
El domingo lo pasamos recorriendo La Paz. Primero con un taxi barato fuimos a las afueras, a recorrer el Valle de la Luna, unas formaciones de arenisca erosionadas por el viento y la lluvia, que da lugar a formaciones insólitas, como las de los niños que van poniendo montoncitos de arena de la playa uno sobre otro pero a lo grande.

De vuelta a la ciudad, estuvimos callejeando por las calles más céntricas de La Paz. Como era domingo, estaban un poco más tranquilas de lo habitual, porque los días laborales las calles son un caos de gente, tráfico y tenderetes vendiendo de todo. Visitamos la parte más antigua, que se remonta a cuando la fundaron los españoles, aunque de sus construcciones quedan pocos testimonios. La población es mayormente aimara, así que los europeos llamamos la atención.




El domingo por la noche tomamos un bus nocturno con destino a Uyuni. No nos podemos quejar, fue un trayecto de diez horas pero bastante tranquilo y descansado. En este caso era un autobús moderno, de dos pisos, en el que casi todos eran mochileros, menos nosotros que normalmente doblamos la edad del turista medio que se ve por estas tierras. Asientos reclinables, dentro de lo posible, donde se puede dormir relativamente bien. Lo único malo es que llega a su destino a las seis de la mañana. A esa hora no están puestas ni las calles, que de todas formas no están asfaltadas, pero sí hay cazaturistas para llevarte a su establecimiento para que te tomes un desayuno mientras esperas. Lo cierto es que no viene mal, aunque te lo cobren a precio de turista rico. A las siete y media abrieron Viajes Esmeralda, la agencia con la que habíamos contactado desde Madrid para reservar el tour que nos llevaría durante los dos días siguientes a comprobar si todo esto es tan impresionante como cuentan. En cada todo terreno va el conductor y seis personas, por lo que en nuestro caso, tendríamos cuatro compañeros de viaje: una pareja italo-inglesa y otra de surcoreanos. Todo muy internacional.El chófer, Rodrigo, era lógicamente de la tierra, y resultó ser un experto conductor aunque algo parco en palabras.

En esta época del año, gran parte del Salar está inundado por las lluvias, lo que permite percibirlo todo como un inmenso espejo en el que se reflejan las nubes, las montañas de alrededor, y todo el que pase por el lugar. La sensación que te embarga en este lugar es increíble. Es como si estuvieses andando por el cielo.



El agua solo cubre unos centímetros por encima de la capa de sal, que puede llegar a ser de hasta ocho metros de profundidad. Con el todo terreno vas atravesando el Salar inundado despacito, hasta llegar a una construcción, toda hecha de sal, donde te paras a comer.

A medida que atraviesas el Salar, hay zonas donde hay menor densidad de agua. Cuando el agua es casi inexistente, se quedan formas penta y hexagonales de sal. Cambiamos la sensación de espejo por un suelo que parece enlosado.

Aprovechando la profundidad y la perspectiva que ofrece este impresionante lugar, el chófer-guía te enseña a elaborar estas fotos artísticas, que en el fondo son las típicas tontunas del turista.



Cuando el Salar pierde todo el agua, el suelo se transforma en una masa compacta de superficie parecida a una pista de patinaje sobre hielo. Eso sí, de enormes dimensiones y sin escurrirte. Todo el Salar adquiere un tono blanco infinito. Al final del día, el cielo se nubló y oscureció de tal manera que se invirtieron los términos habituales, y el suelo se quedó más claro que el cielo.


Casi de noche, salimos por otra esquina del Salar. A partir de aquí, comenzó un particular rally por caminos sin señalización alguna, y que solo un experto conductor conocedor del lugar, podía distinguir. Se hizo de noche, comenzó a llover, y el conductor manejaba tan tranquilo por un laberinto de caminos pedregosos. Sorpresivamente, llegamos a una pequeña población perdida en medio de la nada, llamada San Juan, donde pasaríamos la noche en un “hotel” construido en buena parte a base de bloques de sal.


Entre las cosas que nos contó Rodrigo, el conductor-guía-cocinero, está el origen de la palabra “llama” para denominar a estos camélidos. Al parecer, cuando los primeros españoles llegaron a estas tierras, iban preguntando a la población autóctona, señalando a estos bichos: – ¿Cómo se llama?. Los indígenas, que no entendían nada, solo repetían mecánicamente lo que los españoles decían. – Llama, llama…. y con ese nombre se quedó.
También nos contó que llamas y alpacas son domésticas, mientras que las vicuñas son salvajes, moviéndose libremente por todas estas tierras. Todos pertenecen a la misma familia, incluidos los guanacos, aunque éstos están ahora en extinción, por lo que no vimos ninguno.

Esta tierra está llena de volcanes de más de cinco mil metros de altura. Muchos están extinguidos, pero otros están activos, como el Oyagüe, habitualmente de “malos humos”.

Una de las zonas más bonitas de este impresionante recorrido, lo constituyen las sucesivas lagunas de nombres tan sugerentes como Cañapa, Hedionda, Chiarkota, laguna Colorada o laguna Verde. Además, en esta época del año, cuentan con el aliciente adicional de estar pobladas por grandes colonias de flamencos, siempre tan espectaculares y coloridos. Pasan el verano en esta zona, para alimentarse de los microorganismos que crecen gracias a la composición química de estos lagos volcánicos.





A pesar de ser verano, las temperaturas están en torno a los diez grados, y estremece pensar que en invierno (aquí, de junio a agosto), las temperaturas pueden llegar hasta los veinte grados bajo cero. Todo esto está a más de 4000 metros de altura, y el viento moldea las piedras convirtiéndolas en objetos que creemos reconocer. A la caída de la tarde y para culminar un día de lagunas altiplánicas, llegamos a la Laguna Colorada, y que no solo es de este color, sino también verde y blanca, como consecuencia de sus diversas composiciones químicas. Y los flamencos que no falten. Todo un espectáculo.




La segunda y última noche la pasamos en unos barracones habilitados como hotel, dónde se duerme en habitaciones de seis: una habitación para los ocupantes de cada vehículo. La verdad es que dormir, se duerme poco, porque a la mañana siguiente hay que levantarse a las cuatro para ver el último espectáculo del tour: ver amanecer entre fumarolas y geiseres.


El fin de fiesta consiste en poderse dar un baño en aguas termales, calentitas, mientras ves amanecer. Lo malo es que en el exterior, hace un frío que pela, por lo que nosotros, a pesar de ir preparados con nuestros bañadores, nos rajamos en el último momento, y nos limitamos a contemplar el bonito amanecer pero sin ponernos a remojo.

Camino ya a la frontera con Chile, se atraviesa el que llaman “Desierto de Dalí”, y que recuerda a alguno de sus cuadros por las sombras proyectadas por enormes rocas en medio de la arena. No se adjuntan fotos por estar a contraluz en el momento que lo atravesamos, por lo que no se podían apreciar adecuadamente. Después se llega a la Laguna Verde, que ya no es verde, pues se está secando como consecuencia del cambio climático y la variación de la composición de sus aguas.

Para nosotros, el tour terminaba en la pintoresca frontera con Chile. Dos del grupo se volvían a Uyuni con el conductor. A la pareja coreana y a nosotros, tras pasar los engorrosos y absurdos trámites aduaneros, nos recogió un microbús chileno, junto a otros excursionistas, para llevarnos hasta la población chilena de San Pedro de Atacama por una vertiginosa carretera que desciende del altiplano, y en pocos minutos pasas de estar de 4500 a 2500 metros sobre el nivel del mar. Todo un descanso, porque la altura se nota, y al menor esfuerzo ya estás asfixiado.

En resumen, el Salar de Uyuni es un lugar único en el mundo. Muy recomendable hacer el tour completo para ver también todos sus alrededores. Nos queda un magnífico recuerdo, pero seguimos inexorablemente nuestro camino.