![]() ![]() DE QUEIJADAS, TRANVÍA Y FADO ✏️ Blogs de Portugal
Diario de una escapada a Portugal en el puente de diciembreAutor: Merche137 Fecha creación: ⭐ Puntos: 5 (16 Votos) Índice del Diario: DE QUEIJADAS, TRANVÍA Y FADO
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Etapas 4 a 6, total 6
Habíamos decidido que el lunes iríamos a Sintra, puesto que ese día están cerrados la mayoría de monumentos de Lisboa. También habíamos determinado que no moveríamos el coche sino que nos iríamos en tren, así que bastante temprano nos fuimos hacia Rossío en metro. Cuando fuimos a recargar las tarjetas, incomprensiblemente, dado que las sacamos el día anterior las cuatro a la vez, sólo tuvimos que recargar dos, pues las otras dos aún continuaban operativas. Nos acercamos a la pastelería Suiça para poder desayunar antes de salir. La sola visión del mostrador hace que a una se le haga la boca agua, a pesar de que yo no soy especialmente dulcera y más que en los pasteles con cremas, mucho azúcar y demasiados colorines, me fijo especialmente en los hojaldres y la bollería y, desde luego, tuve difícil el decidirme, pero me incliné, al igual que mis amigas, por un sonho (lo recomiendo sin ninguna duda) acompañado de una estupenda tostada y dos cafés, porque el día se preveía largo, con lo cual todas tomamos prácticamente lo mismo, excepto una que no tomó el dulce y otra que no repitió café. Aunque, en principio, la pinta de la pastelería y el lugar en el que se ubica, hacen temer que la cuenta va a ser muy subida, pagamos algo bastante razonable, en total 18,75 euros.
Nos encaminamos a la estación y tuvimos que sacar nuevas tarjetas Viva para el viaje pues las que llevábamos sólo cubrían el transporte en Lisboa. Creo recordar que ida y vuelta fueron 3,40 euros. Comprobamos que salía un tren en dos minutos, así que nos fuimos corriendo hacia el andén. Nos pilló un grupo bastante grande que llegaba en ese momento por otro, por lo que tuvimos que cruzar la larga fila. Por la premura del tiempo, y que estaba a punto de salir, nos montamos en el tren en fila india, sin percatarnos de que faltaba una. Cuando subo yo, que era la tercera, miro y veo que no está y en ese momento se cierran las puertas del tren. La vemos caminando por el andén, intentamos abrir la puerta pero no se puede, por lo que nosotras tampoco podemos bajar para esperarla; vemos que llega, junto a un ferroviario, y pensamos que le abriría la puerta. Cuál no es nuestra sorpresa cuando éste ni lo intenta y el tren empieza a ponerse en marcha, así que ella se queda en tierra, mal empezamos el día…El único consuelo que tenemos es que los trenes salen cada 10-12 minutos, así que la esperaríamos en la estación de Sintra. Empezamos a impacientarnos cuando vemos que llega un tren procedente de Lisboa y ella no aparece; habíamos intentado llamarla pero los móviles no daban la señal, así que le mandamos mensajes pero tampoco obtuvimos respuesta. Lo pasamos fatal y, hasta que no la vimos llegar no nos entró el cuerpo en caja y encajar, encajamos, pero el rapapolvo que nos tocó, con toda la razón del mundo, por no habernos percatado de que no iba el grupo completo pero, claro, entre las prisas y el mogollón del andén, pensamos que todas íbamos en la fila; en fin, ya estábamos de nuevo juntas y nos dirigimos a la parada que queda a la salida de la estación a coger el autobús circular 434, que nos llevaría al Palacio da Pena. El billete de ida y vuelta cuesta 4,60 euros, que nos pareció caro, en comparación con el de tren porque, a fin de cuentas, sólo cubre una parte del recorrido turístico, Castillo de Mouros, Palacio da Pena y Palacio Nacional, pero no va a la Quinta da Regaleira, ni al convento dos Capuchos ni a Monserrate. Conforme íbamos subiendo, veíamos un paisaje sencillamente espectacular (no en vano la UNESCO calificó en 1995 esta sierra como “Paisaje Cultural Patrimonio de la Humanidad”), con una niebla que se iba haciendo cada vez más espesa y con una abundancia de vegetación que evidenciaba la humedad reinante en el lugar. Una de mis amigas la comparaba con la laurisilva canaria, presente en el Parque Garajonay en La Gomera, que yo no puedo corroborar, pues aún no lo conozco. El autobús llega hasta una especie de pequeña meseta, donde se encuentran las casetas de venta de billetes y la cancela de entrada. Existe la opción de comprar entradas combinadas y, aunque estuvimos dándole vueltas al tema, pensamos que, por si acaso, era mejor comprar la entrada sólo para el palacio y ya adquiriríamos el resto posteriormente, dependiendo de donde fuéramos. La entrada general cuesta 9 euros y luego hay que pagar otros 2 euros (ida y vuelta) si se quiere subir en el autobús con forma de un antiguo tranvía de esos con jardinera. Como la cola era larga, continuamente se nos informaba de que, si íbamos a pie, posiblemente llegaríamos antes porque el autobús debía subir, descargar, cargar y bajar; al parecer había tres, por lo que no nos parecía que hubiera que esperar tanto y, de hecho, no se movió prácticamente nadie, excepto algunos valientes que, a pesar del tiempo empezaban la ascensión y, efectivamente, en pocos minutos, estábamos subiendo al autobús que nos llevaría hasta la puerta del palacio mientras dejábamos atrás a los andariegos que, posiblemente, se estarían arrepintiendo de haber sido tan vehementes, a juzgar por las caras con que nos miraban pasar. Cuando llegamos, y tras traspasar una puerta almenada con un escudo blasonado y subir por un estrecho pasadizo, desembocamos en una pequeña explanada donde había que hacer de nuevo cola, esta vez era mucho más grande, pues pasaban algunos minutos de las 10 y acababan de abrir, por lo que tuvimos que esperar unos 45 minutos, a la intemperie, con un frío respetable dada la altura y una llovizna que calaba bastante. Mientras, aprovechamos para visitar, por tandas para no perder la vez, el patio dos Arcos, desde el que se aprecian unas preciosas vistas y al que se accede por el pórtico del Tritón, figura mitológica monstruosa, mitad hombre, mitad pez, que representa la creación del mundo y que, a modo de inmensa ménsula, sostiene un artístico balcón cerrado circular. Detalle del Tritón La niebla era tan densa que, junto con los chorreones negruzcos de la piedra, hacía que prácticamente no se pudieran apreciar los colores amarillos y rojizos de las torres y las cúpulas del palacio pero, precisamente por eso, el aspecto del mismo era aún más fantástico. El palacio es una construcción romántica, erigido sobre lo que fue un antiguo monasterio que quedó prácticamente destruido con el terremoto de 1755 y, una vez extinguidas las órdenes religiosas de Portugal a mediados del siglo XIX, fue adquirido por D. Fernando II, rey consorte pues era el marido de la reina Dª María II, que fue el que recuperó parte del monasterio, del que se conserva la capilla, que tiene un precioso frontal de alabastro con escenas de la vida de Jesucristo y coro de palosanto, y construyó un palacio como de cuento, que sería la residencia de verano. Vistas del exterior del palacio Iniciamos la visita, necesariamente en grupo numeroso y con un itinerario definido, que entiendo es imprescindible pero que no me gusta, en absoluto, pues no soporto llevar a alguien pegándose continuamente y apremiando para que sigas, con lo que vas pasando en fila sin poderte parar apenas para apreciar las muchas piezas de valor que guardan las distintas dependencias, con una mezcla de estilos que le confieren un delicioso eclecticismo: el comedor, con la mesa puesta con un menaje exquisito; la habitación del ayudante y el aposento de las damas, con un asombroso techo de estuco y guirnaldas florales, ambas con un extraordinario mobiliario, antesalas del increíble cuarto de la reina, en estilo mudéjar con la técnica del alforge (estuco moldeado y policromado) y suntuosos espejo, cama y vestidor; el atelier del rey D. Carlos, con numerosos cuadros y telas pintadas por él mismo, en un curioso monotema, por lo que sería el lugar preferido para su refugio y esparcimiento; la sala de lectura y la de estar, en un entrañable estilo victoriano; el bellísimo salón árabe, con un precioso sofá de palillería y crestería; la pequeña sala verde, que conserva el primer teléfono con centralita; la terraza de la reina, que no es visitable; la antigua sacristía, de estilo manuelino con azulejería y una exposición de objetos religiosos; los salones de paso, con notables piezas de cerámica; la delicada salita de papier-maché con incrustaciones de nácar; el salón chino con una asombrosa mesa; el del indiano, con estilizadas garzas en bronce; el de recepción, que da paso al salón noble o de embajadores que, a pesar de ser el mayor y más importante a tenor de lo que indican las guías, fue el que menos me gustó pues tiene tal mezcla de mesas, figuras, candelabros y demás elementos de desigual factura situados, en mi opinión, sin mucho orden ni concierto, que me dio la impresión de estar en un outlet de anticuario; el dormitorio del rey, bastante sencillo para ser el real y bastante alejado del de la reina, pero no es de extrañar tampoco pues, al parecer éste tenía como amante a una cantante de ópera, con la que se casó trece años después de morir su esposa. Llegados a la sala de los venados, la última, ya creía haber agotado el repertorio de adjetivos para calificar el interior palaciego hasta que acabamos en la cocina y no pude por menos que exclamar ¡asombrosa!; menos mal que es amplia, por lo que aquí pudimos deambular ya a nuestro antojo, así que me quedé no sé cuánto tiempo admirando esa cocina de hierro forjado francesa, al igual que esa increíble colección de cacharros de cobre: chocolateras, cazos, ollas, tapaderas, moldes de repostería…sobre estanterías y mesas de madera que a mi me encantan y me hicieron recordar esas antiguas ferreterías de las que, por desgracia, sólo se conservan algunas a modo de testimonio de nuestra antigua memoria y, salvando muchísimo las distancias, la cocina de mi abuela. Para terminar la visita, sin que fuese de una manera abrupta, decidimos ir a tomar algo a la cafetería. Afortunadamente, para mi, en ese momento estaba casi vacía, por lo que pude disfrutar aún más de un estupendo té de jazmín con aroma de canela, que fue un digno broche para una visita que me había encantado y, sin duda, lo hubiera hecho más de haber ido en alguna fecha menos festiva. Tras comprar algunos recuerdos en la tienda, nos dispusimos a salir para coger el tranvía-autobús de vuelta y, a pesar de ser ya las 12,30 h., la niebla no sólo no se había levantado sino que era aún más intensa por lo que, cuando ya nos bajamos, el reguero de personas que nos precedían se me antojaba la procesión de la Santa Compaña que aparecía en “El bosque animado”, una película que me encanta, e instintivamente agarraba mi bolso por si aparecía en cualquier momento el bandido Fendetestas. La interminable cola que llegaba a la misma puerta me devolvió a la realidad y, allá que nos situamos, pensando que no sería cuestión de mucho tiempo, puesto que llegó rápidamente un autobús que se llenó completamente y eso hizo que avanzáramos bastantes metros. No podíamos imaginar entonces lo que nos esperaba y, aún ahora, cuando lo recuerdo no me puedo creer lo que seguiría: Pasaban los minutos y allí no aparecía autobús alguno; al principio no nos preocupamos mucho porque teníamos tema de conversación: no nos imaginábamos cómo iban a realizar la visita la cantidad de personas con carritos de bebé y, sobre todo, en silla de ruedas que habíamos visto, porque hay que ir subiendo y bajando escalones, algunos pasillos son pequeños, en fin, que no está para nada libre de barreras arquitectónicas; comentábamos la audacia de algunas personas de nacionalidad japonesa que pretendían ponerse al principio de la fila con carita de no entender nada, por si colaba; el intenso frío que nos estaba dejando heladas, la molesta lluvia acompañada de viento que nos estaba dejando caladas y la larga espera que nos tenía ya anonadadas. Algunas personas se fueron yendo a pie por lo que, en poco tiempo, estábamos entre las quince primeras, felicitándonos porque ya sería cuestión de casi nada. Pues, como diría Sabina, nos dieron la una y las dos y las tres y no exagero, en absoluto; no sabíamos qué pasaba, la fila de coches particulares llevaba un siglo sin moverse, ya habíamos realizado una prospección de los alrededores y estudiada toda la flora que albergaban las cortezas de los árboles (una de mis amigas es una gran aficionada a la botánica), hasta que una persona con chaleco reflectante apareció, comentando a algunos que le preguntaron que los vehículos no podían pasar porque había algunos coches mal aparcados e impedían el paso. Alguna de mis amigas sugería que nos fuéramos andando; yo, particularmente, me negaba en redondo porque no quería ni imaginarme bajando esa cuesta y, además, que, en cualquier momento, empezaran a andar porque pasarían rozando y, si había algún camino, que desconocíamos, nos podíamos quedar atascadas en el barro o algo peor; no soy nada aventurera, lo confieso, y mucho menos con esas circunstancias climatológicas, así que allí aguardamos estoicamente. No sé cuánto tiempo habría pasado cuando ya se fue despejando el camino, lo que sí sé es que eran las tres muy pasadas cuando llegó el autobús, entre el aplauso de los desesperados que esperábamos y, casi sin poder andar porque no nos sentíamos ya los pies, nos subimos al fin; se llenó y nos lanzamos cuesta abajo hasta que, de pronto, se para. No nos lo podíamos creer, no se veía nada porque el vaho empavonaba los cristales, así que, otra vez sin saber lo que pasaba durante un buen rato, hasta que una compatriota da un grito: “Venga, los hombres, que se bajen y empujen”; al principio nadie se movió, pero no me atreví a sacar ninguna conclusión precipitada. Otra vez lo intentó, esta vez verbalizando lo que alguien, dada la evidencia, habría ya pensado: “¿Pero es que no hay aquí ningún hombre?. Como ya había pasado un buen rato desde que nos paramos, las miraditas empezaban a ser un poco incómodas desde esa voceada invitación y la alusión a la paridad de género hacía presagiar algún desagradable tumulto, un grupo de chicos (y alguna chica también) bajó del autobús y empezaron, todos a una, a coger en peso dos coches, uno rojo con matrícula española por cierto y otro blanco (no sé de dónde sería porque de éste no podía ver la matrícula desde donde estábamos) hasta que, afortunadamente y, de nuevo surgió el aplauso por ello, los apartaron lo suficiente para que el autobús pudiera seguir. Gracias a los propietarios de estos vehículos, “tan increíblemente cívicos”, nos quedamos sin poder realizar la visita al castillo dos Mouros (no sería la única), y un poco más y nos quedamos sin comer, pues cuando nos bajamos del autobús eran ya las cuatro de la tarde. Sin ganas de ir buscando ningún sitio de los que llevábamos apuntados para almorzar, nos metimos en el primer restaurante que encontramos, el Bristol, posiblemente atraídas por el cartel con el hombre de la capa negra de “Sandeman”, que hacía siglos que no veíamos. Estaba totalmente lleno pero, afortunadamente, acababa de quedarse libre una mesa; bueno, no tendríamos que ayunar y la verdad es que acertamos plenamente. Como teníamos muchísima hambre, mientras esperábamos, nos tomamos una ración de quesos variados buenísimos y luego, ya nos trajeron cuatro grandes tazones de sopa de cebolla francesa, que además de calentita, estaba magistral. Menos mal que se nos había ocurrido pedir sólo dos platos de bacalao braz, porque nos pusieron dos fuentes grandes, de las que nos dio pena dejar algo pero queríamos hacer sitio para el postre porque los que habíamos visto en la carta prometían y, efectivamente, tanto el babá de caramelo como la naranja al Oporto, el pudding-flan o el Doce nata bolacha, una finísima tarta de galleta que tomé yo, cumplieron con nuestras expectativas. El importe del almuerzo, con el pan, el agua y una jarra de 1 l. de vino tinto de la casa que no estaba mal, fue de 74,80 euros. ¿Qué podíamos hacer ya a las cinco y media de la tarde, lloviendo bastante y casi anocheciendo?. Estaba más que claro que no teníamos cuerpo para ir a la Quinta de Regaleira debido a lo tardío de la hora y a la humedad que se iba apoderando de nuestros huesos, por lo que me estuve acordando de los antepasados de los propietarios de los coches durante toda la tarde, ya que era el lugar al que yo tenía más ilusión por ir. Tras admirar por unos momentos la belleza de las construcciones cercanas, que se sitúan a diferente altura en la ladera, nos acercamos a ver el palacio Nacional por fuera y nos encontramos con que había una parada de un trenecito turístico que hacía un recorrido por Sintra, así que, dado que no íbamos a llevarnos prácticamente ninguna idea más de la ciudad, decidimos esperarlo. Pagamos los 5 euros del billete y empezamos el circuito Vila dos Mil Encantos, que existen, evidentemente, pero que no se pueden admirar, para nada, en este viaje pues, salvo el Ayuntamiento, que casi no vimos porque aún no estaba iluminado y el edificio de la Biblioteca Municipal, el tren recorre algún barrio pintoresco de la ciudad pero no mucho más (por lo que no se justifica, para nada, el precio), una auténtica pena, así que necesariamente tendré que volver algún día para admirar bien sus singulares edificios y empaparme más del ambiente mágico de la ciudad, porque lo poco que vi, desde luego, me gustó muchísimo y me daba bastante coraje no haber podido seguir más la estela de lord Byron, un auténtico enamorado de Sintra. Biblioteca Municipal Lo que sí que no perdonamos fue enfilar la cuesta de una de las calles comerciales, la rua das Padarias, donde, al principio de la misma, se encuentra el café-pastelería Piriquita. En aquel momento estaba a rebosar, así que continuamos subiendo, pues más arriba han abierto una sucursal de la misma, “Piriquita 2”, algo más espaciosa, por lo que no nos fue difícil encontrar una mesa, en la que poder entrar un poco en calor, con un estupendo café y unos deliciosos pasteles típicos de allí, las queijadas y los travesseiros (dos cafés con leche, dos travesseiros y 1 queijada fueron 5,50 euros). Como había que probar ambos, hice “el esfuerzo” y, así, pude cumplir con una de las promesas hechas, días antes de mi partida, a algunas amigas del foro, quedando la constancia gráfica del momento. ¡A vuestra salud, compañer@s viajer@s! Compramos también algunos para regalar y, después de curiosear un poco por los escaparates de las tiendas de recuerdos, decidimos que lo mejor sería acercarnos ya hacia la estación. En esta ocasión, no cogimos el autobús porque, cuando íbamos en el trenecito turístico pudimos comprobar lo cerca que se encuentra. Además, la distancia se recorre en unos 15 minutos a través de un agradable paseo repleto de estatuas que representan a la mujer, especialmente la maternidad, y se pasa por delante del Ayuntamiento, un edificio precioso, que habíamos visto antes durante el circuito, pero que podíamos admirar mejor ya más de cerca. Bueno, lo de admirar es un decir, porque a esa hora habían encendido ya las ristra de luces con las que lo habían ¿adornado?, y éstas impedían que se pudiera apreciar en detalle. Yo comprendo que las fechas son las que eran pero, personalmente, odio que se envuelvan los edificios con esas bombillas, porque no se puede ver absolutamente nada, con lo bien que quedan con unos focos indirectos bien colocados… Ayuntamiento En fin, seguimos hasta la estación y tomamos el tren de las 19,36 horas de regreso a Lisboa. Cuando llegamos a Rossío, decidimos pasear un poco y hacer algo de tiempo hasta la cena, pero como habíamos almorzado tan tarde y tanto, decidimos que ésta sería a base de fruta, que tomaríamos en el hotel, por lo que fuimos a un supermercado, el Pingo Doce, situado en la rua 1º Dezembro, antes de que cerraran. Con nuestras bolsas, y como aún era algo pronto, nos acercamos a tomar una cerveza al famoso café Nicola. A pesar de la llovizna, nos sentamos en un velador de la puerta, bajo el toldo, para contemplar el ambiente variopinto de las personas que pasaban por allí, entre los que se encontraban muchos grupos de aficionados alemanes, con bufandas, gritando y cantando, bueno más bien haciendo ruido, pues al día siguiente se jugaba un importante partido de fútbol de la liga europea entre el Benfica y el Schalke04 (que, por cierto, ganó el visitante, con lo que no quiero imaginar como sería esa noche) y aquello estaba plagado de gente. A mi no me gusta tomarme la cerveza “a palo seco” pero tampoco me apetecía nada de lo que había en la carta, pues todos eran ensaladas o platos grandes y el estómago estaba lleno, así que le pedí al camarero unas patatas fritas, que son otra de mis pequeñas debilidades, pensando que serían de esas tipo “chips”; no obstante, tardaba bastante en traerlas, así que me entretuve un momento leyendo, en la carta, la curiosa historia del café. Lo abrió un italiano llamado Nicola, que lo denominó Taverna de Nicola y, desde el principio, fue frecuentado por famosos artistas, políticos y escritores, como Manuel Mª Barbosa del Bocage. Se construyó originariamente en la arquitectura de estilo Pombalino de la reconstruida Lisboa y fue muy célebre durante el reinado de Dª María. Tuvo varios propietarios hasta que en 1928 fue adquirido por Joaquín Fonseca, quien le dio el nombre actual y lo decoró con profusión de tallas de madera, hierro forjado y muchos candelabros, así como con una escultura de Bocage sorprendido por el nuevo café, y numerosos cuadros de Fernando Santos en los que también aparece el poeta. La mayor parte de esos elementos decorativos se perdieron porque fue redecorado en 1935 en estilo decó moderno y geométrico, conservándose únicamente la citada escultura del poeta y cambiándose también los cuadros que fueron sustituidos por otros del mismo autor, representando las mismas escenas.También se conservan algunos elementos de la fachada como dos peces mitológicos en jaulas de piedra, una mujer con sombrero de bronce y un busto de Bocage, del que hay impreso un poema bucólico en la carta. Después de un rato, comprendí la tardanza, ya que me trajo un plato pero de las normales y al preguntarle si no tenía de las otras me dijo que no, que no solían ponerlas solas pero que no habían tenido inconveniente en freirlas, así que le agradecí el detalle. A pesar de no tener nada de hambre, las cervezas y las patatas cayeron en un momento pues todas picamos ya que estaban francamente buenas. Era hora ya de retirarse al hotel, para dar cuenta de nuestra frugal cena, pues había que dejar hueco para los pasteis de Belém que nos esperaban al día siguiente. Etapas 4 a 6, total 6
Era nuestro último día en Lisboa, y para que el recuerdo fuera aún más impresionante, había dejado para esa mañana la visita a Belém. Tras nuestro, ya usual desayuno en la cafetería Danubio, tomamos el metro hasta la Praça da Figueira, a fin de coger el tranvía 15 que nos llevaría hasta allí. Está bastante alejado del centro, así que son bastantes paradas y, además, tuvimos que hacer trasbordo en un intercambiador; no tiene pérdida ni hay ningún temor a que se pueda pasar porque el tranvía entra en una especie de andén y el conductor indica que todo el mundo debe bajarse allí y coger otro que para justo enfrente. Ya en el siguiente proseguimos hasta el final del viaje que, pensamos sería en una parada cercana a la Torre, porque queríamos empezar la visita por ella, pero al llegar a la parada del monasterio nos indican que es el final del trayecto, así que tuvimos que andar un buen trecho hasta llegar a la misma; además, como la vía del tren discurre justo por el centro de la calzada, hay dos opciones, o atravesar por un paso subterráneo enfrente del monasterio (ese lo vimos a la vuelta) o continuar hasta un paso elevado, que fue por el que cogimos nosotras, que lleva ya directamente a la explanada de la torre.
Aún a riesgo de parecer cursi, puedo decir que no encuentro fácilmente las palabras para describir lo que sentí en aquel momento; parte del pasado y parte del presente aparecían entremezclados, vapuleándome por dentro tanto como el viento lo hacía por fuera por lo que, con la emoción contenida, crucé la pasarela de tablas que conduce hasta el pequeño puente levadizo de la entrada. Adquirimos las entradas combinadas para la torre y el monasterio (10 euros) puesto que aquí había menos cola, dada la temprana hora y entramos directamente al bastión, donde se puede ver una serie de cañones apostados en las aberturas, ilustrando perfectamente el papel de fortaleza defensiva que tuvo la torre desde la época medieval, ante quienes quisieran entrar en la ciudad desde el río. Sin duda, la historia es mucho más larga e interesante, puesto que había un grupo de niños de un colegio sentados en círculo en el suelo, escuchando muy atentamente las explicaciones que les estaban dando. En el camino hacia la escalera, se podían ver las trampillas de hierro que dejaban ver las celdas de los calabozos del sótano, que también se pueden visitar, como así hicimos brevemente, puesto que la torre se utilizó también, entre otras cosas, como prisión. Tras subir unos irregulares y muy altos escalones de piedra, accedimos al primer piso, una terraza desde la que se contemplan unas fantásticas vistas que deben ser, aún mejores desde los pisos superiores. Digo deben ser porque, mientras mis amigas subían hasta el siguiente piso una y las otras dos, a las que les van más las alturas, hasta arriba del todo, yo me quedé allí, recorriéndola tranquilamente, viendo los pináculos que la rematan, las pequeñas garitas de los vigías que están literalmente suspendidas sobre el agua, la imagen gótica de Nossa Senhora de Bom Sucesso, o Virgem das Uvas como también se la conoce, que ocupa una especie de hornacina central y los artísticos balcones, mientras sacaba algunas fotos. Sé que me perdí las vistas, las dependencias, la capilla, pero mi vértigo y mi odio a las escaleras de caracol fueron más fuertes que mis deseos artísticos. Desde luego, la torre es espectacular, claro exponente de la arquitectura manuelina, pero tiene, además, algunos elementos que recuerdan las construcciones italianas, como el gran balcón central. Una vez que hubimos visitado la fortaleza, nos dirigimos hacia el monumento a los Descubridores, encontrándonos en nuestro camino una escultura de un hidroavión en bronce, que conmemora el primer vuelo que cruzó el Atlántico Sur, desde Portugal a Brasil, efectuado por el científico Gago Coutinho y el piloto Sacadura Cabral, en el año 1922. Cruzamos a través de un gran aparcamiento de vehículos, en cuyo suelo, había escrito, con grandes letras negras, un fragmento del poema “El cuidador de rebaños” de Alberto Caeiro en el que, por lo que pude leer, entre ruedas, confiesa su falta de creencia en Dios al no haberlo visto, aunque decía algo así como que si Dios es las flores, los árboles, los montes, el sol, entonces creía en Él a todas horas. La verdad es que me pareció precioso y pensé que cualquier sitio es bueno para que haya poesía. Veíamos a lo lejos el puente 25 de abril y el monumento a Cristo Rey conforme nos íbamos acercando al Pradâo dos Descobrimentos, aunque preferimos hacer las fotos desde la misma puerta del restaurante Já se, al que se accede desde una pequeña pasarela, porque la perspectiva era bastante buena y, como de todas formas no íbamos a subir al monumento… No vimos tampoco la enorme brújula sobre el pavimento pero el tiempo se nos iba echando encima, así que, después de inmortalizarnos con el monumento detrás, nos fuimos ya en dirección al monasterio, pasando al lado de la Doca de Belém, donde había una gran cantidad de yates y barcos de pequeña eslora atracados. Monumento a los Descubridores Esta vez cruzamos por el paso subterráneo y, para mi, hubo otro momento especialmente significativo pues, como a mitad de trayecto estaba un señor mayor, con un aspecto ligeramente descuidado, cantando “a capella” un fado; tenía una gorra en el suelo con dos o tres monedas y la gente transitaba sin pararse, pero yo me quedé un momento escuchándolo pues cantaba con gran sentimiento y la letra, por lo que pude captar, parecía contar la historia de una separación entre dos amantes y él le decía que quería tenerla de nuevo a su lado, para poder contemplar con ella las estrellas en el incomparable cielo de Lisboa. No pude evitar ya que se empañaran los ojos ante la profundidad de su voz y ante la paradoja, porque era ciego. Saliendo ya del túnel, hacia la gran Praça do Imperio, una enorme plaza cuadrada con una gran fuente central, y otras que circundan el perímetro de la plaza a modo de pequeños estanques en los que se sitúa alguna escultura, toda rodeada de cipreses y setos, nos dirigimos al monasterio. La fachada es absolutamente impresionante, larguísima, y con una magnífica portada. Esta tiene un gran arco, enmarcando dos puertas, con un gran trabajo de bajorrelieves y una imagen de la Virgen de Belém. Era cerca de la una y la cola a esa hora era tremenda, pero nosotras pasamos rápidamente al llevar ya la entrada (gracias una vez más a quienes hacían esa recomendación en el foro). Subimos las escaleras y entramos en una dependencia, el coro alto, con una balaustrada de piedra, desde la que se veía toda la iglesia desde arriba. La vista era impresionante porque así se podía apreciar perfectamente la amplísima nave, las columnas, la excepcional bóveda, las vidrieras y una buena perspectiva del altar mayor. Según se explica en una placa, este coro fue la parte que peor llevó el terremoto, con grandes destrozos, por lo que la balaustrada tuvo que ser reconstruida a finales del siglo XIX. En esta zona hay una bella sillería donde se sentaban los monjes para celebrar la oración comunitaria llamada “Oficio Divino”, que se repartía en siete horas a lo largo del día, por lo que subían hasta aquí siete veces. Todos los asientos son distintos y sobre ellos existen varios lienzos representando a los apóstoles y distintos santos. También, en un lateral, hay un cuadro de Santa María Magdalena penitente, iconografía que vimos con frecuencia a lo largo del viaje. Pero quizás lo más destacable es la imagen de Cristo crucificado, obra del escultor flamenco Philippe de Vries, del siglo XVI, que podría quedar perfectamente sobre una canastilla con cuatro hachones. A la salida del coro realizamos un pequeño recorrido por el claustro alto, desde el que se divisaba muy bien todo el patio central, los arcos, las gárgolas y hasta las esculturas que rematan los chapiteles de las torres. Nos dirigimos ya al claustro bajo, una auténtica maravilla. Es difícil comprender cómo se podía trabajar la piedra de esa manera, con esas filigranas y esos detalles diminutos, cada columna y cada arco con un labrado distinto, sin que pudieran desprenderse los delicados remates. Los claustros son una de mis predilecciones, porque son lugares que me transmiten una tranquilidad especial, se me va el tiempo sin que me de cuenta y, en este caso, no me cansaba de mirar y admirar esta magnífica obra, tanto desde las galerías interiores como desde el patio; aquí se podía apreciar mejor todo el conjunto y la mezcla de estilo manuelino y renacentista en la parte superior. Desde luego, el trabajo llevado a cabo por Juan de Castillo en el siglo XVI fue extraordinario y, aunque no conozco apenas nada de este arquitecto, creo que no me equivoco al decir que el monasterio es su obra sublime. En la antigua biblioteca había una exposición titulada “Un lugar en el tiempo” y entré a echar un vistazo pero no me pareció especialmente atractiva, por lo que la vuelta fue más que rápida, puesto que aún quedaba mucho por ver. Unos jóvenes estaban representando una obra de teatro clásico en una de las galerías, pero sólo oímos los aplausos pues, para cuando llegamos a su altura, ya había finalizado y estaban recogiendo el atrezzo. Pasamos a lo que fue el refectorio, una amplia estancia construida en el siglo XVI por Leonardo Vaz, decorada con unas cuerdas de piedra y, en la parte inferior, unos grandes paños de azulejos del siglo XVIII que representan escenas del Antiguo y del Nuevo Testamento, y en el que se encuentran dos pinturas: una Adoración de los Pastores, de autor desconocido y data incierta pues se indicaba que era del XVI-XVII y un San Jerónimo penitente, obra de Avelar Rebelo, también del XVII. En esos días se exponía también un nacimiento realizado en papel, bastante naif. Entramos en la sala capitular, que era la sala en la que se reunían los monjes, construida en el siglo XVI pero reformada posteriormente en el XIX, en la que se encuentra un gran túmulo de mármol, perteneciente a Alexandre Herculano, que fue un historiador y el primer alcalde del municipio de Belém. Contiene varias inscripciones, alguna tan curiosa como ésta: Que más o menos viene a decir: ¿Dormir?-sólo duerme el frío cadáver, que no siente; el alma vuela y se refugia a los pies del Todopoderoso. Detalle de la bóveda de la sala capitular Ya sólo nos quedaba visitar la iglesia para ver más de cerca lo que habíamos contemplado desde las alturas; por tanto, salimos del monasterio pues la iglesia tiene una entrada independiente, al encontrarse fuera y adosada al mismo. Tras pasar la puerta, nos encontramos a ambos lados otros dos túmulos de mármol, el de la izquierda pertenece a Vasco de Gama y el de la derecha a Camôes; los dos ricamente adornados, apoyados en cabezas de leones y con las imágenes de ambos esculpidas en la tapa. Recorrimos la imponente nave de la iglesia hasta llegar al altar mayor; éste es relativamente sencillo y contrasta con el esplendor del gótico tardío de toda la iglesia pues, en lugar de abigarrados trabajos, como cabía esperar también, es mucho más sobria, renacentista y el retablo tiene unos lienzos de bella factura representando escenas de la vida de Cristo, enmarcados por esbeltas columnas, dejando en el centro una preciosa pieza de orfebrería: el Sagrario, realizado en plata. Repartidos por algunos pequeños altares se encuentran diversas imágenes de vírgenes pequeñitas y, en el lado izquierdo del altar mayor se encuentra una bella Sagrada Familia; en el derecho, una imagen de San Jerónimo de la que, según acerté a escuchar a una guía que estaba por allí con un grupo, el rey Felipe II al verla exclamó: “Es tan real que parece que quisiera hablarme”. Otro de los aspectos más interesantes de esta iglesia es la cantidad de personas de la realeza que se encuentran enterradas aquí, por lo que en los extremos más laterales de la nave se encuentran una serie de catafalcos que contienen los restos del rey Manuel I y su esposa María, hija de los reyes Católicos, de Juan III y su esposa Catalina de Austria, hija de Felipe “el Hermoso” y Juana “la Loca”, así como un buen número de los hijos respectivos, entre otros. Hay una tumba que está vacía, pues estaba destinada a Sebastián I, pero éste falleció en la batalla de Alcazalquivir y sus restos nunca fueron traídos. Dimos por concluida ya la visita al monasterio, alegrándonos de haber hecho la mayoría de las fotos del exterior a la ida hacia la torre, cuando no había casi nadie pues, de lo contrario, hubiera sido imposible captar algunas de las imágenes que nos hicimos en la portada. Para mi, Belém es de los sitios que más me han gustado de todos y el monasterio, desde luego, incomparable. Teníamos clara nuestra próxima parada, que no podía ser otra más que la famosa confitería donde venden los pasteis de Belém que, muy comedidas, aún no habíamos probado porque queríamos comprarlos en ese genuino lugar. Cuando llegamos también había bastante cola, pero se movía rápidamente, así que la pequeña espera merecía la pena. La confitería es deliciosa, no sólo por las dulzuras que hacen sino también en cuanto a su decoración; una placa de cerámica indica su antigüedad, pues se inauguró en 1837.Todas las paredes están repletas de vitrinas expositoras, con pasteles y tartas, incluyendo roscones de reyes dadas las fechas, y una amplia vinoteca con una amplia variedad de caldos del país. Tuvimos la tentación de comprar algunos pero no era plan de ir tirando lo que nos quedaba de día con las botellas, y no íbamos a ir al hotel a dejarlas porque ya teníamos un plan más que definido para el almuerzo. Así que nos contentamos con comprar únicamente los pasteles, algunos para nosotras, que degustaríamos después en el postre, y otros para traer. Las cajas se amontonaban ante los mostradores y continuamente las iban rellenando desde unas grandísimas bandejas, pero nosotras preferimos comprarlos en paquetes de seis unidades (5,40 euros) porque así no teníamos que estar con las cajas para arriba y para abajo y, además, era más higiénico, la deformación profesional que no falte. Creo que, en total, compramos unos 12 paquetes. Cuando terminamos en la confitería, nos fuimos corriendo hacia la parada del tranvía que está enfrente de la misma pues veíamos que llegaba uno, aunque como había mucha gente esperando no tendríamos problemas para cogerlo; efectivamente entramos como sardinas en lata, todo el mundo pegado y sin poder casi moverse. Nos dolían hasta las manos de agarrar los bolsos porque hay que tener muchísima precaución, puesto que una señora empezó a decir tras una de las paradas que le habían abierto el suyo y quitado el monedero, al parecer un pequeño grupo de chavales que se habían bajado corriendo, así que cuidado. Nosotras nos bajamos en la parada de Cais de Sodré, porque nuestro plan era ir a Cacilhas para almorzar. Cuando entramos en la estación fluvial vimos por los paneles expositores que salía un barco en seis minutos, así que nos fuimos a todo correr a la ventanilla, compramos los billetes y, otra vez a la carrera nos fuimos hacia el muelle, esta vez entramos todas; ya estaba el barco prácticamente lleno y lo pillamos por los pelos, de hecho empezó a moverse cuando aún no habíamos encontrado sitio para ubicarnos. La parte de abajo estaba repleta, así que subimos por una estrecha escalera a la superior y encontramos cuatro asientos, el día no podía ir mejor. El trayecto en el transbordador es corto pues es justo cruzar a la orilla de enfrente, así que en pocos minutos estábamos desembarcando. Nada más salir te encuentras ya la calle con numerosos restaurantes. Vimos uno de esquina que, en principio, nos gustó, aunque dimos una pequeña vuelta porque no llevábamos ninguno en concreto anotado. Algún que otro camarero estaba en la puerta invitándonos a entrar pero, sin mucho pensar nos fuimos dirigiendo al primero que habíamos visto. La elección se vio corroborada cuando tres agradables ancianos que estaban charlando cerca nos dicen que nos habían visto mirando y que ése era, sin duda el mejor, pero que diéramos un pequeño rodeo antes de entrar como si estuviéramos buscando otro porque el camarero de enfrente los estaba viendo hablar con nosotras y como era conocido no querían tener problemas. Nos reímos con ellos ante la ocurrencia y seguimos su consejo, bordeándolo un poco mientras las fumadoras nos dedicábamos al vicio y, tras unos minutos, entramos. El restaurante se llama Farol y nada más entrar estuvimos seguras de que saldríamos con unos niveles de ácido úrico por las nubes, pero un día era un día. El aspecto era impresionante, pescados fresquísimos y mariscos vivos en pequeños acuarios y un gran salón con un montón de mesas prácticamente corridas y bastante lleno. Nos acomodamos las cuatro en una y empezamos a dilucidar qué nos tomaríamos; no hubo que pensar mucho porque alcanzamos de nuevo la unanimidad al instante: la mayor mariscada que tenían para cuatro, a tenor de lo que entraba en ella y que el precio era bastante aceptable: 85 euros; por menos de 30 euros por cabeza nos íbamos a “poner púas” de langosta, gambas, langostinos unos cocidos y otros flambeados, buey de mar, gambas al ajillo, almejas. Las salsas del flambeado y el ajillo eran tan fantásticas que pedimos por tres veces pan y no nos importó, para nada, hacer barquitos, total no nos conocía nadie….y teníamos el lavatorio de manos allí mismo. Nos tomamos para empezar cuatro cervezas y luego ya nos pasamos al vino, como no podía ser otro, al que nos habíamos abonado durante todo el viaje, buenísimo y frío frío frío. De postre nos tomamos tres ensaladas de fruta y una pidió mango. El camarero era muy simpático, nos hizo algunas fotos para que pudiéramos salir todas; le preguntamos si podíamos tomarnos los pasteles que habíamos comprado con el café y no tuvo el más mínimo inconveniente, además ya estábamos prácticamente solas, así que al ataque…creo que cayeron tres. Con la sensación de esos muñecos tentetiesos que van dando vaivenes nos levantamos, nos despedimos del camarero y dimos una pequeñita vuelta para que se bajara la comida porque si cogíamos inmediatamente el barco nos podía pasar lo que al niño de Paco Gandía. Ya el cielo estaba encapotándose bastante, por lo que tampoco quisimos demorarnos mucho, pues preferíamos dejar el agua cuanto antes, no fuera a ser que se embraveciera más de la cuenta y, entonces, sí que habría riesgo. La vista a esa hora desde el barco era increíble, difícilmente se podía captar en una fotografía. Al llegar a Lisboa nos fuimos andando desde Cais de Sodré hasta la plaza del Comercio; en principio parecía poca distancia pero es un buen paseíto, aunque no nos importó porque había que compensar las comidas que llevábamos ya encima. Desde la plaza nos fuimos a hacer algunas compras a la rua da Prata, porque queríamos ver algunos abalorios, tanto para nosotras como para regalar, pues hay preciosidades y algunas a precios bastante asequibles. Total, echamos ya la tarde por allí y otras calles comerciales. Una de mis amigas quería buscar una librería (aunque no vimos apenas ninguna en esa zona) y comprar algún vino para regalo, así que nos dividimos porque había intereses diferentes y se venía encima la hora de cierre de los establecimientos, por lo que nos encontraríamos de nuevo en la pastelería Suiça. Yo quería comprar algo de música y, justo estábamos hablando de ello cuando veo una tienda pequeñita de la que salía el sonido de los fados. Entramos y estuvimos mirando algunos discos de Amália Rodrigues, íbamos a comprar una colección de tres para intercambiárnoslos luego, cuando la dependienta me pregunta si conozco otras voces más jóvenes y empezamos a charlar sobre ello. Ya habíamos comprado dos de Amália y a mi me recomendó algunos de Dulce Pontes o de Mariza, pero yo tenía ya muchas de las canciones, así que reparé en uno, Para Além da Saudade, de una cantante que no conocía, Ana Moura, y no me lo pensé dos veces. Es una de las mejores opciones que pude hacer, porque es una auténtica maravilla de principio a fin; desde entonces lo tengo en el coche y no pasa un día sin que escuche algo, porque tiene una voz impresionante y las letras son preciosas. Tras tomarnos algo de beber sentadas en la puerta de la confitería, decidimos ir a Chiado por la proximidad y porque teníamos pendiente la cena con fado. Esta era una de las cosas que a mi me hacía especial ilusión, por diversos motivos. Llevaba una serie de lugares recomendados y, como estaba previsto que lo hubiéramos hecho la noche que, teóricamente, íbamos a estar en Alfama, si no íbamos esta noche ya no tendríamos ocasión. Empezamos a buscar algunos de los restaurantes del listado que llevaba y nos encontramos con que la Adega Machado estaba cerrada, el No-No, había cerrado hacía ya varios años y en su lugar había un lugar de copas. Ante esta perspectiva fuimos buscando el Luso o el A Severa; a mi me apetecía especialmente este último por la historia que tiene asociada (María Severa era una prostituta a la que se considera la primera fadista de Lisboa) pero, tanto uno como otro, ofrecían cenas con el espectáculo a unos precios excesivamente elevados puesto que había un mínimo considerable para la consumición y el personal no tenía muchas ganas de cenar. Bueno, una de mis amigas, la verdad es que no quería ir a ninguno, pero como al resto sí nos apetecía pues ganó la mayoría. En casi todos los sitios en los que entramos, la posibilidad de tomar sólo una copa empezaba como dos horas más tarde y tampoco queríamos estar esperando tanto. Al final, después de patearnos todas las calles y, seré sincera, con cierto mosqueo por mi parte, nos decantamos por uno del que nos había dado un folleto una persona de esas que captan clientes, cosa que no nos gustaba demasiado, pero era el único en el que podíamos tomar algo de comer sin que hubiera que pagar una cantidad desorbitada como mínimo. Era el Canto do Camoês (Travessa da Espera, 38), donde, según nos indicaron, actuaban seis profesionales, dos instrumentistas y cuatro cantantes y, según dicen, es una de las pocas verdaderas casas de fado que existen, supongo que por aquello de la publicidad. Cuando llegamos, estaba completo pero nos comentó el mismo señor que nos había dado la información que tenían reservada una mesa para seis personas y que solían esperar unos veinte minutos, si en ese tiempo no se presentaban podíamos ocuparla nosotras, así que esperamos. Transcurrido ese tiempo, tuvimos suerte pues, como no llegaron, nos tocó a nosotras. La mesa estaba en un rincón, al fondo del pequeño local, pero relativamente cerca del escenario, así que yo estaba encantada. Al final pedimos algo para cenar, concretamente dos caldo verde, dos sopas del día, dos ensaladas del chef, una tortilla y yo tomé un escalope de ternera con guarnición que estaba muy bueno. Además, de postre, tres ensaladas de fruta y un capuccino. Todo ello, junto con el cubierto, una cerveza y una botella de vino nos costó 85,50 euros, poco más de lo que en otros lugares cobraban por persona. La mayoría de los fados que cantaron eran de Amália Rodrigues y, a mi particularmente, me encantaron y emocionaron las interpretaciones que hacían por tandas de tres o cuatro canciones y luego se encendían las luces para que se pudiera seguir comiendo. Eran temas clásicos y voces ya mayores, muy diferentes unas de otras, entre las que se encontraban cantantes bastante afamados como Alzira Canede, José Luis o Idália María. En algunos casos cantaban todos juntos, de manera alternativa, desde las distintas esquinas un mismo fado, como si se respondieran unos a otros, y me resultó original. Bueno, no era la idea que yo llevaba en un principio pero no había otra opción mejor, y a mi no me defraudaron; no entiendo del tema y no puedo comparar con otros lugares pero, en mi modesta opinión, hubo calidad, tanto en la comida como en el canto. Cuando finalizamos la cena, que coincidió con el final del primer pase, me apetecía horrores ir al Pavilhao Chinés a tomarme una caipirinha pero, como no quise tensar más la situación, dadas las circunstancias, ni siquiera planteé la cuestión, así que eso quedará para otro viaje, por lo que nos fuimos a tomar un taxi para volver al hotel. El destino hizo que pasáramos precisamente por la puerta del mismo, pero, en vez de tomármelo como una pequeña burla, me conformé viendo que quedaba bastante retirado de donde habíamos cenado y que por allí ya a esas horas ni se veía un alma ni un taxi, con lo cual, lo hubiéramos tenido bastante complicada la vuelta. Está claro que el que no se consuela es porque no quiere. Cuando llegamos al hotel, y para echar fuera un poco de la tensión acumulada, me puse a hacer la maleta, porque a la mañana siguiente teníamos previsto el regreso a Sevilla. Etapas 4 a 6, total 6
Acababa nuestro viaje de la misma manera en que empezó: con lluvia. Bajamos en primer lugar a desayunar, sería nuestra última tostada en la cafetería Danubio, y luego nos acercamos por el coche al aparcamiento de Martin Moniz donde lo dejamos el primer día. No nos salió nada barato pues tuvimos que pagar más de 120 euros, pero como no buscamos ningún otro y tampoco era cuestión de estar pendiente de renovar los tickets porque casi todas las calles que circundan al hotel son zona azul, pues nada, a repartir y, al menos, estuvimos muy tranquilas durante todo el tiempo.
Nos despedimos del chico de la recepción, cargamos las maletas y emprendimos el viaje de vuelta, que ahora resultó mucho más fácil y, esta vez sí, sólo había que seguir el itinerario trazado para la vuelta, que pasaba cerquísima del Cristo Rey. En esta ocasión, la ruta sería algo distinta pues íbamos a almorzar a Elvas, así que tomamos la autovía hasta Estremoz, donde hicimos un alto para tomar el café de media mañana en un área de servicio y aprovechamos para comprar algunos recuerdos, especialmente de corcho, algo muy típico en la zona del Alentejo. Después de dejar bajo mínimos la existencia de monederos y llaveros, continuamos camino a Elvas, con la intención de hacer la visita turística de rigor. Dejamos el coche en un aparcamiento subterráneo de la Praça da Republica y queríamos visitar la que fuera su catedral hasta finales del siglo XIX, pero no pudimos entrar porque estaban preparando algo para una ceremonia o similar, la verdad es que no nos enteramos muy bien, pero realmente la puerta estaba casi cerrada, así que nos contentamos con verla por fuera. Justo delante habían instalado un nacimiento de tamaño natural, algo peculiar, pues las figuras nos recordaron un poco a los ninots, con unas ovejas que casi balaban. Continuamos callejeando un poco sin encontrarnos prácticamente a nadie, imaginamos que la mayoría estaría ya almorzando. Teníamos la idea de visitar el castillo, pero la cuesta por donde había que subir era muy empinada y relativamente estrecha, por lo que pensamos que tendríamos ciertas dificultades para ir con el coche y muchas más para subir a pie y como casi todo lo visitable estaba ya cerrado, menos las tiendas de ropa de hogar, pues no tuvimos más remedio que entrar en una de ellas; una de mis amigas iba buscando unas sábanas de esas denominadas "de pirineo", las demás la acompañamos sólo para mirar, pero al final cayó algo; en mi caso dos juegos de toallas, una para cada uno de mis hijos, de muy buena calidad, con varias piezas intercambiables a juego y un precio estupendo, total, lo típico es lo típico. Cargada con los dos bolsones, nos fuimos a otra tienda de vinos y nada, otras dos bolsas con algunas botellas de Aveleda y Oporto. Así no podíamos ir a ningún sitio y tampoco eran ya horas, por lo que nos fuimos a ver cómo metíamos todo en el maletero porque ya casi no quedaba hueco y a recoger el coche, con lo que nuestra estancia en el casco histórico fue más bien breve. Detalle de una fuente Pasamos por el acueducto da Amoreira, una gran obra de ingeniería para traer el agua a la ciudad desde el manantial de su mismo nombre, que se inició a finales del siglo XV y tardó casi dos siglos en terminarse. Es tan alto y ancho que, cuando pasas por él tienes la sensación de ser un poco “hormiguita” en un coche casi de juguete. Prácticamente a esto se circunscribió nuestro contacto con la parte más artística, así que Elvas tendrá que ser también parada obligada en otro viaje. A esas horas éramos ya más prosaicas, así que nos fuimos a comer. Esta vez, sin ninguna duda, a “El Cristo”, un restaurante que se encuentra a las afueras, un poco escondido si es la primera vez que se va. Como es lógico, en estos casos, nos pasamos y tuvimos que dar la vuelta hasta que nuestra intuición primero, y la indicación de alguien después, nos dijeron que estaba al lado del santuario del Cristo de la Piedad, que se veía desde la carretera, aunque había que tomar por un pequeño camino, hasta llegar al Parque da Piedade, donde habitualmente se celebra la feria. Otra fuente Llegamos sin problemas y estaba hasta los topes; no nos extrañó porque es un lugar muy conocido y muy visitado por el “famoseo”, como da fe la ingente cantidad de fotografías que cuelgan de sus paredes. Había varias familias esperando pero teníamos claro que no nos movíamos de allí, así que esperamos hasta que nos llamaran cuando nos tocara y hubiera mesa libre, entreteniéndonos en saber que por allí habían pasado Julio Iglesias, Raphael, Carmen Sevilla, Los Morancos… Nos dieron una al lado de un ventanal y allí dimos cuenta de otro fantástico almuerzo, compuesto de una sapateira (buey de mar) que nos trajeron para que le diéramos el visto bueno antes de cocerlo, como así hicimos dada la hermosura de la pieza. Este ritual suelen hacerlo con todo bicho grande del mar que se pida, pues iban por las mesas enseñando primero el producto que se quisiera y luego ya lo traían preparado. En tanto estaba el nuestro, nos tomamos unos entrantes consistentes en queso y unos patés de sardina, para calmar algo los estómagos. Además del marisco, pedimos una ensalada y una de las especialidades de la casa, el bacalao dorado, que compartimos de a dos, dada la generosidad del plato. De postre, también para compartir, una especie de pudding y un souflé. Al igual que ya era habitual, la cuenta con cuatro cervezas, vino y café rondó los 20 euros por persona (en esta ocasión no sé qué pasaría con el ticket). Como el almuerzo se prolongó bastante, pues no teníamos ninguna prisa y sí mucho de qué hablar, a pesar de haber estado seis días juntas, cuando salimos emprendimos de nuevo la marcha sin pararnos en ningún sitio hasta que traspasamos la frontera y llegamos a la provincia de Badajoz, ya anochecido. Entramos en una especie de venta, cerca de Zafra, para tomar algo y estirar las piernas y fue de lo más ameno, pues era un lugar que tenía una discoteca para “veteranos”. Nos invitaron a pasar, hecho que no supimos muy bien cómo tomárnoslo, aunque pensamos en positivo y agradecimos el detalle, pero resistimos la tentación del pasodoble, así que volvimos al coche porque la noche se estaba cerrando en agua; de hecho, nada más pasar Mérida caía una auténtica tromba y casi no se veía nada. Afortunadamente, y aunque fueron bastantes kilómetros, pudimos llegar sanas, salvas y cargadas hasta los topes con las compras efectuadas. Ahora, cuando termino de recordar este intenso viaje, creo que no hay mejor forma de concluir su narración que con estos versos, que tomo prestados de la voz de Ana Moura, a los que he alterado un poco el orden para adecuarlos mejor al contexto: Então está tudo dito meu amor Acaba aqui o que não tinha fim... O que é eterno acabou connosco E este é o principio do fim [...] Etapas 4 a 6, total 6
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