25/ Enero /2015
Riiiiing! Suena el despertardor. ¿Qué hora es? Las siete… Joder, hay que levantarse. Tras una ducha y un desayuno, 1h después salimos del hotel para dejar las maletas en el guardaequipaje del hotel, pero… ¡sorpresa! La “casualidad” quiere que justo hoy el hotel cierre (já), por lo que no es posible que nos las guarden. Tras dejarlas en la consigna de la estación de tren Santa Lucía ( aprox 5€ por mochila), nos disponemos a sacar un billete para el vaporetto dirección San Marcos.
Tras montarnos en éste, disfrutamos de las vistas que el Gran Canal nos ofrece, desde el Ponte de l’Academia o de Rialto, hasta el Gran Casino de Venecia o la Iglesia de Santa Mª de la Salute. No hay una palabra que describa mejor este recorrido que espectacular.
Izq. Ponte Rialto Der. Ponte de l’Academia
Al llegar a la Plaza, nos proponemos subir al Campanille, ya que tenemos el carnet del estudiante internacional (ASIS), con el cual ahorramos la mitad de precio. O eso creíamos, pero ya se encarga el vendedor de aclararnos que no nos sirve. Genial. Finalmente subimos y disfrutamos, entre asiáticos, de las maravillosas vistas que hemos pagado por un habitáculo minúsculo en comparación con la gente que hay. Las vistas son increíbles, pero tienes que hacer cola hasta para poder ver entre las rejas del campanario. Id con idea, y con un par de tapones por si os suenan las campanas estando allí arriba.
Vistas desde el Campanille
Tras esto, entramos a la Basílica de San Marcos con, por mi parte, muchísima ilusión, pero… cerrada por festivo. Genial. Por lo que después de hacerme un par de selfies mas con el león de San Marcos, de admirar el Palacio Ducal y de denegarle la compra de un palo selfie a alrededor de una veintena de hindúes, decidimos abandonar la Plaza para seguir recorriendo la ciudad. De ahí al Ponte Rialto, al teatro La Fenice, y hacia el Ponte de l’Academia y el barrio judío. Se va haciendo la hora de irnos, y buscamos un supermercado para hacernos con reservas para la comida en el tren. Nos vamos de esta mágica ciudad con la certeza de que volveremos a verla algún día.
Vistas desde el Ponte Rialto
En el tren con destino a Padua no nos da tiempo a mucho puesto que el trayecto dura unos 20 minutos, por lo que cargamos el teléfono y ubicamos el próximo hotel en el gps. Un cuarto de hora después de haber llegado a Padova, encontramos nuestro hotel. Y qué hotel. Por el mismo precio que el de Venecia encontramos esta oferta, un 4 estrellas al que, personalmente, me da un poquito de vergüenza entrar con esta pinta de mochilera (paz, mochileros). Subimos al hotel a dejar las cosas y a comer, y tras esto, salimos a conocer la ciudad.
Tenemos contratada una visita a la Capilla de los Scrovegni a las 18:40, por lo que decidimos hacer tiempo hasta entonces. Empezamos paseando por la plaza del Erbe y llegamos hasta Prato della Valle, una plaza increíblemente grande y bonita. Tras pasear por ésta, vamos a ver la conocidísima Iglesia de San Antonio de Padua. Nos metemos totalmente en el papel de cristianos acérrimos (perdónenme los eclesiásticos), y hacemos la ruta de la catedral, que te muestra cosas tan gores como algunos miembros amputados del Santo. Digna de ver. Tras salir de nuestro asombro y recorrer la enorme iglesia, llegamos a asombrarnos realmente cuando encontramos dentro de la iglesia un recinto habilitado para hacer picnics dentro.
Prato della Valle
Salimos de ésta y nos dirigimos hacia nuestra excursión, o eso creíamos; porque cuando llegamos, y tras verlo todo cerrado, nos damos cuenta de que la excursión fue contratada para un mes antes, por lo que se nos chafa un poco la tarde. Genial. Decidimos arreglarla un poco sentándonos en la Plaza del Erbe y tomándonos el aperitivo típico italiano, el Spritz . (Buena decisión, si señor).
Spritz en la Plaza del Erbe
De nuevo callejeamos por la ciudad, congelados de frío, hasta ver el Duomo. Una iglesia muy modesta y austera en comparación con la magnitud y abundancia (exacerbada en mi opinión) que caracteriza la iglesia de San Antonio de Padua. Cerquita encontramos una pizzería buenísima con unos precios increíbles, donde compramos una pizza y nos la llevamos al hotel, terminando así el segundo día de nuestro viaje.
¿Lo mejor de los viajes? Sin duda alguna, las anécdotas. Ya sean buenas o malas, pero son éstas las que te hacen crecer como persona, como viajero. El buscar soluciones o dirimir conflictos (aunque sean mínimos) en una ciudad que no es la tuya hace que, aunque en ese momento se te tuerza un poco no solo el viaje sino también el humor, termines con el tiempo riéndote de esas cosas. En nuestro caso, la visita a la Capilla de los Scrovegni que tanta ilusión nos hacía se nos quedó en el aire, puesto que al día siguiente partiríamos hacia Verona. ¿No dicen que siempre tienes que dejar algo en las ciudades que visitas para poder volver a ellas en un futuro? Pues eso.