Lo mejor: La Plaza Roja
Lo peor: La polución de ambas ciudades
Prescindible: Entrar en la Catedral de San Basilio
Imprescindible: La Plaza Roja por la noche
Preparativos
Llevábamos tiempo queriendo visitar estas dos ciudades. No sabíamos cuando ir: en invierno imposible (quién es el valiente que hace turismo con 20 ó 30 grados bajo cero) y en verano los precios del alojamiento se disparan. Finalmente, tras consultar con algún que otro oriundo, decidimos que la Semana Santa podría ser un buen momento. Las temperaturas están por encima de cero pero todavía queda nieve; no es temporada alta, por tanto los precios de los hoteles se pueden pagar; no hay aglomeraciones en el Hermitage ni en el Kremlin; es fácil conseguir billetes de tren entre Moscú y San Petersburgo…
En primer lugar compramos los billetes de avión, después reservamos los hoteles y más tarde contactamos con una agencia en San Petersburgo en la que hablaban español para que nos compraran los billetes de tren entre ambas ciudades. Una vez hecho esto, comenzaba el auténtico papeleo. Para ir a Rusia se necesita un visado. Hasta ahí, normal. Pero el visado hay que tramitarlo a través de una agencia (y solo hay cuatro agencias habilitadas por la embajada rusa). Además, hace falta un seguro médico y una carta de invitación. Esta última puede conseguirse de algún hotel reservado en Rusia, pero: 1) pueden cobrar por ella y 2) pueden obligar a pagar el importe total de la estancia por anticipado. Las agencias, por un módico precio, pueden llevar todos los trámites a cabo, y como el único momento de pereza de nuestros viajes es el de la burocracia, decidimos pasar por el aro. Así que dos semanas y 214 euros más tarde, teníamos todo lo necesario.
En primer lugar compramos los billetes de avión, después reservamos los hoteles y más tarde contactamos con una agencia en San Petersburgo en la que hablaban español para que nos compraran los billetes de tren entre ambas ciudades. Una vez hecho esto, comenzaba el auténtico papeleo. Para ir a Rusia se necesita un visado. Hasta ahí, normal. Pero el visado hay que tramitarlo a través de una agencia (y solo hay cuatro agencias habilitadas por la embajada rusa). Además, hace falta un seguro médico y una carta de invitación. Esta última puede conseguirse de algún hotel reservado en Rusia, pero: 1) pueden cobrar por ella y 2) pueden obligar a pagar el importe total de la estancia por anticipado. Las agencias, por un módico precio, pueden llevar todos los trámites a cabo, y como el único momento de pereza de nuestros viajes es el de la burocracia, decidimos pasar por el aro. Así que dos semanas y 214 euros más tarde, teníamos todo lo necesario.
San Petersburgo
Decidimos iniciar nuestro viaje en San Petersburgo, así que en cuanto aterrizamos en Moscú, tomamos el tren hasta Beloruskaya y allí el metro hasta Leningradski, desde donde partía nuestro tren. Al llegar allí tuvimos nuestro primer encuentro con la grandiosidad del país. En Rusia, que es el país más grande del mundo, todo es grande (las avenidas, los edificios, la burocracia…). Hasta tal punto, que en la Plaza Leningradski hay tres estaciones de tren (de hecho la llaman la Plaza de las Estaciones). De cada estación parten trenes para diferentes destinos y, como si Murphy (el de la ley) estuviese por allí, encontramos la nuestra a la tercera, y eso que preguntamos varias veces. Ahí también nos dimos cuenta de que hablar idiomas era algo que no iba a servirnos demasiado, así que decidimos aprender algunas palabras en ruso y familiarizarnos con el alfabeto cirílico para poder entender algún que otro cartel.
El tren partía a las 23:59 horas, y desde media hora antes se permitía el acceso al mismo. Sentíamos curiosidad por saber cómo iba a ser el tren: habíamos leído mucho acerca de los trenes en Rusia, y no precisamente cosas buenas. Para este primer trayecto habíamos reservado el tren 004 “Express”. No sabemos el por qué de ese sobrenombre, pues la mayoría de los trenes nocturnos tardan 8 horas en hacer el trayecto y éste no era la excepción.
Cuando anunciaron el número de andén de nuestro tren, nos fuimos para allá. La agencia que nos tramitó los billetes de tren nos envió un billete electrónico. Había otras que nos obligaban, a nuestra llegada a Moscú, a pasar por la agencia física para recoger el billete en mano. Cuando llegamos al vagón correspondiente le dimos el billete a la persona que estaba en la puerta. Otra vez la burocracia rusa aparecía en nuestro camino: tuvo que consultar con un par de compañeros y hacer un par de llamadas telefónicas antes de dejarnos subir. Al parecer el tema de los billetes electrónicos no está muy extendido todavía por allí.
Después de ese momento de incertidumbre, subimos al tren y nos encontramos con una cabina bastante moderna. Tenía un armario, un mueble que era un pequeño lavabo y una mesa con un sofá. El sofá se reconvertía en cama que, junto con una litera superior, formaba el compartimento doble. Las camas, para ser de tren, resultaron ser muy cómodas, y el edredón que disponía cada una, muy calentito.
Exactamente a las 23:59 partió nuestro tren, que llegó a San Petersburgo a las 8:00 en punto, tal y como estaba programado.
Habíamos reservado una habitación en un hotel situado al lado de Nevski Prospekt, que es a San Petersburgo lo que la centenaria Gran Vía a Madrid. Nos costó un poco encontrarlo, pues estaba en un pasaje entre dos calles y la puerta era pequeña y con unas letras solamente en ruso. Pasamos varias veces por delante sin sospechar que eso pudiera ser un hotel, hasta que una amable barrendera, que hablaba un ruso muy fluido, nos condujo hasta la misma puerta (a esas alturas ya pudimos darle las gracias en su idioma).
A pesar de ser una hora tan temprana tenían una habitación libre y nos la dieron. Nuevamente la burocracia hizo aparición en escena: cada vez que un turista llega a un hotel, el personal del hotel hace una copia del pasaporte y del visado para llevarlo al registro de la policía. Una vez hecho este trámite, que suele costar unas horas y unos cuantos rublos, entregan un resguardo al turista que es obligatorio llevar siempre encima por si te para la policía. Como sobre este punto ya estábamos prevenidos, seguimos adelante con nuestro plan: una duchita reparadora y sin más dilación, empezamos a turistear.
El tren partía a las 23:59 horas, y desde media hora antes se permitía el acceso al mismo. Sentíamos curiosidad por saber cómo iba a ser el tren: habíamos leído mucho acerca de los trenes en Rusia, y no precisamente cosas buenas. Para este primer trayecto habíamos reservado el tren 004 “Express”. No sabemos el por qué de ese sobrenombre, pues la mayoría de los trenes nocturnos tardan 8 horas en hacer el trayecto y éste no era la excepción.
Cuando anunciaron el número de andén de nuestro tren, nos fuimos para allá. La agencia que nos tramitó los billetes de tren nos envió un billete electrónico. Había otras que nos obligaban, a nuestra llegada a Moscú, a pasar por la agencia física para recoger el billete en mano. Cuando llegamos al vagón correspondiente le dimos el billete a la persona que estaba en la puerta. Otra vez la burocracia rusa aparecía en nuestro camino: tuvo que consultar con un par de compañeros y hacer un par de llamadas telefónicas antes de dejarnos subir. Al parecer el tema de los billetes electrónicos no está muy extendido todavía por allí.
Después de ese momento de incertidumbre, subimos al tren y nos encontramos con una cabina bastante moderna. Tenía un armario, un mueble que era un pequeño lavabo y una mesa con un sofá. El sofá se reconvertía en cama que, junto con una litera superior, formaba el compartimento doble. Las camas, para ser de tren, resultaron ser muy cómodas, y el edredón que disponía cada una, muy calentito.
Exactamente a las 23:59 partió nuestro tren, que llegó a San Petersburgo a las 8:00 en punto, tal y como estaba programado.
Habíamos reservado una habitación en un hotel situado al lado de Nevski Prospekt, que es a San Petersburgo lo que la centenaria Gran Vía a Madrid. Nos costó un poco encontrarlo, pues estaba en un pasaje entre dos calles y la puerta era pequeña y con unas letras solamente en ruso. Pasamos varias veces por delante sin sospechar que eso pudiera ser un hotel, hasta que una amable barrendera, que hablaba un ruso muy fluido, nos condujo hasta la misma puerta (a esas alturas ya pudimos darle las gracias en su idioma).
A pesar de ser una hora tan temprana tenían una habitación libre y nos la dieron. Nuevamente la burocracia hizo aparición en escena: cada vez que un turista llega a un hotel, el personal del hotel hace una copia del pasaporte y del visado para llevarlo al registro de la policía. Una vez hecho este trámite, que suele costar unas horas y unos cuantos rublos, entregan un resguardo al turista que es obligatorio llevar siempre encima por si te para la policía. Como sobre este punto ya estábamos prevenidos, seguimos adelante con nuestro plan: una duchita reparadora y sin más dilación, empezamos a turistear.
Comenzamos nuestra visita por la Plaza del Palacio, enorme plaza en la que se encuentra el Palacio de Invierno, que alberga el Hermitage (nota de los guionistas: hemos visto este nombre escrito con y sin hache, por lo que damos por supuesto que es válido en ambos casos). En esta plaza tuvieron lugar algunos de los hechos más importantes de la historia de Rusia, como el Domingo Sangriento de 1905. De todas formas, si queréis saber algo más de la historia de este país, os comunicamos desde ya que este blog no es el sitio.
Decidimos aplazar la visita del museo para otro día, y al bordear el Palacio y llegar al río Neva tuvimos una vista impresionante: casi todo el río estaba congelado, y no precisamente por una fina capa de hielo. No queremos ni imaginar el frío constante que debe hacer allí en invierno para que semejante mole de agua se congele de esa manera. Cruzamos el puente Dvortsovi y llegamos a la isla Vasilievski, por la que dimos un paseo. Tras esto, nos encaminamos a la Fortaleza de Pedro y Pablo, pero antes no pudimos resistir la tentación y caminamos un poco sobre el hielo del río. No quisimos adentrarnos mucho para no llevarnos un susto.
Entramos en la Fortaleza por la puerta de atrás, y nos dirigimos directamente a la Catedral de San Pedro y San Pablo, que está coronada por una aguja que se distingue desde muchos puntos de la ciudad y que alcanza una altitud de 122,5 metros, convirtiendo el edificio en el más alto de la ciudad, la catedral en la más alta de Rusia y en la sexta más alta de Europa (según la guía de National Geographic). Salimos de la Fortaleza por la puerta principal y, tras atravesar el puente de la Trinidad, hicimos un alto para comer.
De camino a nuestro hotel para la obligatoria siestecita reparadora, pasamos por la Iglesia del Salvador de la Sangre Derramada. Este edificio es un espectáculo digno de ser contemplado. Quizá no sea tan famosa como la Catedral de San Basilio, pero será por la ubicación de esta última en la Plaza Roja. El interior también es digno de verse. Además, hay una pequeña maqueta a escala 1:180 muy curiosa.
De camino a nuestro hotel para la obligatoria siestecita reparadora, pasamos por la Iglesia del Salvador de la Sangre Derramada. Este edificio es un espectáculo digno de ser contemplado. Quizá no sea tan famosa como la Catedral de San Basilio, pero será por la ubicación de esta última en la Plaza Roja. El interior también es digno de verse. Además, hay una pequeña maqueta a escala 1:180 muy curiosa.
Por la tarde dimos un paseo y vimos el Almirantazgo, la Plaza de los Decembristas y el Jinete de Bronce que hay en el centro, la Catedral de San Isaac y la Plaza de los Teatros, donde se encuentran el Conservatorio Estatal de música de San Petersburgo y el teatro Marinski. Acabamos el recorrido en la Catedral de San Nicolás. Tras este paseo, decidimos ir a cenar a The Idiot, un sitio muy agradable lleno de turistas (todo hay que decirlo), ubicado en un sótano y donde cenamos muy bien. Digno de ser visitado.
A la mañana siguiente tomamos el metro por primera vez en San Petersburgo. No sabemos si es el más profundo del mundo, pero debe andar cerca. La idea era dar un agradable paseo por lo que llaman las islas del norte, que son la isla Kamenni, la Kestovski y la Yelagin (toda ella peatonal). Están llenas de parques, que en verano deben ser una gozada, pero a finales de marzo están cubiertas de una considerable capa de nieve que empieza a derretirse, con lo que todo era una especie de chapapote que no sabíamos por donde pisar. Además, estaba claro que a los árboles les quedaba todavía una temporadita para florecer. Así que, aunque conseguimos alguna que otra imagen peculiar, a mitad de ruta decidimos abortar el paseo, por el bien de los bajos de nuestros pantalones principalmente.
A la mañana siguiente tomamos el metro por primera vez en San Petersburgo. No sabemos si es el más profundo del mundo, pero debe andar cerca. La idea era dar un agradable paseo por lo que llaman las islas del norte, que son la isla Kamenni, la Kestovski y la Yelagin (toda ella peatonal). Están llenas de parques, que en verano deben ser una gozada, pero a finales de marzo están cubiertas de una considerable capa de nieve que empieza a derretirse, con lo que todo era una especie de chapapote que no sabíamos por donde pisar. Además, estaba claro que a los árboles les quedaba todavía una temporadita para florecer. Así que, aunque conseguimos alguna que otra imagen peculiar, a mitad de ruta decidimos abortar el paseo, por el bien de los bajos de nuestros pantalones principalmente.
Una vez de vuelta a la ciudad, dimos un paseo por la zona de Tsentralni, donde vimos el Castillo de Miguel, la animada calle Malaya Sadovaya (donde pasamos por delante de un restaurante español con el original nombre de Don Pepe), para terminar en unos curiosos grandes almacenes llamados Gostini Dvor.
Terminamos el día pasando de nuevo por la Plaza del Palacio para verla iluminada.
Al día siguiente le tocó el turno al Hermitage. Casualidades de la vida, resultó que el primer jueves de cada mes la entrada es gratuita y justo ese día cumplí las condiciones. Habíamos oído que era un museo muy caro y nosotros íbamos con varias tarjetas de crédito y nuestro correspondientes (falsos) carnés de estudiantes, y cuando llegamos a la taquilla vemos un cartel anunciando que ese era nuestro día de suerte.
Una vez pasamos por el obligatorio guardarropa para dejar los abrigos y las mochilas, iniciamos la visita. Desafortunadamente, la entrada principal con su espectacular escalera, cuya fotografía habíamos visto innumerables veces, estaba en obras y estaba absolutamente todo tapado por lonas y andamios.
No vamos ahora a relatar todo lo que se puede ver en este museo. Sería muy extenso y no nos pagan lo suficiente por escribir esto. Sí diremos que no podríamos decir si nos gustó más el contenido o el continente. Después de visitarlo comprendimos por qué la entrada es bastante cara: se ven dos museos en uno. El edificio, con sus salones espectaculares, ostentosos y recargados, es ya de por sí espectacular. Y luego las obras de arte que contiene, un poco de todo, son muy interesantes. Para recorrer entero el museo hay que emplear 4 ó 5 horas, pero es un sacrificio que realmente merece la pena.
Ese día, la siesta fue más larga de lo deseado. Cuando por fin nos animamos a levantarnos, ya estaba anocheciendo, así que aprovechamos para acercarnos a la Iglesia del Salvador de la Sangre Derramada para verla iluminada. Totalmente recomendable el paseo.
El día siguiente iba ser nuestro último día en la ciudad. Una de las visitas obligadas de San Petersburgo es la excursión al Palacio Peterhof, donde se puede disfrutar de sus fuentes y de sus parques. Pero debido a que las fuentes no empezaban a funcionar hasta finales de mayo, y nuestra anterior experiencia con parques había sido un desastre, decidimos no llevarla a cabo. Uno de los inconvenientes de visitar esta ciudad en otra época distinta del verano es que los parques están intransitables, y éstos son una parte muy importante de la ciudad.
Así pues, una vez decidido que Peterhof lo dejábamos para otra futura ocasión, tomamos el metro y visitamos el Convento y la Catedral de Smolni. Allí subimos a lo alto de la torre de la catedral desde donde se obtiene una vista bonita, pero un tanto alejada de la ciudad.
Terminamos el día pasando de nuevo por la Plaza del Palacio para verla iluminada.
Al día siguiente le tocó el turno al Hermitage. Casualidades de la vida, resultó que el primer jueves de cada mes la entrada es gratuita y justo ese día cumplí las condiciones. Habíamos oído que era un museo muy caro y nosotros íbamos con varias tarjetas de crédito y nuestro correspondientes (falsos) carnés de estudiantes, y cuando llegamos a la taquilla vemos un cartel anunciando que ese era nuestro día de suerte.
Una vez pasamos por el obligatorio guardarropa para dejar los abrigos y las mochilas, iniciamos la visita. Desafortunadamente, la entrada principal con su espectacular escalera, cuya fotografía habíamos visto innumerables veces, estaba en obras y estaba absolutamente todo tapado por lonas y andamios.
No vamos ahora a relatar todo lo que se puede ver en este museo. Sería muy extenso y no nos pagan lo suficiente por escribir esto. Sí diremos que no podríamos decir si nos gustó más el contenido o el continente. Después de visitarlo comprendimos por qué la entrada es bastante cara: se ven dos museos en uno. El edificio, con sus salones espectaculares, ostentosos y recargados, es ya de por sí espectacular. Y luego las obras de arte que contiene, un poco de todo, son muy interesantes. Para recorrer entero el museo hay que emplear 4 ó 5 horas, pero es un sacrificio que realmente merece la pena.
Ese día, la siesta fue más larga de lo deseado. Cuando por fin nos animamos a levantarnos, ya estaba anocheciendo, así que aprovechamos para acercarnos a la Iglesia del Salvador de la Sangre Derramada para verla iluminada. Totalmente recomendable el paseo.
El día siguiente iba ser nuestro último día en la ciudad. Una de las visitas obligadas de San Petersburgo es la excursión al Palacio Peterhof, donde se puede disfrutar de sus fuentes y de sus parques. Pero debido a que las fuentes no empezaban a funcionar hasta finales de mayo, y nuestra anterior experiencia con parques había sido un desastre, decidimos no llevarla a cabo. Uno de los inconvenientes de visitar esta ciudad en otra época distinta del verano es que los parques están intransitables, y éstos son una parte muy importante de la ciudad.
Así pues, una vez decidido que Peterhof lo dejábamos para otra futura ocasión, tomamos el metro y visitamos el Convento y la Catedral de Smolni. Allí subimos a lo alto de la torre de la catedral desde donde se obtiene una vista bonita, pero un tanto alejada de la ciudad.
Para volver desde allí decidimos hacerlo en trolebús, y al preguntar a un chico joven si podía ayudarnos, dio la casualidad de que estaba aprendiendo español. Fue muy amable y nos acompañó hasta el cambio de trolebús que teníamos que hacer. A cambio, pudo practicar su español con nosotros.
Decidimos emplear nuestras últimas horas en San Petersburgo paseando por Nevski Prospekt, dejándonos arrastrar por la muchedumbre y disfrutando de los singulares edificios que pueblan dicha avenida.
Decidimos emplear nuestras últimas horas en San Petersburgo paseando por Nevski Prospekt, dejándonos arrastrar por la muchedumbre y disfrutando de los singulares edificios que pueblan dicha avenida.
A una hora prudencial, volvimos al hotel para recoger las mochilas e irnos a la estación, pues a las 23 horas salía el tren que nos iba a llevar de vuelta a Moscú.
En esta ocasión habíamos reservado un compartimento en el tren 025 “Smena”. Como no podía ser de otra manera, la persona encargada de nuestro vagón tuvo que preguntar a un colega y hacer un par de llamadas telefónicas cuando le entregamos nuestro billete electrónico. Finalmente pudimos subir y nos encontramos con una cabina un poco más antigua que a la ida, pero en la que había un par de cajas con un tentempié a modo de cena, y donde la camarera nos ofreció tres posibilidades de desayuno, que al parecer estaban incluidas en el precio.
Una vez más, con una puntualidad suiza que a partir de ese momento empezó a llamarse puntualidad rusa, el tren partió a las once y llegó a Moscú a las siete en punto, como tenía programado.
En esta ocasión habíamos reservado un compartimento en el tren 025 “Smena”. Como no podía ser de otra manera, la persona encargada de nuestro vagón tuvo que preguntar a un colega y hacer un par de llamadas telefónicas cuando le entregamos nuestro billete electrónico. Finalmente pudimos subir y nos encontramos con una cabina un poco más antigua que a la ida, pero en la que había un par de cajas con un tentempié a modo de cena, y donde la camarera nos ofreció tres posibilidades de desayuno, que al parecer estaban incluidas en el precio.
Una vez más, con una puntualidad suiza que a partir de ese momento empezó a llamarse puntualidad rusa, el tren partió a las once y llegó a Moscú a las siete en punto, como tenía programado.