El último día de nuestro viaje se presenta apresurado, ya que solo nos queda toda la mañana y el mediodía para rescatar aquellas visitas que se nos quedaron colgadas en los anteriores días.
Sin embargo, lo absolutamente prioritario es dejar todo listo para un regreso sin sobresaltos: guardar las maletas en la consigna, localizar el punto de salida del autobús al aeropuerto, y comprar los dos billetes que nos lleven hasta Newark.
Para el viaje de vuelta queremos seguir adelante con nuestro transporte previsto, que es el mismo que en la ida tuvimos que descartar tras el retraso de seis horas. Se trata del Newark Liberty Airport Express, un autobús que conecta el aeropuerto de Nueva Jersey con las dos principales estaciones de Manhattan.
Terminamos de empaquetar el equipaje, que casi ha doblado en volumen al de la ida. Ahora ya son dos maletas por persona. Al despertar, nos hemos encontrado al pie de la puerta de la habitación la factura de nuestra estancia, detallando el precio e impuestos de todos y cada uno de los días que hemos parado en el Roosevelt.
Bajamos el ascensor por última vez y comunicamos nuestra salida en recepción. El importe cargado a mi tarjeta en concepto de fianza será devuelto en un plazo entre 24 horas y 7 días. Efectivamente, así ha ocurrido.
Vamos hasta el mostrador de los botones y dejamos nuestras maletas para poder pasear libremente el tiempo que nos queda hasta abandonar Nueva York. El botones agarra de una tirada nuestras dos maletas más pesadas, se gana la propina. Seguimos el estándar de un dólar por maleta.
Nos echamos a la calle. Apenas tenemos tiempo de sentir nostalgia por ser el último día, ya que estamos muy concentrados en lo que debemos hacer. Hacemos una búsqueda rápida para desayunar, a ser posible en algún sitio que todavía no hayamos catado. Paramos en el Metro Café, situado en las cercanías de la Grand Central Station con Park Avenue. L ve cumplido a última hora su objetivo de desayunar unas tortitas (pancakes). El sitio tiene buen aspecto y un buen surtido de ensaladas, sería una buena opción para comer.
Dejamos la cafetería y tras varios rodeos localizamos el punto de salida del autobús: es en un punto medio entre Madison Avenue y Park Avenue, y los billetes se compran en una tienda debidamente señalada en la propia acera.
Ahora si, tranquilos por tener asegurado nuestro regreso, empezamos con nuestro planning póstumo. La primera parada es el Flatiron, edificio con forma de plancha que ya pudimos ver en su día desde lo alto del Empire State Building.
Cogemos el metro hasta la calle 23 y salimos a la calle. Miramos hacia un lado y al otro, y no encontramos el dichoso edificio. El Empire State Building tambien se deja ver desde aquí, unas calles más allá. Finalmente, doy media vuelta, miro hacia el cielo y veo como la estilizada fachada en punta del Flatiron se burla de nuestro sentido de la orientación.
El Flatiron es una pequeña obra de arte hecha edificio. Su estado de conservación es fantástico, sin perder su éstilo clásico, y en el momento en el que la visitamos hay un buen trozo de asfalto frente a él cortado al tráfico, por lo que podemos disfrutarlo y retratarlo con todo lujo de detalles. Desde el suelo se pueden apreciar los dibujos de la fachada, aunque su forma triangular es mucho más clara cuando vemos el edificio desde el cielo.
Cuando creemos tener suficiente de Flatiron, nos adentramos en la misma boca de metro por la que salimos, esta vez para dirigirnos en dirección norte. Aparecemos en la esquina sureste de Central Park, en plena Quinta Avenida.
Sin desmerecer la entrada al parque desde Harlem, la zona sur de Central Park tiene mucho más por ver. Puntos de interés más variados, en contraposición con las decenas de caminos de tierra rodeados de bosque que encontramos en el norte.
esde aquí nos observa la fachada del majestuoso Hotel Plaza. No solo se debe pagar el lujo extremo de sus instalaciones: las vistas que tiene el hotel hacia el parque también valen su peso en oro.
Caminamos por Central Park, bordeando el lado oeste del pequeño lago situado a la entrada. Damos de bruces con Victorian Gardens. Se trata de un pequeño parque de atracciones, eminentemente infantil. A sus alrededores hay varias opciones para sentarse a descansar: bancos de madera en un pequeño balcón hacia el parque de atracciones, césped y rocas que bordean al lago del sur. Una hora después pasaríamos un rato en esas rocas, con wi-fi por cortesía del ayuntamiento.
Seguimos disfrutando del parque. Esta vez llegamos a la "Casa de Damas y Ajedrez", cuya terraza dispone de un puñado de mesas debidamente preparadas para disfrutar de tales juegos, y a la tienda de regalos, donde L consigue un peluche de una ardilla que estaba deseando encontrar desde que nos topamos con el primero de estos animales.
Seguimos ahora hacia el noreste, llegando finalmente a los límites de Sheep Meadow. Traducido como Prado de Ovejas, se trata de una basta extensión de césped en perfectas condiciones en los que la gente se tira con una manta y pasa largos ratos con vistas a la ciudad. Por desgracia, a la temprana hora a la que llegamos (alrededor de las 10), la máquina cortacésped todavía no ha terminado su jornada matutina, así que la pradera permanece cerrada al público.
Nos despedimos por última vez de Central Park habiendo deseado tener más días para explorar más rincones de los que esconde, y nos ponemos rumbo al sur, concretamente a dos paradas de metro. Volvemos al Rockefeller Center tras haber subido a él en el primer día, pero esta vez nos quedamos al nivel del suelo.
Atravesamos todo el pasillo inferior del Rockefeller desde la zona del metro hasta Rockefeller Plaza, y por fin podemos ver la famosa pista de hielo... pero sin hielo, y ni siquiera pista. Cuando el invierno se marcha, la pista de hielo queda totalmente desarticulada y su lugar lo ocupan terrazas al aire libre de los locales de restauración que hay en la planta baja.
De todas formas, allí siguen estando todas las banderas y la fuente que preside la pista, solo falta el Árbol de Navidad. Damos una vuelta a la plaza y topamos con la tienda de NBC Studios, pero salimos con las manos vacias. Los cacharros y juguetes más originales son de series que no seguimos, mientras que aquellas que más nos entusiasman como Heroes, Scrubs o Urgencias solo disponen de los tipicos calendarios y figuritas de acción.
Volvemos a hacer todo el recorrido hacia el metro y aprovechamos la hora para comer en un Burger King de la propia estación. Otra ocasión para comprobar los generosos menús pequeños y medianos.
Tomamos el metro hacia la zona de nuestro hotel, aunque todavía no vamos a por nuestras maletas. Revisitamos Bryant Park, pero nuestro objetivo no es el parque, si no poder acceder al interior de la Biblioteca Pública. Esta vez si que está abierta.
Tanto a la entrada como a la salida, los guardias de seguridad echan un vistazo rápido a tu bolso o mochila. Lo suficiente para intimidar, pero insuficiente para detectar algo que puedas llevar en el fondo de la bolsa. Conseguimos un mapa en el mostrador de información y encontramos la ruta hacia la sala principal.
Es tal cual aparece en varias películas, una de las más recientes la catastrófica el Día de Mañana. Una gran extensión de grandes mesas rodeadas por toda una grada elevada a dos metros del suelo, donde se encuentran cientos de estanterías cargadas de libros. Todo ello con un aspecto inmejorable, y enchufes en todas las mesas para que la gente no sufra por las baterías. Hay gente estudiando, pero tambien una inmensa mayoría simplemente sentada, o escuchando música con un Ipod cargándose.
Ahora sí, y exceptuando Naciones Unidas (que pese a estar cerca del hotel siempre lo descartábamos por no tener paradas de metro cercanas), damos por cubierto todo el checklist que traíamos de casa. Llega el momento de poner rumbo al aeropuerto y despedirse, esperemos que con un hasta luego, de la gran ciudad.
En la primera planta del Hotel Roosevelt, conocida como centro de negocios, imprimimos las tarjetas de embarque que habíamos descargado en formato PDF desde Central Park. No nos hacen ningún cargo, el servicio de impresión de tarjetas de embarque es gratuito. Bajamos a recepción y uno de los mozos se abalanza sobre mi en cuanto ve el resguardo de la taquilla. Lo recoge y en un minuto se presenta con nuestro cuatro bultos. Cuatro dólares de propina y todos contentos.
Salimos hacia Park Avenue y llegamos al punto de salida del Newark Liberty Airport Express con nuestros billetes ya comprados. En apenas 5 minutos ya estamos en marcha hacia Nueva Jersey.
En algo más de media hora pisamos la Terminal C de Newark, que al parecer es propiedad casi exclusiva de Continental Airlines. Nuestro equipaje pesa poco menos de 50 libras en el caso de L, y roza las 70 libras en mi caso. Existe una restricción por la que hay que pagar un sobrecargo de 50 dólares si alguno de los bultos excede las 50 libras.
Mi maleta grande llega hasta las 51, y no me queda más remedio que pagar vía tarjeta en las máquinas de auto-checkin. Cuando la empleada de Continental revisa nuestra documentación, me pregunta asombrada si he pagado los 50 dólares por un exceso de solo 1 libra. Cuando se lo confirmo, me dice que debería haberlo consultado y no hubiera sido necesario el pago. Me rio de mi mismo resignado mientras le digo que soy demasiado honesto, a lo que ella contesta entre risas que soy demasiado bueno. Qué le vamos a hacer.
Pasamos el arco de seguridad (estrictamente obligatorio quitarse los zapatos y pasar el ordenador portátil en una bandeja aparte), y llegamos hasta nuestra puerta de embarque. Todo va sobre ruedas, incluso se prevee un ligero adelanto en la hora de entrada al avión. Aprovechamos unas cabinas cercanas para avisar a casa de que todo marcha sobre ruedas (y de paso agotar el saldo de las tarjetas prepago), y mientras esperamos la hora cumplo otro objetivo: tomar un Smoothie de Fresa y Banana.
Finalmente embarcamos, y a las 19:20 de la costa este nuestro Boeing despega rumbo a Europa. Una hora después del despegue se sirve la cena, con los ya conocidos menús de ternera o pollo con ensalada, y el resto del viaje se hace mucho más breve que el de ida gracias a la ausencia de retrasos, y a poder empezar a resumir el viaje gracias a los enchufes disponibles junto a cada asiento.
Nuestro periplo estadounidense termina disfrutando del amanecer en pleno atlántico, con el sol apareciendo detrás del oceano.