
El miércoles fue un día de largos recorridos y uso de diversos medios de locomoción para todos los gustos. Dejamos MachuPicchu pueblo en tren, como habíamos llegado. Disfrutando de nuevo de este recorrido panorámico, incluso mejor que a la ida, pues hacía mejor tiempo. Al llegar a Ollantaytambo, nos esperaba un conductor que habíamos contratado previamente, y que por 120 soles, poco más de 30 euros, habría de llevarnos hasta Cusco de nuevo. Pero por el camino, concertamos con él la visita a las sorprendentes salineras de Maras y al lugar arqueológico de Moray. Estas salinas tienen la particularidad de que las alimenta el agua de un manantial que está cuatro veces más salada que el agua del mar. Cada poza pertenece a una familia habitante del cercano pueblo de Maras, que la explota y hereda de generación en generación. Son sorprendentes por hallarse en medio de una montaña, junto al valle del Urubamba.


En la misma población de Maras, se puede visitar el sitio arqueológico de Moray. Se trata de un laboratorio agrícola experimental de los incas donde probaban cultivos en diferentes condiciones de altura y temperatura gracias a su cultivo en diferentes andenes concéntricos.

Llegamos a Cusco con el tiempo justo para recoger la maleta que habíamos dejado en el apartamento (gracias señora Elva, por su amabilidad), llegar a la terminal terrestre, que es como aquí se llaman a las estaciones de autobuses, y sacar billete para Puno. Una de las cosas curiosas es que, aparte del billete del autobús, hay que pagar una tasa de embarque, algo así como 40 céntimos, para poder acceder a los andenes. Queríamos llegar a Puno a dormir, y el único autobús que salía era uno para la población local, pero que también admitía extranjeros. Baratísimo, unos 4,50 € para un recorrido como de Madrid a Valencia. La experiencia fue pintoresca. El autobús estaba lleno de cholitas, caballeros roncantes y población autóctona, y nosotros éramos los únicos extranjeros a bordo. Como llegamos los últimos, solo quedaban los asientos de atrás, así que fuimos dando botes todo el camino. Iba parando por todos los pueblos, y ya desde la primera parada, empezaron a subir vendedores ambulantes de productos diversos, desde enormes hogazas de pan, hasta bolsas con té, gelatinas diversas o mazorcas de maíz (aquí llamados choclos) con queso. Como no habíamos tenido tiempo de comer, compramos una enorme hogaza de pan que compartimos con la compañera de asiento, mientras que con otra señora que iba a las fiestas de su pueblo, compartimos una amena charla hablando de lo divino y de lo humano. Con todo, lo peor del trayecto fue la música cholita con la que nos amenizaron sin parar.
El viaje duró más de ocho horas, y cuando llegamos a Puno pasaban las doce de la noche. En una estación de autobuses desierta, nos abordó un individuo, al ver claramente nuestro origen guiri. Se identificó como guía de turismo local, y antes de que comenzase a querernos vender cosas, le dijimos que ya teníamos reservado hotel, pero que no sabíamos si nos estarían esperando a esas horas. Lo cierto es que, amablemente, se ofreció para llamar a nuestro hotel. Tras unos minutos de incertidumbre porque al parecer habían confundido nuestra reserva, al final nos dijeron que sí que podíamos ir al hotel a dormir. El individuo, de paso, nos vendió la excursión al lago Titicaca que queríamos hacer al día siguiente. Se lo cogimos porque lo cierto es que era más barato que lo que habíamos visto por Internet. Nos costó solo unos nueve euros a cada uno. Así que tras un largo día, por fin dábamos con nuestros huesos en una habitación de hotel. Eso sí: más fría que la casa de un oso polar. Menos mal que al día siguiente nos cambiaron a una habitación más acogedora.

El día siguiente, ya frescos y descansados, lo pasamos en Puno. Tuvimos la fortuna de que esta localidad estaba celebrando las fiestas de La Candelaria. Como todas las fiestas religiosas consistía en varias procesiones con Vírgenes, su orquesta y sus gentes vestidos con sus trajes típicos. Lo más gracioso es que alguien nos dijo: ¿Ustedes en España también celebran la fiesta de La Candelaria? Pues claro, ¿de dónde creería que provenían prácticamente todas sus fiestas populares?



El lago Titicaca, es el lago navegable más alto del mundo, y se lo reparten entre Perú y Bolivia. Está a unos 3800 metros sobre el nivel del mar, y la excursión más interesante que se puede hacer aquí es a la isla de los Uros. Es la que contratamos con el individuo de la estación de autobuses. Nos hicieron esperar hasta casi desesperarnos, y en el último minuto, cuando estábamos a punto de coger un taxi para hacerla por nuestra cuenta, apareció otro guía para llevarnos en taxi hasta el embarcadero. Los Uros son una tribu que habita desde tiempos inmemoriales sobre unas islas flotantes que se fabrican ellos mismos con juncos, aquí llamados “totoras”. Viven unas cinco familias en cada isla, aunque sospechosamente´, en la que visitamos, solo había cinco mujeres, enseñándote sus casas y tratando de venderte alguna baratija.


Entre las diferentes islas se mueven en las balsas que ellos mismos fabrican, también con juncos secos. A nosotros nos dieron un paseo en una especialmente preparada para los turistas, pero sin duda muy pintoresca. Las mismas mujeres que te enseñan su casa y que te venden sus productos de artesanía, son las que la manejan. No vimos a ningún hombre. Según el guía estaban cortando juncos. Nosotros creemos que estaban en el bar.


Compramos billete de autobús para poder llegar el día siguiente hasta La Paz. Había dos posibilidades, y escogimos la más lenta, que nos permitía parar una hora en la localidad ribereña de Copacabana. Esta vez se trataba de un autobús más turístico. De hecho, todos éramos turistas. La ruta seguida bordeaba el lago Titicaca hasta llegar a la frontera. ¡ Y vaya frontera! Te tienes que bajar del autobús y tirarte más de una hora de trámites, primero en el puesto de aduanas peruano, luego ir andando hasta el puesto boliviano, y luego por fín, a continuar el viaje. Lo más curioso es que puedes cruzar tranquilamente de un país a otro sin que nadie te pida nada, ya que tienes que entrar en unas casetas que están al lado de la carretera. Claro que, luego podrías tener problemas al salir del país, si no te han sellado el pasaporte y entregado una tarjetita de inmigración.

Copacabana (no la playa brasileña), se encuentra a tan solo ocho kilómetros de la frontera, ya en Bolivia. Lo utilizan como base para cambiar de autobús, ya que desde aquí hasta La Paz, es una empresa boliviana la que te lleva. Copacabana es hoy en día el centro hippie de la zona. Está lleno de gente joven, mochileros, con muy buen ambiente. Vamos, como Ibiza pero en pequeño.


El autobús prosigue su camino hasta San Pablo de Tiquina. Aquí hay que cruzar un estrecho del lago Titicaca donde, en vez de puente, los lugareños te pasan con sus barcas, previo pago de una pequeña cantidad de bolivianos (moneda local). Nuevamente, hay que bajar del bus, pues éste va en una barcaza, y los pasajeros en una barquita.


Por fín llegamos a La Paz. Esta ciudad, hoy en día, debería cambiar de nombre, y llamarse La Guerra, porque es un caos total. De coches, de personas y de tenderetes vendiendo cualquier cosa por todas partes. La ciudad está construida en un enorme barranco donde todas las calles tienen cuestas inverosímiles. Tuvimos la suerte de que el autobús nos dejó a solo dos cuadras (en argot local) del hotel que habíamos reservado. Lo inmediato, fue ir a contratar para el día siguiente la bajada en bicicleta por el célebre “Camino de la muerte”, una carretera, ahora parcialmente cerrada al tráfico, y por la que durante muchos años se han estado despeñando coches, camiones y autobuses. Pero Bolivia es el país de las protestas y las huelgas, y los accesos a la susodicha carretera, están bloqueados desde hace unos días por los productores de coca, por lo que no se puede acceder a ella. En una agencia, nos dieron la posibilidad de hacer una ruta alternativa por el valle del Zongo. Mejor eso que nada, pues se trataba de un descenso por un valle similar aunque menos conocido. Contratado, y hecho.



Hasta llegar al punto donde se iniciaba el descenso en bici, hemos atravesado un magnífico paisaje andino con sus montañas, lagos y llamas que, de otra manera, no hubiésemos visto. Está fuera del circuito turístico habitual, y la verdad es que merece la pena.


Mañana domingo visitaremos La Paz, y por la noche cogeremos un bus nocturno con destino a Uyuni para visitar su famoso Salar. Estaremos apartados de las modernas tecnologías hasta el próximo miércoles, cuando ya habremos salido de Bolivia, y estaremos en territorio chileno.