Aprovechando que la actividad diaria de la ciudad volvía a la normalidad cogí un taxi para visitar el Monumento de los Mártires o Al-Shaheed, un memorial dedicado a los soldados iraquíes fallecidos en la Guerra Irán-Irak. Abierto solo de mañana y cerrado los fines de semana (viernes y sábado).

El agente de seguridad que custodiaba el recinto al principio no me quería dejar pasar porque llevaba pantalones cortos, al final se lo pensó mejor y me dejó. Pagué la entrada, que no recuerdo su precio, pero no superaba los 10000 dinares. Una ancha avenida llevaba al centro del monumento que todavía seguía cubierta de arena la parte superior. Las tormentas de arena había sido muy asiduas en estas últimas semanas. En la parte inferior, en el subsuelo, había una especie de museo con objetos personales y militares y fotos de los militares fallecidos en un amplio espacio. Un vigilante me echó amablemente del recinto, probablemente, por llevar pantalones cortos. Me lo dijo en árabe y no hizo el esfuerzo de señalar mi prenda provocativa de vestir.
Luego salí por el lado opuesto, después de mover, con un militar perezoso, una larga y pesada puerta corredera que me llegaba a la cintura. Cogí otro taxi. Me volvía a pasar una vez más. Los taxistas extrañamente desconocían muchos lugares de Bagdad. Más de una vez, ya en el centro, les tenía que indicar yo por dónde debían ir, y eso que les enseñaba en el alfabeto árabe o en foto el sitio. Me había estudiado el Google Map del centro de Bagdad y eso me facilitó mucho las cosas. Al final el taxista me dejó en el Museo Bagdadi, cerca del puente Shusada. Este buen hombre a poca gente había llevado al Museo Nacional de Bagdad. Como estaba a diez minutos andando y ante la insistencia de llevarme del taxista al verme coger otra dirección, le dije que ya iba paseando, que no se preocupara. Algo me decía que andando llegaría antes que en el interior de su coche.

La entrada del Museo Nacional de Bagdad me costó 25000 dinares. No pusieron ningún impedimento por mi vestimenta (pantalones cortos). Las bolsas debíamos dejarlas en la consigna. Dejaban entrar cámaras fotográficas.
En abril del 2003, en la ocupación norteamericana, hubo un genocidio cultural en sus entrañas donde saqueadores y gamberros conmocionaron al mundo de la arqueología, sobre todo, a la iraquí. Algunas estatuas fueron destrozadas, otras robadas. Consiguieron recuperar algunas un tiempo después.

La primera sala, dedicada al imperio Asirio, fue la que me impacto más. Con aquellas figuras monumentales en bajorrelieve de grandes dimensiones, la que menos me gustó fue la dedicada a la época árabe. Los panales informativos eran bilingües (árabe/inglés). Es totalmente recomendable, a pesar del retroceso que sufrió con la invasión, sigue siendo un lugar impresionante que hará las delicias de entendidos y principiantes.
Comí unos frutos secos y bebí un refresco antes de ir andando a la iglesia armenia, escondida en unas callejuelas polvorientas detrás de una gran edificio que alberga el Ministerio de la Municipalidad y Obras Públicas que enfrente tiene una estación de autobuses urbanos.
Un muro de ladrillos ocres decorados con cruces armenias cercaba el edificio religioso. Se accedía por una pequeña puerta al interior de un patio que en su centro estaba la pequeña iglesia. El guardia de la puerta no me dejó entrar porque llevaba pantalones cortos. Y como no tenía ganas de pasar calor y tampoco lo consideraba una visita obligada opté por dejarlo para otra ocasión, sí la había.

Pasee por última vez por el centro e hice las compras de suvenires en el pequeño bazar que había en las cercanías de la calle de los libros.
A las cinco, después de comer, hice una larga siesta. Y a las ocho me fui a cenar en la calle comercial.
A las once me llamaban a la habitación desde la recepción. El taxista me esperaba para llevarme al aeropuerto. Esto se acababa. Y sentía esa ambivalencia viajera de alegría y tristeza, por volver a casa y por dejar otro país que me había marcado. Ese país que a pesar de sus mil heridas era capaz de sonreír y ofrecer hospitalidad al extranjero, un país que era el mejor ejemplo de resiliencia que conocía. A pesar de su frágil mosaico de culturas que intentaban volver a convivir en paz.
En la autovía que llevaba a la terminal de salidas del aeropuerto, aproximadamente a unos tres kilómetros, nos pararon en el primer control, me pidieron el pasaporte y la reserva del billete; en el segundo, un poquito más adelante, bajamos del coche y pasaron los perros detectores de explosivos; en el tercer control, ya en el exterior de la terminal, nos cachearon y nos hicieron dejar el equipaje en una hilera a una distancia de diez metros de los pasajeros que acabábamos de llegar, para que otros canes olfatearan nuestras pertenencias en busca de explosivo. En el interior de la terminal, antes de embarcar, pasamos tres controles de seguridad más.
Y el avión de Pegasus Airlines despegó a las tres de la madrugada. Y Bagdad se fue esfumando de mi perspectiva, alejándose una ciudad que consiguió cautivarme a pesar de ese escenario posbélico que todavía resistía a desaparecer. Y desee, antes de caer rendido, un futuro mejor a Irak.

