Belice es un país pequeño y muy poco poblado, no llega a medio millón de habitantes. Las carreteras, aunque escasas, no están en malas condiciones y no hay mucho tráfico. Aunque fue colonia británica, se conduce por la derecha, sabia decisión que tomaron en 1.960, para no estar a contracorriente de todos sus vecinos.
Con el idioma, en la práctica, pasa igual. En todo momento nos dirigimos a la gente en español y nos contestaron siempre como un hispanoparlante más.
La moneda es el dólar beliceño, que vale la mitad que el americano. En los billetes y monedas que manejamos aparecía la efigie de la reina de Inglaterra, ya que ella ejercía como monarca.
Para ir de Orange Walk a San Ignacio, pasamos cerca de la capital, Belice City, y después tomamos hacia el oeste, en un viaje de unas dos horas y media.
De tanto en tanto, nos cruzábamos con algún carruaje tirado por caballos que te llevaba atrás en el tiempo, al lejano oeste americano, con hombres y mujeres con indumentarias de siglo y medio atrás. El conductor nos explicó que eran menonitas, algo similar a los "amish" de Estados Unidos, que habían llegado de centroeuropa y Rusia, hablaban una lengua propia y se negaban a la modernización. Al parecer, aunque muy minoritarios, tenían un fuerte impacto en la economía del pais.
Habíamos tomado un alojamiento algo apartado de San Ignacio, en un pequeño hotel ecológico de bungalows de unos simpáticos ingleses, padre e hijo (estos sí que no hablaban ni jota de español), que utilizaba agua de lluvia para la ducha y energía solar para la iluminación.
El hotel estaba en un retazo de bosque en una zona montañosa y, sin nada alrededor, daba la sensación de estar perdido en lo más recóndito de la jungla.

Por recomendación del propietario, habíamos contratado con Belize Nature Travels, dirigida por el experimentado guía local Luis Godoy, las tres excursiones que realizaríamos desde San Ignacio. Como el acceso en coche al hotel era complicado, ellos se encargaban de recogernos en un todoterreno para llevarnos a los tours.
El primero de los tres concertados con ellos fue a las ruinas de Tikal en Guatemala, que se encontraba a unas dos horas y media desde San Ignacio.
Nos llevaron a la frontera, donde tuvimos que esperar un buen rato, porque era día de mercado en el lado guatemalteco y, como los precios son mucho más caros en Belice que en Guatemala, mucha gente pasa para hacer las compras allí.
Ya dentro de Guatemala, nos incorporamos a un autobús para llevarnos hasta el complejo arqueológico. La carretera estaba en un estado lamentable, con unos tramos asfaltados y otros de tierra. El guía-conductor nos dijo que llevaba 20 años en construcción y que precisaba de ayuda externa para acometerla. Por aquella época la financiación llegaba de Corea del Sur.
Llegados a la orilla del lago Petén Itzá se toma la carretera que lleva hasta la entrada del Parque Nacional Tikal, con un cambio del paisaje, completamente dominado por una jungla muy exuberante, que es Reserva de la Biosfera.
Acompañados de nuestro guía, después de pasar el control de tickets y el centro de visitantes, comenzamos la visita del complejo arqueológico, que tiene unas calzadas bien señalizadas que conducen a las diferentes plazas donde se encuentran los templos y grupos de edificios.
Tikal era uno de esos lugares anhelados desde los inicios de mi pasión por viajar y estar a la entrada del complejo, con un letrero con su nombre y el croquis del conjunto de edificios que ya íbamos a visitar, realmente me resultó muy emocionante.

En realidad, el complejo arqueológico de Tikal abierto al turismo es una pequeña parte de la superficie ocupada por la antigua ciudad maya. Los asentamientos comenzaron unos 900 años antes de nuestra era, pero los templos principales son del siglo VIII d.C., tan solo cien años antes del colapso de esta civilización.
En la zona central del complejo se encuentra la Gran Plaza, a uno de cuyos lados está el Templo I, también llamado Templo del Gran Jaguar, de forma piramidal, con unas escalinatas muy empinadas y que tiene 47 metros de altura. A este templo no está permitido subir
En la plaza hay una alineación de estelas y altares esculpidos con la historia de gran parte de los reyes de las dinastías maya.

En el otro lado de la plaza está el Templo II o Templo de las Máscaras, que tiene 38 metros de altura, también de forma piramidal. A este templo está permitido subir, por medio de unas pasarelas exteriores y, en la parte superior tiene dos máscaras, de las que viene su nombre. Desde aquí es desde se toman las mejores fotos de la Gran Plaza y el Templo I.
En este tour no íbamos siempre acompañados del guía. Este nos acompañaba de una parte a otra, nos hacía una descripción de lo que íbamos a ver y recomendaciones para la visita y nos marcaba un punto de encuentro y el tiempo de que disponíamos. Aparte de la información que leíamos en los carteles, nos arrimábamos a los numerosos grupos de locales que había aquel día y escuchábamos las explicaciones que les daban sus guías y así nos hicimos una mejor idea de lo que veíamos.
El trayecto entre los distintos sectores de edificios se hace por senderos dentro de la jungla frondosa, donde abundan los coatíes, los monos aulladores y aves como los colibries y los tucanes.
Continuando el recorrido, llegamos hasta el Templo de la Serpiente Bicéfala, también llamado Templo IV, del que emerge su parte superior entre la selva. Es el más alto de todos los edificios de Tikal, casi 70 metros y, con unas escaleras externas se puede subir a la parte alta, desde donde hay una vista espectacular de los otros templos sobresaliendo entre las copas de los árboles. Esta subida hay que tomársela con tranquilidad, por los muchos peldaños y el calor y la humedad.
Rodeando el edificio por sus cuatro caras, se pueden contemplar en una panorámica de 360 grados la inmensidad de la selva del parque nacional con las cúspides de las pirámides que emergen de ella. En las fotos de abajo, arriba a la derecha el Templo del Gran Jaguar y el Templo de las Máscaras, abajo a la izquierda el Templo III o Templo del Gran Sacerdote, que tiene 55 metros de altura y abajo a la derecha, la pirámide del Mundo Perdido.
Como suele ocurrir en este tipo de excursiones en grupo, el tiempo disponible es limitado y el recorrido se hace con bastantes prisas.
De parada en parada fuimos acumulando retraso y el guía nos apremiaba porque el tour incluía un almuerzo y ya habíamos sobrepasado la hora prevista con el restaurante. De pasada fuimos viendo algunos de los templos que encontramos en nuestro camino de vuelta hacia la entrada, parando en la Plaza del Mundo Perdido, en la parte norte del complejo, para tomar unas rápidas fotos.
Con estas premuras, finalmente, dimos por terminada la visita y llegamos al almuerzo en la aldea de Tikal casi dos horas después de lo concertado.
Esto hizo que, al final, no tuviéramos ni un minuto para recorrer los numerosos tenderetes de artesanía y nos fuimos de esta breve incursión en Guatemala sin un solo recuerdo.
De vuelta, el proceso fue igual: en autobús hasta la frontera y allí nos estaba esperando Luís Godoy para recogernos y llevarnos a nuestro alojamiento. Aprovechó el trayecto para contarnos parte de su historia: su madre y él sobrevivieron a una matanza en su poblado durante la guerra en Guatemala y cómo lograron escapar y llegar hasta Belice, su país de adopción. Muchos años más tarde conocería a su hermanastro ya que su padre, habiéndolos dado por muertos, reinició una nueva vida en Guatemala.
Ya en el hotel, vimos que éramos los únicos inquilinos, ya que una pareja que había el día anterior se había marchado. En los días que estuvimos congeniamos bastante con los propietarios que nos correspondieron preparándonos unas suculentas cenas y con unas agradables charlas hasta la hora de dormir.
Al día siguiente tocaba una excursión a una cueva que relato en la siguiente etapa.