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El sábado en Sarlat es el día del mercado (los miércoles también, pero sólo en versión gastronómica, que es la de verdad interesante), lo que implica tener las calles del centro literalmente tomadas. De hecho, si alguien pretende conocer la ciudad es mejor que evite este día, o al menos que lo complemente con otro, ya que resulta complicado hacerse una idea de lo que esconde su casco histórico mientras miles de personas se agolpan de lado a lado. También es cierto que estábamos a mediados de agosto, en plena temporada alta, y que supongo que en otra época la afluencia de turistas será menos intensa.
En todo caso,cabe diferenciar dos partes en cuanto al mercado. Por una, la destinada a alimentación, que se puede disfrutar en el mercado reformado por Jean Nouvel, con unos cuantos puestos que ofrecen productos de calidad a buen precio, así como en las principales calles del centro, en el entorno de la plaza de la Libertad. Aquí, aunque con mucha gente, el ambiente es distinto, mejor, y da gusto asomarse a ver / probar / comprar distintas variedades de quesos, pato y oca en distintas versiones, nueces, fruta (las fresas son estupendas), tartas, bizcochos y demás.
En cuanto a la arteria principal de Sarlat, la calle de la República, su imagen no resulta demasiado distinta de cualquier mercadillo ambulante en España. Zapatos, vestidos, vaqueros, utensilios de cocina, camisetas del Barça, del Milan, el Manchester o el Real Madrid, ‘souvenirs’ de saldo y un largo etcétera sin mayor encanto. Todo eso, además, con una enorme cantidad de personas por metro cuadrado, hasta el punto de que por momentos la calle parece un enorme ‘cul de sac’. Pero sí, tiene su fin, desembocando en la plaza de la Petite Rigaudie, donde se encuentra el Hotel Plaza Madeleine (que también estuvo en nuestras opciones para el alojamiento); allí se descongestionaba el asunto, con más puestos –algunos de comida para llevar, con la paella como plato estrella- pero también más amplitud.
Una vez dimos por terminada nuestra jornada de mercado, cogimos el coche y pusimos rumbo a Brantôme, unos 90 kilómetros al norte , que pasa por ser una de las citas ineludibles en el llamado Perigord Verde (que, por lo poco que vimos, en realidad parece menos verde que el Negro). Conocida como la Venecia del Perigord, en realidad esta denominación es una exageración, lo que no significa, ni mucho menos, que Brantôme no tenga su encanto, que lo tiene y mucho. Desde el puente que alcanzamos pocos metros después de aparcar se divisa ya la abadía benedictina fundada por Carlomagno en el año 769 (reconstruida en 1465) y que se revela como un verdadero imán: es imposible no depositar la vista en ella, emergiendo casi del acantilado, ofreciéndose al río y con la esbelta imagen de su campanario del siglo XI (oficiosamente, el más antiguo de Francia).
Es, sin duda, uno de los sitios que más nos ha gustado en este viaje, dejando además otras estampas que merece la pena recordar: el puente acodado, la ribera del Dronne, el molino, las cuidadas calles del centro… Y también las barcazas que recorren el río que delimita el centro de este pueblo, en ese supuesto trasunto veneciano que ni lo es ni tiene por qué serlo. Comemos junto al río y rápido nos vamos hacia Bourdeilles (a unos 8 kilómetros), donde el río también ofrece un bonito panorama y en donde lo primero que hacemos es tomar un café con hielo y una cerveza. Luego damos una vuelta, que se concreta en el chateau y en la vecina iglesia. El castillo-fortaleza se levanta como una mole que, vista desde lejos, parece casi aplastar al pueblo. De todas formas, como todavía queremos ir a Perigueux, no lo visitamos por dentro. Con más tiempo, o con otra planificación, quizá podríamos haber pasado también por Villars (chateau de Puyguilhem), Saint Jean de Cole o Riberac, pero por esta vez fue así.
Más o menos 30 kilómetros al sur volvemos a Perigueux, que en nuestra primera y fugaz visita nos había dejado muy buen sabor de boca y que tampoco ahora nos decepcionó. Suya es la capitalidad del Perigord Blanco, con bonitas callejuelas empedradas, edificios tan llamativos como la Casa Pastry, plazas de sabor muy mediterráneo y, sobre todo, la poderosa imagen de su catedral de Saint Front, casi encajonada en sus fachadas principales, de modo que, para contemplarla en toda su extensión lo mejor es descender unas cuantas calles hasta alcanzar el puente. Inicialmente de estilo románico, la influencia bizantina es notable (con la Basílica de San Marcos de Venecia -y a su vez la desaparecida iglesia de los Santos Apóstoles de Constantinopla- como referencia más notable). Pero sobre todo se nota la mano “restauradora” del arquitecto Paul Abadie, responsable del Sacre Coeur de París, que parece tener en esta catedral de Perigueux un primo no tan lejano.
Al repasar mentalmente esta parte del viaje aún me arrepiento de no haber dedicado más tiempo a esta ciudad, que, entre unas cosas y otras, merece una visita más pausada, pero el hecho de tener Sarlat a 70 kilómetros y que se nos echase la tarde encima hizo que nos despidiésemos de ella sin haber pasado por el museo galorromano de Vesunna.
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