Nos levantamos temprano para terminar de hacer las maletas y a la hora acordada nos recogen nuestros amigos. Mientras nos ponen los dientes largos contándonos su visita a Covadonga y los Picos de Europa, tiramos hasta el Cabo de Peñas, que está a media hora de Avilés y cuyo faro lleva más de cien años en funcionamiento.
Nos habría gustado entrar al Centro de Interpretación del Medio Marino que está instalado allí, pero casualmente había un letrero anunciando que ese día estaba cerrado.
Así que nos dedicamos a pasear por los senderos que bordean los acantilados y a disfrutar de las brisa marina del Cantábrico.
Volvemos al coche y seguimos hasta el Mirador de la Atalaya, donde hacemos una breve parada, y luego hasta el Mirador del Espíritu Santo donde vemos esta pequeña ermita.
Nuestros maridos se animaron a bajar las escaleras que unen el mirador con el puerto de San Esteban de Pravia, que es el lugar donde desemboca el río Nalón, pero nosotras decidimos ahorrar fuerzas y optamos por seguirles cómodamente en el coche.
Como dato curioso, decir que San Esteban de Pravia está declarado lugar de interés por su patrimonio industrial, ya que su puerto era una de las principales vías de salida del carbón que se extraía en la región.
Por fin llegamos a Cudillero.
El pueblo es muy, muy bonito, con sus casas de colores que van escalando las laderas formando una especie de anfiteatro con vistas al mar. De postal, de verdad, y os aseguro que mis fotos no le hacen justicia.
Aunque parezca raro este fue el día que peor comimos. De hecho fue la única vez que no salimos contentos, satisfechos y saciados de un restaurante en todo el viaje.
Además había un montón de sitios para elegir, pero se ve que no tuvimos suerte.
Imprescindible y cien por cien recomendable subir hasta alguno de los miradores que rodean Cudillero. Os vais a encontrar cuestas, escaleras, más escaleras... Pero las vistas compensan el esfuerzo, de verdad que sí.
De camino a la casa rural aún nos quedaban dos paradas. La primera de ellas en la Playa del Silencio, también llamada El Gavieiru, que está situada en un entorno absolutamente natural y protegida por acantilados.
Para llegar hasta ella hay que ir a la localidad de Castañeras. Una vez en el pueblo, el camino a la playa está bien señalizado y más adelante hay un pequeño aparcamiento (nos dijeron que en verano va más gente y recomiendan dejar los coches en el pueblo y hacer todo el trayecto andando). Desde el aparcamiento se sigue un camino de tierra que se convierte en sendero y que conduce hasta un mirador donde desciende una escalera hasta la playa. Un paseíllo, vaya.
Estaba todo tan tranquilo que desde arriba ya podíamos escuchar el sonido que hacen los cantos rodados al ser arrastrados por las olas al llegar a la orilla. Ida y vuelta, ida y vuelta... No sé, a mí me pareció muy relajante.
La última escala de la tarde es en Cabo Vidio, donde también hay un faro. De nuevo los acantilados nos dejan sin habla a los cuatro uno segundos... Supongo que es lo que tiene vivir lejos del mar.