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10 de octubre de 2023
Muy temprano estamos ya en la recepción de la Casa per Ferie solicitando dejar nuestras mochilas en la consigna para recogerlas esta tarde antes de emprender el viaje hasta el aeropuerto. Antes de eso, hemos bajado por tercera y última vez al servicio de un desayuno con la misma escasa variedad que en ocasiones anteriores. Son las 8:00 cuando nos echamos a la calle dispuestos a exprimir todo lo posible nuestras últimas horas en Roma.
Como Homer Simpson intentando conectarse a la red eléctrica nos empeñamos en seguir metiendo los dedos en el enchufe y permitir que el servicio de autobuses de la ciudad nos electrocute. Para el primer desplazamiento de hoy la supuesta mejor combinación es enlazar dos buses. El primero aparece en un tiempo prudencial. Pero el de la línea 118 que debe llevarnos a nuestro destino es otro cantar. Transcurre media hora sin rastro alguno ni información en un cartel luminoso a la que poder agarrarse y, cuando estoy ya abriendo la aplicación de Freenow dispuesto a hacer el desembolso extra, aparece por la esquina justo a tiempo para que lleguemos a nuestra cita con 5 minutos de retraso.
Por lo menos el recorrido de la línea 118 es ya un atractivo turístico en sí mismo, teniendo su paso junto al Coliseo como momento estelar. Tras un último tramo por una angosta carretera sin prácticamente espacio a lado y lado para los peatones, llegamos con el mencionado retraso a la señal que indica la entrada a las Catacumbas de San Calixto.
Las Catacumbas de San Calixto son un atractivo turístico y arqueológico injustamente ignorado a la sombra de los puntos de interés más populares de Roma. Se encuentran al sureste del centro histórico de la ciudad y no son las únicas catacumbas de la zona, pero sí una de las más recomendadas gracias a uno de sus principales alicientes: la Cripta de los Padres en la que descansan los restos de varios Papas del siglo II al IV.
Nos enganchamos, con la introducción ya en marcha, al grupo acompañado de un guía en español... bueno, que sabe lo justo de español, ya que ni su acento ni su gramática son para tirar cohetes. Refugiados a la sombra y antes de iniciar el descenso nos introduce los datos básicos de las instalaciones: hasta medio millón de cadáveres bajo nuestros pies, un primer descenso rápido de 10 metros a través de una escalera y una temperatura interior que no supera los 15 grados.
Empezamos a bajar y el fresco se nota y agradece a partes iguales en cuanto hemos superado el primer tramo de escaleras. Tras un par de cámaras previas no tarda en llegar la célebre cámara papal. Una pequeña estancia con nichos habilitados a lo largo de sus cuatro paredes en las que todavía se preservan marcas y grabados indicando la identidad de los Santos Padres que allí descansan.
Nos acompañan casi tantas cámaras de vigilancia como nichos, cosa que continúa ocurriendo cuando en la siguiente estancia nos espera otro de los puntos destacados de la visita: la tumba de Santa Cecilia, una mártir católica que descansa acompañada de varias reliquias de gran valor histórico. También se preservan en un notable estado de conservación varios frescos de las paredes con motivos de la propia mártir o el Papa Urbano I, así como un busto del Redentor.
Descendemos un poco más hasta los 12 metros bajo el nivel del suelo y aquí el laberinto ya se despliega en todo su esplendor. Un entramado de pasillos y cámaras mortuorias en las que tanto yo como un matrimonio estamos a punto de quedar atrapados cuando, por tomar un par de fotografías -supuestamente prohibidas, pero ya hemos hablado de esto-, quedamos rezagados y al levantar la vista no tenemos ni idea de qué camino ha tomado el resto del grupo. La incertidumbre dura poco recurriendo a la intuición colectiva.
La visita finaliza tras poco menos de una hora y salimos satisfechos de ella: aunque personalmente mantenga algo de escepticismo sobre la veracidad de algunas de las cosas que se exponen y explican, es sin duda una actividad diferente y además bastante económica gracias a los 10€ por persona que cuesta.
Nuestro potencial plan para el día incluía ahora desplazarse hasta la Colina Pincio, situada en la otra punta de la ciudad y prometiendo algunas vistas panorámicas al centro histórico. Sin embargo el cansancio hace mella y en su lugar preferimos mantenernos en el centro, cubriendo alguna parada que se había quedado fuera de días anteriores e incluso revisitando alguna de las zonas ya cubiertas. Regresamos con la línea 118 hasta los pies del Coliseo, desde el cual subimos a la Iglesia de San Pietro in Vincoli.
Este templo aparece en todas las “listas B” de cosas menos conocidas que poder hacer en Roma y debe agradecérselo, por encima de todo, a la espectacular escultura de mármol de Miguel Ángel representando a la figura de Moisés. Ocupa toda una pared al fondo del recinto y ante ella se acumulan los curiosos para los que es evidente que están viendo algo de gran valor artístico. El resto de la iglesia, siguiendo la tradición, está perfectamente decorada con todo tipo de motivos religiosos y con una pasarela al fondo por la que se van pasando aquellos que quieran ver de cerca las supuestas cadenas con las que ataron a San Pedro en Jerusalén... previo generoso donativo en una ranura para que se levante la compuerta que las esconde, por supuesto.
Seguimos caminando y parando de forma imprevista en alguna tienda de souvenirs, cayendo en la tentación de algunos recuerdos que no teníamos en mente. Nos vamos acercando a lo que se ha convertido en nuestra zona fetiche del centro histórico: la que rodea el Panteón de Agripa. Pero antes de alcanzarla nos detenemos en un discreto y a estas horas no demasiado concurrido local de restauración con la amenaza de un risotto flotando sobre mi cabeza. Nos sentamos en la terraza del restaurante La Montecarlo.
Es un restaurante de esos cuya austeridad da confianza, sin esforzarse demasiado en las apariencias porque confían lo suficiente en el contenido de sus platos. Aunque el pedido estrella es alguna de las pizzas de la carta como bien aprovechan el grupo de ruidosos norteamericanos en la mesa contigua, yo he venido aquí con una misión para la que se me está acabando el tiempo: la de no marcharse de Roma sin comerme un buen plato de risotto para lamento de un compañero de trabajo italiano que no duda en recordarme que eso es como comerse una paella en Bilbao.
En lo que esperamos a que llegue ese ansiado plato, recibo noticias del estado de salud de mi madre y una fecha definitiva en la que entrará a quirófano. No doy tiempo a que vuelva el camarero y ya he reservado los vuelos pertinentes para estar allí y echar una mano en lo que pueda. De hecho, estoy terminando de editar estos párrafos días después de que la operación haya tenido lugar y, afortunadamente, puedo decir que ha resultado satisfactoria pese a algún susto -y gordo- inicial.
Volvemos a Roma y a la terraza de La Montecarlo. A la salud de mi madre, me meto el risotto por... el gaznate. Conmigo es difícil que un risotto falle y este no iba a ser el caso. Sabroso, con el punto justo de densidad y en una ración más que suficiente. Últimamente cada vez que como un risotto combinado con el calor estival sufro durante varios minutos, pero ni me planteo renunciar a tal maravilla gastronómica mientras pueda sobrevivir a ello. El servicio va deteriorándose según se llena la terraza, tardando un tiempo excesivo en traernos la cuenta y observando cómo a menudo se olvidan de atender a los nuevos comensales que van llegando y esperan a ser atendidos en la puerta.
Nos volvemos a poner en pie y alcanzamos la calle de nuestra heladería favorita... pero aunque sería lo más obvio, no hemos venido a despedirnos de Frigidarium. En su lugar nos detenemos unos portales más allá para dar la oportunidad a Two Sizes, un pequeñísimo local tras cuyo mostrador no dejan de servirse los, en palabras de nuestra guía turística de anoche, indudablemente mejores tiramisús de Roma. Una vez más mi compañero de trabajo pondría los ojos en blanco si me oyera asociar la ciudad a un manjar que para nada tiene aquí su origen, pero que juzgue lo que quiera.
Siendo no excesivamente grandes, pedimos tres tiramisús para compartir entre los dos: de pistacho, de fresa y uno clásico. Suena por los altavoces del local La Niña de la Escuela de Lola Índigo, algo que no vimos venir. No tenemos con qué compararlo, pero en absoluto le vamos a discutir a Valentina que puedan ser los mejores de la ciudad. Recomendadísimos.
El tiempo que nos queda y la zona en la que nos encontramos nos lleva a tomar la decisión de, para cerrar el círculo, terminar nuestros días romanos del mismo modo que los iniciamos: dando con nuestros pies en la zona que va desde la Fontana di Trevi hasta la escalinata de la Plaza de España, y así poder verificar si la irreal cantidad de gente con la que nos topamos en nuestro primer contacto fue solo fruto de la coincidencia de aterrizar en sábado.
Efectivamente hoy todo es notablemente más transitable que hace cuatro días, si bien las masas apiñadas frente a la Fontana di Trevi sigue siendo un espectáculo añadido a la fuente en sí. En la Plaza de España, junto a la fuente de la barcaza a la que hoy sí podemos asomarnos sin arriesgar la integridad física, vemos como una “Chica Bentley” no hace lo propio al encaramarse en alguna de las piedras sobre el agua para sacarse su fotito y en el proceso darse tremendo porrazo en la cabeza al levantarse sin mirar hacia arriba.
Ahora sí que sí, se acerca el final. Nuestros últimos minutos de turismo de ciudad se dedican a, llevados más por la curiosidad que por la necesidad, asomarnos a las cercanas tiendas de GAP y H&M. Cuánto echamos de menos nuestros viajes a los outlets norteamericanos donde las etiquetas de los precios no nos apuñalan el estómago.
Comienza el plan “vuelta a casa” combinando un trayecto en metro y otro en tren para recaer por última vez en la estación de Quattro Venti, desde la cual alcanzar a pie la Casa per Ferie en la que espera a buen recaudo nuestro equipaje. No solo han custodiado nuestras cosas durante nuestras últimas horas de turismo, si no que además las hermanas nos permiten usar unos aseos comunes para quitarnos un poco el calor de encima y cambiarnos antes de salir rumbo al aeropuerto. Son las 17:00 cuando nos echamos a la calle con el único objetivo de regresar a Fiumicino.
Hasta el final, Roma nos pone muy difícil pagar por el transporte, cosa que hacemos de todos modos para no arriesgarnos a alguna situación desagradable. Pero las estaciones sin máquinas, los andenes sin lectores que funcionen cuando se intenta validar el ticket... todo parece jugar a favor de que desplazarse aquí sea oficiosamente gratis.
Llegamos a Fiumicino y, en lo que superamos controles de seguridad y alcanzamos nuestra zona de embarque, caemos en la cuenta de que a nuestra llegada no habíamos reparado en lo inmensa que es la terminal. La zona de restauración parece un centro comercial, y es aquí donde esperamos a nuestro embarque acompañados de un café muy decente por 2,20€ y una decepcionante “Mole Cola” por 3,90€.
Cuando se revela cuál será nuestra puerta de embarque la noticia viene acompañada de un retraso de media hora, el cual aprovechamos para pasear por las tiendas más cercanas y escandalizarnos con la evolución de los precios en las chucherías. Paseamos junto a las puertas, que consiguen su atractivo anunciando su destino programado mediante imágenes personalizadas de cada ciudad. Contra todo pronóstico, la correspondiente a Madrid no muestra el cartel de Schweppes.
Acompañados de un jovencito sacerdote justo en la fila anterior a la mía, nuestro vuelo cierra las puertas con el aforo del avión casi completo. Un visionado intermitente de los últimos capítulos de Hora Veintipico y Quieto Todo El Mundo nos amenizan un vuelo que se hace más largo que a la ida y además va acompañado de unos cambios de presión que afectan a los tímpanos. Damos con nuestros huesos en el exterior de la Terminal T2 de El Prat y nos recibe un calor más suave del esperado, dándonos la buena noticia de que junto a nuestro viaje, parece que el verano llega a su fin.
Y aquí termina una estancia de casi cuatro días en la que, al fin, descubrimos la capital del viejo Imperio Romano. Y la verdad es que, tras unas primeras horas en las que sentíamos que estábamos ante una “experiencia de un solo uso” y que nuestra presencia en Roma comenzaba y terminaba con ese viaje, hay que reconocer que con el paso de los días durante el viaje y, sobre todo, con el recuerdo que va permeando con el paso de las semanas posteriores, no nos parece descabellado que cuando la oportunidad se presente hagamos una nueva escapada para completar nuestra experiencia y revisitar nuestros lugares favoritos. Empezando por Frigidarium, por supuesto. Arrivederci, Roma.
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