Soy de esas personas que suele necesitar ocho horas para dormir, que disfruta durmiendo. De los que cae en la cama y se duermen al instante. Exceptuando las ocasiones excepcionales cuando mi espíritu anda inquieto. Y aquella primera mañana en Bagdad era excepcional. Iba a conocer un ciudad que las últimas décadas solía ser noticia por las guerras, los secuestros y los coches o personas bombas. Sin embargo, desde 21 de enero del 2021 no se registraba ningún atentado ni incidente con desenlace trágico en la capital excepto los dos cohetes Katyusha que tenían como objetivo la zona verde a finales de 2021. El primero fue derribado en el aire por baterías de defensa y el segundo cayó en un solar, dañando dos vehículos.
Por fin, el futuro incierto parecía sonreír tímidamente a los bagdadíes. Y aunque era consciente de que no era la misma ciudad donde los norteamericanos construyeron una zona de exclusión: GREEN ZONE, no podía dejar de estar inquieto y ansioso de explorar la ciudad que solo pronunciar su nombre evocaba temor. Y es que aunque hoy día parece una ciudad pacificada no nos debemos confiar y utilizar el sentido común como haríamos en cualquier país.
A las nueve de la mañana, después de desayunar en el buffet del hotel, al fin salí a sus calles. Y rápidamente comprendí lo que significaba el Eid-al-Fitr (fiesta de la ruptura del ayuno) para los iraquíes. Museos, yacimientos arqueológicos, bancos, colegios… cerrados durante diez días por vacaciones de los funcionarios, es decir, este año desde el 29 de abril hasta el 07 de marzo del 2022 estaría todo lo que depende del estado cerrado. Ese fue mi gran error que no tuve en cuenta a la hora de planificar mis días de vacaciones y que lo condicionó todo, y no para mejor. Mi obsesión era comprar el billete del avión lo antes posible para evitar las elevadas temperaturas y no me fije en nada más. Y incluso así, anticipando mi llegada, los días que pasé en Irak el termómetro llegó a sobrepasar los 36º a principios de mayo. Además, este primer día era fiesta y estaba la mayoría de locales cerrados.
La primera impresión que me llevé de Bagdad fue desoladora, de inerte escenario. Con sus calles polvorientas y vacías, con su escaso tráfico, con los militares o policías con sus rostros tediosos y sus mastodónticos vehículos militares ocupando espacios para los viandantes en cada intersección o rotonda, con los alambres de concertina desperdigados, a veces, en sitios inverosímiles, como una escalera pública obstruida por este material , con muros de hormigón prefabricados cercando algunos solares o carriles de circulación, con sus erizos checos en los accesos sensibles de edificios gubernamentales, con su omnipresente basura, con sus calles y coches polvorientos por las tormentas de arena. ¡Y qué decir del casco viejo de la ciudad! Exceptuando la calle Al Matunabbi, preguntándome cómo conseguían las columnas de los soportales mantener los edificios ruinosos y ajados en pie, sin desmoronarse. Y en aquellos milagros de la gravedad incluso detecté vida en algunos de ellos en su interior, personas que vivían allí, como así atestiguaba la ropa limpia y húmeda puesta a secar en balcones deprimentes.
Al mediodía había muchos hombres con las vestimentas típicas de esta región, dishdasha; mujeres casi no vi, y las que vi, iban con túnicas oscuras y velos que escondían sus cabellos. ¿Tan retrógrado era Bagdad? Por supuesto que no, mas fue la primera impresión que me llevé de ese día festivo y hasta que no volví a la capital y pude atestiguar en un día ordinario que Bagdad no eran tan solo pasado, también era un futuro moderno y tímidamente abierto a los nuevos tiempos.
Como no iba a encontrar nada abierto focalice mi primera visita en los escenarios urbanos exteriores. Así que al primer sitio que me dirigí fue al puente Al-Shuhada, construido por los británicos en el periodo de su ocupación en el 1937, es uno de los treces puentes que une Rusafa con Karkh, la parte este y oeste respectivamente tomando como punto de referencia el río, el puente conecta los antiguos barrios de la ciudad. Y me coloqué en el punto central del mismo para tener una perspectiva de uno de los ríos que ayudó al progreso de Mesopotamia y con más de seis mil años de historia: El Tigris.
En el lado oeste, sobresale una torre de la época otomana (Al-Qushla clock) con un reloj, rodeado por un pequeño jardín. Contiguo hay un embarcadero donde sus ciudadanos cruzan el río con una pequeña embarcación motorizada, ahorrándose el tramo del puente, por unos pocos dinares. También pude observar la estatua dedicada al poeta Al-Mutamabi ubicada al final de la homónima calle en perpendicular al río. Y al lado este, saliendo del puente, a mano derecha, hay un mercado de pescaderías donde se cocina el plato nacional de Irak, que se cocean lentamente, abiertos y ensartados en fuego de leña en grandes parillas circulares: Masgouf. No hay restaurantes. Estuve a punto de hacer un “take away”, pero dónde me comía un pescado en una ciudad donde los bancos no existen y los bordillos o los escalones no son el mejor lugar para un improvisado comedor, ante tanta porquería rebozada en arena.
Me di un rápido paseo por la calle más mimada del casco viejo: Al Mutamabi. Llena de tiendas abiertas y tenderetes de libros en sus soportales y en el paseo peatonal. Todas las fachadas restauradas e impolutas. Era un lugar limpio. “Un oasis en el desierto”. En un pequeño bazar, al lado del río, vendían suvenires a precios ridículos para un occidental. La cafetería más célebre de la ciudad vieja estaba cerrada por la misma razón que muchos comercios: Eid-al-Fitr. El té del Café Shabandar debería esperar a la vuelta.
Vagando por la ciudad acabé en la calle Saadoun, una de las avenidas más importantes, preguntando en los pocos puestos callejeros o tiendas abiertas dónde podía comprar una tarjeta SIM para mi teléfono móvil. Me indicaron cerca de la plaza Tahrir o plaza de la liberación. Aproveché para hacer unas fotos al célebre monumento a la Libertad para celebrar la independencia de Irak en 1932. En una pequeña tienda de teléfonos móviles compré una tarjeta para dos semanas por 17,500 dinares con la compañía KOREK, no sin antes tomarme la huella dactilar, una foto y una fotocopia de mi pasaporte. En todo mi viaje no tuve ningún problema de cobertura.
Estuve en la tienda charlando distendidamente con un chico y el dependiente de futbol y otras nimiedades. Les expliqué lo que me había sucedido una hora antes al intentar entrar andando por una de las cuatro puertas de acceso a la zona verde, concretamente en la Puerta de los Asesinos. Cuando iba a acceder un militar salió de una garita del lado contrario y me indicó con aspavientos iracundos que me acercara. Como la mayoría de iraquíes, solo hablaba árabe. Así que opte por enseñar mi pasaporte y enseñar mi bolsa para tranquilizar su estado de ánimo y la verborrea ininteligible que salía de su boca como un torrente de agua. El resultado fue que me echó de allí. A día de hoy, seguramente, mucho tuvo que ver el incidente de los cohetes que ocurrió a finales del 2021 con la actitud de este militar.
Las botellas de agua 50 cl costaban 250 dinares, unos quince céntimos de euro. Los refrescos de capacidad similar 500 dinares. Comer en bares comunes por tres euros comías, en restaurantes con más categoría a partir de 10 euros para arriba. Eso sí, mucha carne, muchísima. Para los carnívoros un paraíso, para mí un inconveniente, pues llevo tiempo evitando, siempre que sea posible, comer carne.
Cuando me dirija al hotel, cerca del hotel Palestina, un guardia que estaba en una puerta de acceso me indico que me acercara. ¡Bebe, bebe! ¡Mójate la cara! Insistió al verme colorado como un tomate. El calor seguía apretando a pesar que ya era las siete de la tarde. Se expresó con asertividad cuando me dijo que su sueño era ir a Europa, amaba a Europa. Tenía mitificado nuestro continente, como muchas personas que no han estado.
Aquella primera jornada en Bagdad fue extraña y emocionante. Me costó coger el sueño. Hasta que quedé dormido profundamente.
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