Día 1: Todas las pandemias llevan a... ✏️ Diarios de Viajes de Italia

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Corría el miércoles 11 de septiembre de 2019. Unos jovencitos L y A -vale, no tan jovencitos, pero más que ahora- aterrizaban en Son Sant Joan tras un vuelo de regreso con tres escalas que los traía de vuelta desde Vancouver. Otro año más, otro viaje más, y con la seguridad de que solo tardaría 12 meses en dejar de ser el último. En el horizonte, un anticipado y parece que por fin candidato viaje a la Patagonia para finales de 2020.

Pero entonces pasaron cosas. Y como salvo que hayas pasado los últimos 4 años en coma o secuestrado por una secta religiosa ya sabes a lo que me refiero, no es necesario que las describa.

Mentiría si dijera que desde ese casi-otoño de 2019 hasta este otoño de 2023 no se produjera ningún viaje. De hecho, las circunstancias de la pandemia nos llevaron a enlazar, durante cuatro años seguidos, una larga estancia de verano en un Valle del Nalón asturiano que ya consideramos nuestro segundo hogar.

También se produjeron escapadas varias a Madrid -a veces por ocio, a veces por trabajo- e incluso una corta pero intensísima estancia de 4 días en Londres como regalo de mayoría de edad para esa sobrina que algún día me reservará una invitación para la gala de los Grammy en la que esté nominada.

Pero no era lo mismo. No era a lo que nosotros nos referimos cada año como “El Viaje” en lo que supone una tradición anual (bi-anual, a veces) desde que hace ya varios años nos picó el mosquito de las maletas y los embarques.

Hasta ahora.

Como una primera re-entrada en el universo viajero, y eligiendo para ello una ciudad eternamente candidata pero que nunca terminaba de ganar en nuestras quinielas para elegir próximo destino, en este octubre de 2023 esos L y A abrazados y apaleados por el paso del tiempo por culpa de algunos acontecimientos de los que te pasan por encima como un tren, vuelven a poner sus ojos en un viaje. Solo serán cuatro días, a modo de anticipo para lo que esperamos sea el regreso de una tradición que prácticamente nos define. El primer paso para que la pregunta de “Y el próximo, ¿a dónde?” vuelva a tener siempre una respuesta decidida.

Nos vamos a Roma.

7 de octubre de 2023

6:45 de la mañana. Apenas siete horas después de que regresáramos a nuestro piso franco en Barcelona tras el tercer -pero no último- conciertazo de Ginebras de este año, nos ponemos en pie con un único objetivo: desayunar y llegar a tiempo al aeropuerto Fuet Josep Tarradellas El Prat cargados con nuestras mochilas para embarcar en nuestro vuelo de Ryanair. Para tal fin, un poderoso aliado: nuestro Uber particular, también conocido como el mayor de mis dos hermanos.

Llegamos a la vieja T2 con algo de margen antes del embarque... margen que nos podríamos haber ahorrado porque, en lo que afortunadamente sería uno de los pocos contratiempos del viaje, nuestro vuelo está retrasado hora y media. Excusa perfecta para sentarse en una mesa con enchufe a mano del McDonalds, tomarse un café y darse un paseo por la terminal que me lleva a comprar algún capricho en la tienda de Alehop. Durante la espera, turno para jugar a cartas digitalmente: L me vapulea -y no es una novedad- ganándome 5 de 5 partidas al Exploding Kittens y por mi cuenta solo puedo arañar 1 victoria en 3 partidas clasificatorias de Magic the Gathering. Durante la espera llega una notificación de Ryanair que empieza con el texto “Esperamos que estés disfrutando de tu viaje”. Genios.


Haciendo cábalas sobre si el retraso condiciona nuestra ya prudentemente corta agenda del día, finalmente embarcamos y el avión echa a volar. El trayecto entre Barcelona y Roma dura, tal y como experimento de primera mano, poco más que un visionado de The Rocky Horror Picture Show -la original, la de 1975-. Un paso más hacia mi preparación para ver el show en directo dentro de pocas semanas en Barcelona y la confirmación de que no tengo muy claro dónde me he metido y que a buen seguro tendré que ir decorado con algún estrafalario maquillaje o vestuario para no desentonar. Son las 14:00 cuando nuestra nave toca tierra y da un par de giros en las pistas de Fiumicino antes de detenerse junto a una pasarela.


No importa qué vuelo, de qué compañía o de cuánta duración sea: siempre hay alguien empeñado en salir del avión cuanto antes aunque su asiento estuviese en la fila 982. Y casi siempre viene acompañado de la excusa de “es que tengo una escala”, qué casualidad. El resultado es el mismo: que mientras tú esperas pacientemente sentado varios minutos a que el resto de pasaje que hay delante de ti haya avanzado, tienes que aguantar el trasero de un desconocido a pocos centímetros de tu cara porque como un niño pequeño es incapaz de aguantar un poco más sentado en su asiento. Gente.


Salimos de la terminal leyendo mentalmente carteles y resistiendo, muy fuertemente, la tentación de leerlos en voz alta poniendo un acento italiano tan impreciso como políticamente incorrecto. Buenafuente y su “¡¿Cómo se diche?!” nos representan.


Abandonamos el edificio y tras unos pocos metros al aire libre alcanzamos la estación de tren del aeropuerto. En una máquina automática y a razón de 8 euros cada billete, nos hacemos con dos tickets de ida para desplazarnos hasta la estación de Trastevere. Cuando llegamos al andén el tren anterior al nuestro todavía no ha abandonado la vía y también tiene programada la parada que nos interesa, así que decidimos arriesgarnos. Lo de hacer malabarismos con lo impreciso del transporte público será una tónica habitual durante todo el viaje. Lo del pestazo a tabaco y a sudor en el vagón afortunadamente solo lo sufriremos durante este trayecto. En la parada de la Feria de Roma suben a bordo un buen puñado de adolescentes -y no tan adolescentes- cargados con bolsas de Panini y otras marcas de las que asoma merchandising de series japonesas varias. Alguno incluso pasa junto a nosotros luciendo cosplay y una katana -de juguete, espero- en la mano. Algo interesante debía haber en esa feria.


A las 15:15 el tren recala en las vías de la estación de Trastevere, barrio al suroeste del centro histórico de Roma que se convertirá en nuestro campamento base durante estas cuatro jornadas. Caminamos, cuesta arriba y con un calor no despreciable, unos 15 minutos hasta llegar a nuestro curioso alojamiento.




Nos hospedamos en la Casa per Ferie “Virgen del Pilar”. Las Casa per Ferie son, según reseñas y recomendaciones online, una opción muy a tener en cuenta para alojarse en Roma. Se trata de negocios de acogida regentados por religiosas -monjas, vaya- con una relación calidad/precio normalmente superior a la media en cuanto a alojamiento en la ciudad. Este caso además, al tratarse de una orden vinculada a una beata aragonesa, nos garantiza que la mayoría -si no todas- las hermanas en las instalaciones son de origen español o latinoamericano evitando barreras lingüísticas cuando necesitemos comunicarnos.

Identificamos la entrada gracias a una placa junto a la verja de una calle en la que confluyen varios alojamientos de este tipo y, tras tramitar sin contratiempos nuestra entrada, nos acompañan a la habitación 205. En su interior nos espera una estancia discreta pero amplia y suficiente, con dos camas individuales levemente separadas -je, je, je...- ocupando apenas una cuarta parte de la superficie y un baño completo equipado con ducha. Por supuesto, crucifijo sobre la puerta.






Devolvemos la llave de nuestra habitación -una de las peculiaridades del alojamiento, como la del toque de queda desde medianoche hasta las siete de la mañana- y ya sin peso a nuestras espaldas salimos a buscar nuestro abono de transporte. Para desplazarse por Roma existen varias opciones: una de ellas, alarmantemente popular, es correr el riesgo de no pagar nada excepto lo estrictamente necesario. Muchas de las estaciones carecen de controles de acceso y seguridad, y en los autobuses raro es el pasajero que se acerca a las máquinas de marcado de billetes. Otra opción, algo más moral y que te despreocupa de trayectos en los que sí hay controles de acceso o revisores, es adquirir uno de los bonos de uso ilimitado durante 24, 48 o 72 horas diseñados para turistas. Cambiando a última hora nuestro plan de priorizar la red de autobuses -ahora que estamos aquí Google Maps nos descubre que en ciertas ocasiones los trenes y metros son una mejor combinación-, llegamos a la estación de Quattro Venti para descubrir que las máquinas automáticas no expenden ese tipo de abonos. Nos toca deshacer varios pasos -y más escaleras, malditas colinas...- para visitar uno de los estancos marcados con una T azul que indica la venta de dicho producto. Para acabar de rizar el rizo, solo les queda un abono de 72 horas como los que queremos adquirir, así que nos resignamos a solo cumplir medio objetivo y que la otra mitad del equipo pague un billete sencillo para el primero de nuestros desplazamientos. Ya de paso, me hago con un cable usb con conector antiguo como el que he olvidado en Barcelona y voy a necesitar para recargar las baterías externas.

Nuestro plan para hoy incluía llegar al centro histórico de Roma sobre las 15:00, una hora perfecta para arrancar el viaje comenzando el empacho de hidratos de carbono. Sin embargo el retraso de Ryanair tiene como consecuencia no alcanzar la Piazza Spagna hasta las 17:00, lo que nos lleva a la decisión de intentar unificar comida y cena en una única parada más tarde y así aprovechar las pocas horas de sol que nos quedan en esta primera jornada en la ciudad.



Tras dos paradas de tren regional, cinco de metro y varios tramos de escaleras para salir de los muy profundos andenes, emergemos en nuestra plaza patria.

No importa en qué época del año digas que vas a visitar Roma; alguna de las respuestas que recibas siempre serán del estilo de “buf, pues está llenísima de gente”. Sabíamos que iba a ser algo ante lo que resignarnos y debíamos aceptar en contraste con nuestros viajes a lugares más bien bajos en densidad de visitantes y con espacios en los que poder aislarse.

Y creíamos estar mentalizados.

Pero ni por esas.

Nuestros primeros minutos a los pies de La Escalinata solo pueden resumirse como “hemos cometido un grave error”. Esto no son ríos de gente, es algo más. Creemos estar a pocos metros de la Fontana della Barcaccia pero no podemos asegurarlo, ya que la densidad de turistas es tal que cuesta ver qué hay apenas a dos metros de nuestra posición. Mientras tanto y en dirección a la escalera se suceden los silbatos de la policía advirtiendo a los visitantes de que está prohibido sentarse en sus infinitos y anchos escalones. Nos rodea, dicho rápido y mal, un caos de tres pares de narices.



Tras recomponerse y disimular, no sin esfuerzo, nuestra expresión de Paco Martínez Soria, empezamos a ubicarnos a medida que podemos ascender la escalera y girar la vista hacia atrás ganando perspectiva sobre la plaza. Ahora ya podemos distinguir la pequeña fuente entre toda la nube de cabezas, y vemos que aunque parezca increíble, en algunos pequeños huecos se puede intuir el color del pavimento bajo tantos pies. Más allá de la plaza, una calle llena de tiendas de marcas como Gucci, Bulgari o Prada soporta el peso de ser una de las ciudades más frecuentadas, si no la que más, por turistas de todo el mundo. No recuerdo ver un río de cabezas en movimiento tan apretadas unas contra otras desde alguno de los últimos Sant Jordi en la Rambla de Barcelona a los que asistí antes de decidir que la cosa se había ido de madre.

Ya en lo alto de las escaleras y a pocos pasos de la fachada de la Iglesia de la Trinità dei Monti comenzamos a abrazar la situación con ayuda de una mezcla de ironía y estupor. Esto es Roma, esto es lo que hay. Tras unos minutos disfrutando del horizonte que dibuja la ciudad con una Basílica de San Pedro diluída en la distancia, deshacemos la escalera y nos acercamos ahora sí al perímetro de la fuente. Una persona cárnica de aspecto extraño se adentra en la fuente para rellenar una botella con su agua para... no, no creo... sí, para bebérsela. Ugh.







Nos alejamos de la Piazza Spagna pasando junto a, quién lo iba a decir, la Embajada de Españita. Aunque no tuviéramos la ayuda de mapas y GPS, no sería difícil acertar con nuestra próxima parada. Basta con seguir la opción mayoritaria de las, ya menos abrumadoras pero todavía nada despreciables, hordas de gente que transitan por las calles.

Llegamos a nuestro siguiente destino mentalizados para lo peor, advertidos por una webcam que da testimonio de que prácticamente a cualquier hora del día lo que nos espera allí es un mar de cabezas con las que batallar para poder observar otro punto obligado de cualquier visita a Roma. Cumpliendo el vaticinio de que lo primero que sorprende es su tamaño y lo segundo el brillo del travertino y mármol de las estatuas que la adornan, alcanzamos la Fontana di Trevi por uno de sus extremos.


Pasamos aquí un buen rato, limitándonos al círculo exterior ya que la afluencia de público convierte el acceso a las barandillas inferiores en una misión imposible. En el perímetro los vendedores ambulantes ofrecen palos para selfie en lo que supone una impecable estrategia comercial. La visión del agua cristalina a los pies del Titán Océano y el ambiente, moderadamente tranquilo para la cantidad de gente aglutinada, hacen de la experiencia algo más agradable de lo que temíamos.





Turno ahora para la primera alteración en nuestra agenda debido al retraso del vuelo que nos ha traído a Roma. No cambiamos nuestro trazado previsto sobre el mapa, pero en el caso de la siguiente parada descartamos cualquier posibilidad de acceder al interior y nos conformamos con visitar los exteriores del Panteón de Agripa. Puede que incluso con las dos horas adicionales hubiéramos decidido descartar entrar en él, ya que la cola que hay formada en la Piazza della Rotonda es de las que uno sabe dónde termina pero no dónde comienza. Pasamos los minutos contemplando su fachada sorprendidos por cómo, a diferencia de otros emplazamientos como la Fontana, aquí las tareas de preservación y mantenimiento han sido más discretas. Prueba de ello es la parte superior de sus gruesas columnas, claramente deterioradas. Permanecemos unos minutos más a los pies del obelisco con motivos egipcios de la plaza antes de proceder al siguiente enclave.



No debemos caminar mucho para alcanzar la Piazza Navona. No es grande, es descomunal. Una superficie alargada que deja en evidencia, por poner un inevitable y centralista ejemplo, la Puerta del Sol de Madrid. Pasamos junto a las fuentes de los Cuatro Ríos y de Neptuno pero no nos detenemos ante ellas, ya que el tiempo ahora sí que apremia y debemos proseguir la marcha si queremos llegar a la última parada del día antes de que se ponga el sol. Y es importante conseguirlo.

El Puente de Umberto I, a simple vista, no sería especialmente remarcable. Unas pocas decenas de metros con tráfico rodado sobre él que permiten cruzar el Río Tíber como otros tantos de la ciudad. Sin embargo la cosa cambia si llegas a él pocos minutos antes del atardecer y, desde su gruesa barandilla, giras la cabeza hacia el oeste. Porque es allí donde la mirada se encuentra con la gigantesca cúpula de la Basílica de San Pedro, cuyos 136 metros de altura suponen la máxima elevación que cualquier edificio del centro histórico de Roma puede alcanzar para que todo romano pueda verla desde cualquier punto de la ciudad. La visión de la cúpula unida a la del Río Tíber, el cercano puente de Sant’Angelo y los tonos anaranjados de la puesta de sol convierten esta en una de las mejores instantáneas de todo el viaje pese a que apenas lo hemos comenzado. Además y para nuestra sorpresa, el puente no está tan concurrido como el resto de atractivos turísticos de la ciudad y, pese a que coincidiendo con la bajada del sol cada vez más transeuntes nos acompañan, no nos cuesta encontrar un hueco al que asomarnos en el que nadie nos obstruya las vistas.


Termina aquí el paseo turístico con el que estrenar nuestro periplo, satisfechos por haber cubierto todo lo previsto pese a partir con dos horas menos de lo esperado. Paseando junto al Tíber con un Castelo de Sant’Angelo cada vez más cerca de nosotros alcanzamos el puente frente al castillo escoltado por diez ángeles a lado y lado del paso. Un último vistazo a la fortaleza papal antes de girar a la izquierda para, por fin, inaugurar otro de los atractivos de visitar Roma: su gastronomía.






El elegido para nuestro estreno culinario es Alfredo e Ada, un restaurante a escasos 10 minutos del castillo cuyas puertas supuestamente abren a las 19:00, solo dos minutos más tarde de las 18:58 a las que llegamos. Sin embargo nos encontramos ya un local abierto y con numerosas mesas ocupadas en su interior, suficientes como para que grupos de 4 o más personas hagan ya cola en el exterior esperando a que puedan ser ubicados. Nosotros, al ser solo dos comensales, podemos acceder inmediatamente. Eso sí, sentados en el extremo de una mesa ya ocupada por un grupo de varias chicas y un chico que, por lo que podemos captar de sus conversaciones, deben proceder del este de Europa. Lo de compartir mesa resulta un poco violento si no estás acostumbrado a ello, pero es algo que hay que aceptar en muchos de los restaurantes de la ciudad.

Tras una visita al baño en la que pasar unos sonrojantes segundos confuso hasta descubrir que el agua del lavabo se acciona pisando un pedal, hacemos nuestra comanda. Nos provoca tristeza tener que recurrir a un idioma mucho más alejado de ambas partes de la conversación para poder entendernos, pero acaba siendo más práctico usar el inglés que intentar entenderse en italiano o español.

Llegan nuestros platos. Intenta tú convencer a un italiano de que no coma hidratos ante tal despliegue culinario. La pasta boloñesa de L es de notable, pero mi lasaña supera el excelente. Mamma mia.



Partimos de Alfredo e Ada -cuya cola de gente esperando en la entrada no para de crecer- y, antes de iniciar nuestro regreso al alojamiento, hacemos una última parada para compensar el hecho de no haber pedido postre. Sin salir todavía del centro histórico nos dirigimos a Frigidarium, para muchos la única opción posible si lo que quieres es disfrutar del mejor helado de Roma... y damos fe de ello. Pedimos helados de plátano y tiramisú y no exagero si afirmo que pueden ser los mejores helados de nuestra vida. Y además, baratos: apenas 2,5€ por cada tarrina de dos bolas.


Ahora sí, todavía con nuestro paladar en shock tras el exquisito postre, marcamos en el mapa nuestro lugar de descanso. Las diferencias de tiempo entre las opciones a pie o en autobús nos llevan a decidir regresar dando el último paseo del día. Con lo que no contábamos -bueno, sí lo sabíamos, pero a estas horas ya nos cuesta tener todo en cuenta- era con la subida final desde Trastevere hasta el alojamiento, cuyas empinadas cuestas y largos tramos de escalera suponen la puntilla para una jornada que ya estaba siendo cansada. Llegamos tan agotados que solo queda tiempo para una reparadora ducha y caer rendidos en la cama, donde nos espera un descanso solo interrumpido por un voceras al teléfono en la habitación contigua que nos obliga a cerrar las ventanas.


Por fin estamos en Roma.

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