(17 de agosto de 2017)
Como el chiste del hombre que tenía que pintar la línea continua en la calzada y cada día rendía menos porque le quedaba más lejos el bote, así me van cayendo más apartadas las playas.
Mi agencia de viajes es el casero Manolis. Mientras desayunaba revisamos el planning. Se acaba, pero aún no, la estancia, y hay que seleccionar. Descarto la excursión en barco por Alónnisos o Skiathos: yo he venido aquí a hablar de mi libro, que es Skópelos. Y charlamos sobre los locales (¿cuál será el gentilicio?) y los forasteros. Manolis es joven y se pelea con algunos colegas mayores por el trato rudo al visitante, por su impaciencia con la gente de fuera.
Mi impresión es que aquí no hay saturación, no se ha llegado ya a la turismofobia por exceso sino que, al contrario, todavía no se han acostumbrado a ello y les es novedoso. El paisano que tuvo un bar desde siempre se encuentra a su edad con que debe aprender inglés y francés para servir bebidas extrañas a gente con exigencias, y a ver cómo procesiones de desconocidos sacan fotos a su café. No lo entiende ni lo valora. Pienso que las nuevas generaciones serán, son, distintas. O no.
Lo que sí puedo decir oficialmente después de recorrer parte de la isla es que en Skópelos no hay masificación. En pleno agosto.
Salí hacia Kastani por una carretera interior para evitar tentaciones panorámicas, y tan centrado iba que me olvidé de ella y continué hasta Hovolo o Chovolo. Con el método habitual: pasarme de largo y retroceder. Entrando por las indicaciones llegué a un pueblucho con puerto, ¿era ésta la famosa Hovolo? No, era Neo Klima. Con ofertas de barcos sin título que no hallé en la capital. Al principio, vuelva al principio y a la izquierda y luego métase por el mar, me dijeron. Sorteando rocas mientras las olas me mojaban la camiseta, di a una sucesión de huecos asilvestrados bajo la amenaza de derrumbamiento de las paredes. Los guays, los que sabíamos, estábamos allí, libres y desorganizados, pero en realidad no era necesario: justo antes de empezar los malabarismos en escarpines ya no había nadie y el agua era igual de clara. En cualquier caso fue divertido, y el fondo de grandes losas planas parecía el empedrado de una ciudad medieval. Buceando en la Atlántida.
Próxima parada, Glossa, la segunda localidad en importancia. Paraíso gatuno. Nada más aparcar se me sienta un felino encima y babea de placer. Yo me contengo por dignidad. Nos despedimos y callejeo. Aquí los tópicos convenientes hablarían de una población congelada en el tiempo, de que "la vida parece seguir un curso secular imperturbable" y demás, pero no cruzan señoras en burro y pañoleta. Hay tavernas y tiendas de artesanía y fotografía, aunque a otro ritmo, otra afluencia. Laberíntica en escaleras y casas blancas también, está más descuidada, menos uniforme, menos de postal, más rural, más tranquila, con vistas menos impresionantes. ¿Más aburrida? Eso ya irá en gustos. (Sí).
Por una avería no hay agua en la zona alta y tengo que comer gyros en una especie de hamburguesería sin gracia. Había una terraza en la plaza con mejor pinta, supe luego. Entre ronroneos encuentro un café pub al exterior que se llama P' Tharakia, preparadísimo, monísimo y vaciísimo. La camarera me sonríe. Un cappuccino, tres euros. He pagado el café, el pastel, el agua, el paisaje, la decoración, la sonrisa y el gato que no falta.
Bajo al puerto, Loutraki, que está a unos kilómetros de Glossa, con sus hoteles pequeños y viviendas en alquiler y comercios, y su playa desierta. Tiene algas secas por partes y otras más bonitas, y el Glistra Beach Bar. Bancos de madera en el paseo para contemplar las olas y Skiathos y meditar. ¿Podría quedarme aquí? Qué calma. Qué paz. Demasiada. Aprovecho para comprar el billete del ferry del sábado.
Tiro hacia Agios Ioannis. Por una carretera estrecha, sinuosa, en regular estado, y con unas vistas de quitar el hipo. El promontorio con la capilla se divisa a la izquierda intermitentemente entre farallones. Llegamos por fin a la cara norte, y ahí está. Aparco sin problemas (en el arcén, por supuesto, es lo que se estila), hago fotos de la ascensión y de los alrededores, es muy bonito. Subo en perjuicio de mis rodillas. Vale la pena la excursión. Precioso escenario. El interior no es el de "Mamma mia!", os supongo avisados. Desciendo sudando. En la explanada hay un chiringuito, no hay escapatoria, y sin embargo vende el agua a cincuenta céntimos, qué sorpresa. Me baño en la playa de arena para refrescarme, ya en sombras, cuando más interesantes prometían ser las rocas al pie del peñón.
De la capilla a Skópelos Town son tres cuartos de hora, volviendo por Glossa. Pero me acuerdo y paro en Kastani, quinientos metros por un camino de tierra. Y es un parque recreativo o club o algo, con hamacas y camas y césped artificial. Hum. Ya no hay sol y la arena es gris y el mar es metálico, y no está el pantalán de la película. Tomo una cerveza por tomar. Quizás mañana le dé otra oportunidad con luz. Y a Limnonari.
Qué tarde es. Una ducha y al Anatoli, arriba, arriba, hoy termino cojo. Me sonríe el camarero. Si espero me hará sitio cuando pueda, está lleno. Me siento con una Mythos y a mi lado dos gatos dormitando, qué más quiero. Pasa el tiempo. Mucho. Pero cada vez que voy a levantarme me aseguran que no, que sí, que ya. Al final ceno, son las doce y media y siguen saliendo platos, otros beben vino, mi camarero ahora es músico, tocan las guitarras y el buzuki, la gente corea las letras en griego (por tanto no son turistas). El local completo, la terraza. Estoy bien. Nadie apresura a nadie. Las canciones son tristes. Habrá que irse, ¿no? Me cobran de menos, se lo digo y me lo agradece el joven con gestos teatrales y golpes en el pecho. ¿Por qué me fui? Podía haberme quedado un poco más.
Cierta melancolía...
Hovolo
Gatos en Glossa
La famosa Agios Ioannis
La taverna Anatoli de día