Sobre las diez de la mañana, nos ponemos rumbo a Viana.
Hace diez años llegábamos a Viana procedentes de Torres del Río, hoy haremos justo al contrario. Nuestro primer destino de hoy es la localidad con la que el Camino de Santiago se despide de tierras navarras para entrar en La Rioja.
Hablemos, pues, de Viana. Lugar fundado por Sancho el Fuerte en 1219 con carácter defensivo, es ciudad medieval en su trazado y acogedora en su recibimiento a los que son peregrinos y a los que no lo son.
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Esto fue lo que escribí en mi diario de navegación (lo llevaba) en aquel momento:
“Por fin, Viana a la vista, lo que no significa que esté cerca. Para llegar a Viana hay que subir, subir… y después bajar. A lo que llegamos, yo ya voy pensando en el estupendo cafecito que me voy a tomar en el Bar. Viana se convierte en punto de encuentro de muchos peregrinos. Me gusta Viana.”
Hoy Viana nos recibe con mucho viento y frío, más del que esperábamos. Nos dirigimos a la interesante Plaza de los Fueros, en la que se encuentra además del espléndido edificio del Ayuntamiento (no es el único) la Iglesia de Santa María.
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Lo primero que llamaría su atención sería su portada renacentista, pero no es así, lo más sorprendente lo encontramos a los pies del templo, en esta sencilla baldosa que se encuentra justo a la entrada:
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César Borgia, el príncipe, cardenal y guerrero de tan agitada vida, cuya disoluta vida ha servido de guión a series televisivas y que fue inspirador de la obra de Maquiavelo “el príncipe”, César Borgia, o mejor, sus restos, encuentran aquí su reposo eterno.
Junto con muchos peregrinos, más que visitantes, entramos en su interior, de carácter catedralicio. El retablo de su altar mayor está considerado uno de los mejores del barroco navarro.
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Visitada la iglesia, continuamos la visita, aunque lo primero será hacer un alto en una tienda de deportes para hacernos con algunas prendas con forro polar (mi amiga y yo estamos pasando un frío horroroso y yo me pongo literalmente un jersey encima de otro), calentitas y reconfortadas, nos vamos al siguiente punto: la iglesia de San Pedro, de cuidadas ruinas, porque esto es lo que queda de la iglesia del siglo XIII, una ruinas que prometen durar mucho tiempo por el buen estado que presentan.
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No nos resistimos a visitar el horno de pan anexo, cuyo aroma a pan recién hecho parece decirnos “sígueme” y cargados con algunas especialidades de la tierra (en el horno ha habido degustación previa de unas cuantas, que la hornera, muy amable, nos ha invitado a probar) vamos primero: a ver el segundo ayuntamiento, como el anterior, del siglo XVII, con balconaje corrido que servía de palco de honor en los festejos taurinos:
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y segundo: a visitar el antiguo cementerio, hoy parque, para disfrutar de la panorámica de las tierras alavesas y riojanas y decir: “Mira, eso de ahí es Logroño”
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Volvemos a la Plaza de los Fueros, que tenemos un último café pendiente. Mis ojos se van tras los peregrinos y mientras pagamos los cafés, dispuestos a volver a los coches para continuar hasta Torres del Río, me despido de los que se quedan aquí, en esta plaza, punto de encuentro y descanso de unos cuantos, y desde mi interior, les deseo “Buen Camino”.
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Torres del Río es un pequeño pueblo de estrechas calles y empinadas cuestas. A lo alto: la iglesia de San Andrés, pero nosotros buscamos otra joya, escondida entre las casas, en la parte más baja de la localidad.
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Su planta octogonal la convierte en un raro ejemplo de arte medieval.
La iglesia del Santo Sepulcro es también llamada linterna de los muertos. Al parecer existía la costumbre de encender un fuego en lo alto de la linterna (parte superior) cuando algún peregrino fallecía en las proximidades o en el hospital que regían los monjes de San Benito. Su octógono es regular. Su ábside mira hacia Oriente. Muchos relacionan su construcción con la orden del Temple. No está comprobado. En cualquier caso fue construida alrededor de 1170 a semejanza del Templo del Santo Sepulcro en Jerusalén.
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Al acercarnos a la puerta vemos que hay un cartel con un teléfono, el de Ofelia, la vecina a la que hay que llamar para que te abran el templo. También hay un horario de visitas “que se cumple”, al menos eso dice el cartel. Estamos fuera de horario, por lo que decidimos comer por aquí y llamar más tarde a Ofelia. El horario de tarde comienza a las 16,30.
Comemos en el albergue un sencillo menú del día y, mientras el encargado nos cuenta que la iglesia del Santo Sepulcro es lugar de concentración de energías y que vienen de todas partes a comprobarlo, e incluso a medirlo con unos aparatos especiales, decido llamar a Ofelia a ver si hay suerte y nos abre un poquito antes.
La hubo y Ofelia, estaba abriéndonos la puerta pocos minutos después.
Yo misma había convencido a nuestros amigos de quedarnos en Torres del Río y visitar el interior de la iglesia. Lo había hecho por lo que me supuso su visita años atrás.
“Es de una sobriedad y espiritualidad sobrecogedora. Hay un hermoso Cristo románico, del siglo XII, que hipnotiza”
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Eso fue lo que escribí. Hoy, no tengo el efecto sorpresa de aquella ocasión, pero hago la visita emocionada y mientras miro la cúpula, la curiosa cúpula cuya nervatura recuerda la del “mihrab” de la mezquita de Córdoba, me siento igualmente sobrecogida en el interior de esta sencilla, austera iglesia, que invita a la introspección y al silencio.
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Ofelia nos invita a comprobar la sonoridad del espacio. “Tenéis que cantar algo” nos dice. Mi hija pequeña se lanza con una estrofa de una canción del cole. Su voz infantil suena multiplicada y Ofelia se emociona y le da un montón de besos. “La más pequeña y la más valiente, que es la única que se ha atrevido a cantar de todos vosotros” nos dice, para hacernos rabiar.
No sé si será centro de energías telúricas, como nos contaban en el albergue, pero sí un lugar único del que no te marcharías. Hemos estado un buen rato dentro y eso que algunos dirían que no hay nada, resistiéndose a pagar el euro que cuesta la entrada (los mayores), pero yo os digo que sí, que aquí hay algo especial y os invito a comprobarlo.
Se nos ha hecho tarde para la visita de los Arcos y decidimos marchar directamente hacia el Monasterio de Irantzu (estamos espirituales esta tarde, qué se le va a hacer) que se encuentra enclavado en el valle de Yerri, casi oculto entre las montañas, cerca de un río, en lugar privilegiado.
Para llegar hasta allí hemos tenido que volver a Estella y tomar dirección Abárzazu, un camino verde, muy verde, nos conduce hasta la abadía cisterciense, habitada hoy, y desde 1943 por los padres teatinos. Al menos eso dicen, porque lo que es ver no vimos ni uno. De hecho, no vimos a nadie. Nadie nos recibió, nadie nos acompañó en la visita. Nada. Vacas y terneros en la puerta y algún operario trabajando, tal vez preparando el lugar para la próxima Semana Santa. Pero nadie más.
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Pues nada, como el Monasterio estaba abierto, después de todo, nos dispusimos a enseñárnoslo a nosotros mismos.
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Paseamos por el claustro gótico con su fuente hexagonal en el centro y, recorriéndolo, nos fuimos encontrando las restantes dependencias: la cocina ...
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... el refectorio, unos extraños habitáculos que bien pudieran ser las celdas de castigo (las había, y en ellas los monjes “pecadores” pagaban sus culpas a pan y agua, como debe ser), la Sala capitular, de finales del siglo XII y la Iglesia de Santa María, de gran luminosidad y heladora temperatura.
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He de decir que terminé pronto la visita a la iglesia y me fui a buscar un trozo de claustro al sol, para templarme.
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Supongo que los “invisibles” moradores del Monasterio tendrán buena calefacción en sus habitaciones y la modalidad de castigo “a pan y agua” habrá desaparecido de la regla teatina.
Un lugar recomendable, aunque lo de “no pierda la oportunidad de conversar con los padres teatinos” que dicen los folletos del monasterio, habrá que dejarlo para otra ocasión.
Como el cuerpo nos pide caminata, aprovechamos el entorno para acercarnos hasta el cañón del río Iranzu, por una senda de grava, perfectamente indicada, que parte a la entrada del monasterio.
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Fue tan bonito nuestro recorrido de ayer por el nacedero del Urederra, que tenemos el listón ya puesto muy alto en esta zona, pero el hermoso paisaje, bien merece el esfuerzo de los algo más de dos kilómetros (eso sí, con alguna cuesta pronunciada) que hay que hacer hasta que se llega al final del cañón y el valle, finalmente, se abre.
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Nosotros, cansados, llegamos. El día ha dado bastante de sí, por hoy.
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Tras una rápida cerveza en Abárzazu, el grupo se divide. Si la climatología lo permite y a San Veremundo, patrón del Camino de Santiago a su paso por Navarra, al que me vengo encomendando, no le parece mal dejar la lluvia para otra ocasión (¡Por fa, Vere!) mañana tendremos naturaleza a tope.