8 de octubre de 2023
Una noche plácida en la Casa per Ferie, en la que pudimos conciliar el sueño tras cerrar las ventanas y aislar el ruido del Señor Que No Sabía Hablar Bajito Por Teléfono. Son las 7:30, justo la hora a la que arranca el servicio de desayuno y momento en el que bajamos a la planta baja para descubrirlo.
Nos encontramos un comedor con carteles sobre las mesas con los números de habitación, dando a entender que ya tenemos nuestros asientos pre-asignados. Además, al más puro estilo restaurante del centro de la ciudad, parece que las hermanas han jugado al Tetris con sus huéspedes y en las mesas deberán convivir comensales de distintas habitaciones siempre que decidan bajar a desayunar a la misma hora. Por ahora no es el caso, ya que apenas somos 5 o 6 los turistas más madrugadores.
Pasamos a la sala del buffet con más expectación que resultados. Esperábamos algo con mejor surtido y, sobre todo, con mayor oferta casera. Pero lo único que parece de elaboración propia es un pequeño bizcocho de limón. El resto está claramente sacado de envases industriales: bollería, pan de molde, galletas, yogures, cereales... y un pequeño expositor de embutido con tranchetes de queso todavía en su envoltorio. Acompañan máquinas de zumo -zumo de naranja de color rojo, un descubrimiento- y café. Las ausencias más significativas son una tostadora y alguna opción con fruta.

Cumplido el trámite del desayuno nos echamos a la calle dispuestos, esta vez sí, a seguir nuestros planes de acercarnos al centro de la ciudad en autobús. Una primera experiencia que ya nos deja a las claras que los horarios de Atac, la empresa pública de transportes de Roma, son papel mojado. Nuestro itinerario incluye dos líneas de autobús con un transbordo entre ellas, y comprobamos que nunca se puede saber si tu autobús llegará con retraso, con anticipación o si esos monstruos de metal son una leyenda urbana que solo los más viejos del lugar vieron pasar una vez. Asoman por la esquina finalmente dos vehículos seguidos de la línea 44 que estamos esperando, lo cual aprovechamos para subir a bordo del segundo que está mucho menos atestado de gente que el primero.


El esquivo autobús nos lleva hasta la parada de Teatro Marcello. El trayecto ya nos ha deleitado con fachadas de palacios e iglesias antiguas camufladas entre las construcciones más modernas. Sin embargo, nada más poner los pies en la acera, lo que hacemos es alejarnos de la vía principal mediante unas largas escaleras que nos suben hasta la Plaza de Campidoglio, lugar remodelado por Miguel Ángel y hogar de las fachadas de los Museos Capitolinos. Nos encontramos aquí a los invitados de una boda esperando el momento de celebrar los festejos, y tras cruzar la plaza nos asomamos al primer mirador del día hacia el Foro Romano.

No acertamos con el mejor mirador hacia el Foro -cosa que descubriríamos más adelante- y, aunque no deja de resultar interesante contemplar la larga extensión de ruinas de calles y edificios que hace cientos y cientos de años constituían el núcleo de la ciudad, de momento lo que vemos desde las alturas no nos convence para unirnos a las largas colas que ya a esta temprana hora del día se forman para acceder al interior del recinto. Decidimos, en su lugar, caminar por la Via del Fori Imperiali hasta alcanzar la entrada que va directa al Monte Palatino, la menos elevada de las siete colinas que presiden Roma y desde la que se prometen buenas vistas tanto al Foro como a un inevitable Coliseo junto al que ya hemos podido pasar.






Accedemos al monte sin desembolso extra, aprovechando que nuestras entradas para el Coliseo incluyen también su acceso. Lo hacemos en el momento perfecto, minutos antes de que a las 11 de la mañana el turismo empiece a sacar su peor cara y la masificación haga que se coticen al alza de privilegio en los miradores. Uno de ellos supone el balcón perfecto a una de las entradas del Coliseo, el cual desde la lejanía no parecía tan impresionante como lo es ahora en las distancias cortas. Sabiendo que el anfiteatro tendrá mucho protagonismo en el turno de tarde, abandonamos los agradables paseos del Palatino para dirigirnos a nuestra elección culinaria de hoy: la Trattoria Pizzeria Luzzi, a escasos metros más allá del propio Coliseo.







Mis planes de enfadar a un compañero de trabajo italiano probando el risotto en una región de Italia de la que para nada es originario deberán esperar, ya que en Luzzi el que ofrecen es para dos personas. Como plan alternativo pido unos fetuccini a la boloñesa que para nada hacen que añore el arroz. La lasaña que L pide está bien, pero no mejora la de anoche en Alfredo e Ada. El tiramisú -otra cosa que enerva a mi colega- es bueno, pero no increíble. 30 euros más a sumar al presupuesto y seguimos.






Quedando todavía una larga media hora para el inicio de nuestro tour guiado por el Coliseo, hacemos tiempo frente a su fachada en un espacio a la sombra. Momento perfecto para ver pasar de forma incesante a invasivos grupos liderados por un guía turístico que enarbola un distintivo -a veces un peluche, a veces una banderita...- para que sus acólitos no lo pierdan de vista. El ruido del turisteo solo se ve interferido por el de los vendedores de billetes de autobús “hop-on-hop-off”, otra constante por toda la ciudad.

Llega el momento de acceder al recinto, sin sufrir excesivas colas gracias a llevar la visita previamente contratada a través del portal de CoopCulture. No fue una misión fácil, ya que las entradas para el tour en español salían a la venta con una antelación determinada y se agotaban en apenas minutos. Afortunadamente somos ya veteranos en esto de conseguir cosas cotizadas, aunque este año ya pinché varias veces en mi intento de conseguirle entradas de Coldplay a mi sobrina.

Más concretamente, nos interesaba la visita acompañada de un guía en español no solo por el perímetro interior del Coliseo, si no también a lo largo de su nivel subterráneo. Se trata de un añadido reciente -solo se ofrece desde hace algo menos de dos años- que supone una visión mucho más completa a cómo era la vida en el interior del anfiteatro en sus años de máximo esplendor. Tras pasar los controles de acceso, una empleada de CoopCulture nos insta a esperar junto a una columna que marca el punto de encuentro del nuestro y otros tours. Al cabo de unos minutos aparece nuestra guía Paula, que empieza a repartir receptores y auriculares que permitan escucharla por encima del bullicio del recinto.
Comenzamos a seguir a Paula y su mástil metálico coronado por tiras de colores de la bandera trans -casualidad o no, no me corresponde decirlo- para bajar al nivel subterráneo. En el grupo nos acompañan una familia portuguesa cuya cercanía con el idioma les permite seguir las explicaciones y, para sorpresa de la propia Paula, un grupo de asiáticos con cara de no entender absolutamente nada. Supongo que eso explica que la disponibilidad dure tan poco: algunos turistas, al no encontrar visitas en su idioma, se apuntan a lo primero que encuentran.


A partir de aquí, una hora de recorrido por las instalaciones acompañada de comentarios que nos llevan a través de los pasillos, la maquinaria y finalmente el pie de las gradas del lugar. Mucho de lo descubierto recientemente desmiente lo visto en Gladiator, la película del año 2000 dirigida por Ridley Scott e inevitable referencia cuando se pasea por los restos de la Roma antigua. Algunos de los datos más llamativos son cómo el Coliseo tuvo otros usos menos populares como espectáculos de animales -que aparecían en la arena tras ascender desde el subterráneo mediante rudimentarios ascensores- o, aunque parezca mentira, batallas navales que requerían inundar toda su superficie a través de sofisticados canales. También destaca, aunque ya no quede rastro de ellos, el hecho de que el recinto contaba con telares retráctiles que permitían proteger a los espectadores del sol. Vamos, que el nuevo Bernabéu no ha inventado nada nuevo. Tras despedirse y agradecerle sus servicios, Paula termina su labor y quedamos libres para explorar las gradas del Coliseo junto al resto de visitantes.










Ha avanzado la tarde, el calor aprieta y hemos pasado en los alrededores del Coliseo literalmente todo lo que llevamos de día. Parece el momento oportuno para empezar a plantearse abandonar el lugar. Sopesamos antes la opción de volver a subir al Palatino para esta vez, sin las prisas por tener que comer, buscar algún mirador desde este lado hacia el Foro Romano, pero entonces recordamos que nuestras entradas solo permiten acceder al monte una sola vez y ya hemos consumido esa oportunidad. Así que, como alternativa mucho más relajada, decidimos dedicar el resto de la tarde a volver paseando hasta la zona del Panteón con dos objetivos: helados y souvenirs.




La parte de los souvenirs es fácil: ya ayer durante nuestro paseo por las calles de la zona vimos infinidad de tiendas de artículos de recuerdo con precios aceptables. Así que apenas necesitamos entrar en un par de ellas para salir cargados con los imanes, figuras y dedales que llevamos en mente.
Para los helados, y pese a que seguimos convencidos de que ayer en Frigidarium nos sirvieron los mejores de nuestra vida, seguimos el consejo de una amiga que nos recomienda probar los de la Cremeria Monteforte situada frente a uno de los laterales del Panteón. No vemos cola frente a su puerta al alcanzarlo, lo cual ya es motivo de sospechar en una ciudad donde aguardar turno en la calle es parte inseparable de la experiencia. Y efectivamente las comparaciones son odiosas: sus helados están bien pero no son los de Frigidarium. Tienen un sabor menos intenso, su textura es menos cremosa y además no vienen acompañados sin coste adicional por nata casera por encima. Además, aunque por poco, son algo menos económicos. Tras tomarlos mientras descansamos sentados frente al local nos asomamos a la Piazza della Rotonda para confirmar que acceder al Panteón en domingo es una misión tan suicida como intentarlo en sábado.


Concluído este regreso a la zona del Panteón decidimos volver a casa. Lo hacemos utilizando por primera vez el tranvía que llega hasta bien entrada la Via de Trastevere, desde la cual enlazamos con un autobús de la línea 18 que, esta vez sí, pasa en un tiempo aceptable y nos evita la empinada subida hasta el alojamiento. Aprovecho esta ventana de descanso para pedir a la hermana que atiende en recepción una plancha con la que adecentar un poco algunas de las prendas arrugadas de la mochila.

Cae la noche y, dado que ya estamos de vuelta en nuestro alojamiento cercano a Trastevere, decidimos probar suerte para la cena en dicha zona, precisamente popular por su buena oferta de restaurantes y ocio. Nos desplazamos de nuevo en bus y esta vez descubrimos otra peculiaridad de este transporte en Roma. No basta con pulsar el botón de parada solicitada: si no te levantas, el conductor seguirá a lo suyo y no hará ademán de detenerse donde esperas que lo haga. Por ese motivo nos acabamos apeando una parada más allá de lo deseado y tenemos que remontar un poco de cuesta hacia arriba.

Llegamos a la zona de mayor ebullición en busca de un local concreto: La Tavernetta 29 Da Tony e Andrea, un restaurante de comida típica romana cuya actividad en la entrada ya nos hace presagiar que no nos aceptarán inmediatamente, pero no nos preocupa porque no tenemos prisa. Nuestro gozo en un pozo: es tal la afluencia de público que se niegan siquiera a apuntarnos en lista de espera pese a que todavía falten dos horas para finalizar el servicio. Caminamos un poco más allá hasta uno de los locales de Tonnarello, un local que aunque, dicen, perdió parte de su encanto al convertirse en franquicia, sigue siendo recomendado entre los turistas. Aquí la espera es de 45 minutos pero lo dicen con tan poca convicción que no vemos claro si correr el riesgo de esperar. Así que remontamos todavía más la cuesta para dar con nuestros pies en Ombre Rosse, un local más apartado y, por lo que encontramos al llegar, aparentemente menos frecuentado por los turistas y más por los vecinos locales.


Comemos bien, aunque no sería el lugar que hubiéramos elegido. Decoración y carta bastante snob... y precios acorde a ello. Por los 48 euros que pagamos aspirábamos a algo más que una hamburguesa y una ensalada, pero por lo menos la terraza es agradable y los comensales bastante civilizados en lo que a ruido se refiere.



Aunque el tiempo que nos llevaría regresar a pie hasta el alojamiento es prácticamente el mismo que a bordo de un autobús, nos decantamos por la opción motorizada. El día está terminando y las piernas ya se resienten de tantos pasos entre ayer y hoy, y la previsión es que queda mucho por caminar.
Dos de cuatro. Y mañana, al Vaticano.