrosa que hizo mi cuñado desde la distancia.
El vuelo de regreso, por fortuna, tiene una duración menor al de ida, por lo que en parte compensa la sensación por la que uno toma conciencia de golpe de todo el agotamiento provocado por el viaje. Sin embargo, aún nos quedaba el tramo que más pereza nos daba de todos: hacer escala en Barajas antes de llegar a Mallorca.
Poco antes de aterrizar en Madrid, sobrevolando ya la península, dos auxiliares de vuelo empiezan a repartir unos papeles a todos los pasajeros. En uno, se indican consejos y el plan de actuación a seguir en caso de sospecha de haber contraído la Gripe A. En el otro, te exigen los datos de contacto para notificar cualquier eventualidad provocada entre el resto del pasaje. Habíamos olvidado por completo la Gripe A. Los medios estadounidenses le dedicaban el tiempo justo en los noticiarios, y por la calle solo muy de vez en cuando se veía a algún asiático aprovisionado de mascarilla. Pero esto es España y ya nos conocemos...
Tras seis horas de avión y con los relojes ya ajustados a la hora peninsular, llegamos a Barajas poco después de las 10 de la mañana del 28 de Mayo. Desembarcamos en la Terminal 4 Satélite, la misma desde la que efectuamos la salida. Y caminamos. Caminamos más. Y todavía más.
La T4S tiene forma alargada, y Iberia nos había dejado en uno de sus extremos. Para conectar con la T4, hay que volver a tomar el tren lanzadera... situado en el centro de la terminal. Así que tras una caminata que a nadie le apetecía realizar finalmente llegamos hasta el andén. 3 minutos después aparecemos en la T4 y... a duras penas podemos creer que nos vayan a hacer pasar por otro arco de seguridad.
Con una paciencia bajo mínimos tras hacernos caminar durante 5 minutos, volvemos a desprendernos de todo objeto metálico y a desembolsar los portátiles. Mi cuñado, sin embargo, quiere ponerles a prueba. No saca de su mochila ni el ordenador, ni el juego de cubiertos metálicos que ha "tomado prestado" del avión. Y el arco no dice nada. Los guardias de seguridad están más preocupados por comentar la final de la Champions que por ver como un tenedor y un cuchillo metálicos pasan por los Rayos X. El eterno dilema entre la seguridad real y la sensación de ella.
Llegamos a nuestra puerta de embarque sobre las 11:30, a treinta minutos de la hora límite. Paso el trámite leyendo el Marca para enterarme de algo más sobre el triplete del Barça, y embarcamos. El viaje de una hora que conecta la capital con Palma de Mallorca se hace casi tan largo como si durara tres.
Pasada la una del mediodía, pisamos suelo balear en el Aeropuerto de Son Sant Joan. Nos dirigimos a las cintas de equipaje, que está al lado de un cuarto aislado en el que hay dos cintas especiales para cuestión de aduanas. Rogamos por que nuestras maletas aparezcan fuera del cuarto, pero no es así. Así que entramos a ver qué nos depara el control.
Cargando con las maletas y dirigiéndonos a la salida del cuarto, un Guardia Civil aparece de la nada. Nos pregunta de donde venimos y si todo ese equipaje era nuestro (éramos tres personas para cinco o seis bultos, ya que mi cuñado se había quedado fuera). Ponemos cara de cordero degollado y con toda la muestra de perfecto ciudadano europeo le pregunto si necesita ver las tarjetas de embarque. El Guardia Civil, al que a partir de ahora dada su emergente calvicia y su vello capilar blanco llamaremos Chanquete, hace una mueca parecida a una sonrisa y me dice "lo único que puedo hacer es dejaros pasar o pediros que abráis las maletas, así que vosotros mismos". Como uno respeta a la autoridad, sobretodo en estos casos, me despido con un "si señor" y me voy a las afueras de la terminal.
Son las dos del mediodía. Once horas después de abandonar el JFK, llegamos a destino. Ya estamos en casa.