LA COSTA (AZUL) DE LOS PINTORES
En la segunda quincena de septiembre de 2010 fuimos hasta la Costa Azul para pasar unos días de descanso. Buscábamos buen tiempo pero no precisamente playa, así que, siguiendo el consejo de un amigo, empezamos a mirar en Internet hoteles en la zona de Saint Paul de Vence dentro de la región francesa de Provence-Côte d’Azur, concretamente en el departamento de Alpes-Maritimes. Pronto vimos que en Saint Paul de Vence -lugar tremendamente turístico- había poco y caro, la mayoría de los hoteles están en las inmediaciones.
Queríamos un sitio tranquilo, acogedor y con piscina. Dentro de las distintas opciones nos inclinamos por el Hotel Marc-Hély (http://www.hotel-marc-hely.com/fr/index.php), un tres estrellas a unos tres kilómetros de Saint Paul, a un kilómetro de La Colle sur Loup y a unos viente de Niza. Fue una elección acertada. Se trata en realidad de una antigua masía provenzal convertida ahora en un pequeño hotel de diez habitaciones confortables, acogedoras, todas ellas con una pequeña terraza frente al recinto amurallado de Saint Paul de Vence que aparece suspendido en lo alto de una colina. Entre Saint Paul y el hotel casas de estilo provenzal, con sus paredes de color ocre y sus tejados rojiblancos, separadas entre sí por exuberante vegetación mediterránea: higueras, plátanos, olivos, naranjos, pinos sombrilla con enormes copas de un verde intensísimo o inmensos cipreses extendiéndose hacia el cielo.
Queríamos un sitio tranquilo, acogedor y con piscina. Dentro de las distintas opciones nos inclinamos por el Hotel Marc-Hély (http://www.hotel-marc-hely.com/fr/index.php), un tres estrellas a unos tres kilómetros de Saint Paul, a un kilómetro de La Colle sur Loup y a unos viente de Niza. Fue una elección acertada. Se trata en realidad de una antigua masía provenzal convertida ahora en un pequeño hotel de diez habitaciones confortables, acogedoras, todas ellas con una pequeña terraza frente al recinto amurallado de Saint Paul de Vence que aparece suspendido en lo alto de una colina. Entre Saint Paul y el hotel casas de estilo provenzal, con sus paredes de color ocre y sus tejados rojiblancos, separadas entre sí por exuberante vegetación mediterránea: higueras, plátanos, olivos, naranjos, pinos sombrilla con enormes copas de un verde intensísimo o inmensos cipreses extendiéndose hacia el cielo.
El hotel cuenta además con jardín y piscina. El precio de la habitación doble son 115€ más 10€ por persona para el desayuno que es la única comida que ofrece. Teníamos miedo de que el hecho de tener que hacer las comidas fuera, sobre todo la cena, resultase incómodo por la necesidad de desplazarnos hasta uno de los pueblos para cenar porque el hotel, aunque está en una zona poblada, se encuentra más bien en la carretera hacia La Colle y justo al lado no había ningún restaurante. Sin embargo, al final, no supuso ninguna desventaja, más bien al contrario, nos permitió descubrir la gastronomía de la zona, sabrosa en casi todos los sitios en los que cenamos. Desde luego, lo ideal es tener coche para los desplazamientos, pero tampoco es imperativo. Hasta el pueblo de La Colle se puede ir andando en menos de diez minutos y se puede llegar en transporte público a prácticamente todos los sitos.
Nos gustó sobremanera el restaurante L’Auberge Provençale, en el pueblo de La Colle sur Loup, con una muy buena relación calidad/precio, en donde cenamos dos veces estupendamente en su agradable terraza -ya con poca gente debido al final de la estación- frente a la que fue plaza del Ayuntamiento y hoy es la plaza central de un pueblo muy bonito por el que merece la pena pasear. Su historia se remonta al siglo XI, aunque fue en el siglo XIX cuando conoció un mayor desarrollo como productora de rosas para las fábricas de perfume de Grasse. Conserva una parte antigua interesante, con casas bien restauradas y calles peatonales, en septiembre tranquilas, pero llenas de gente en verano. Cerca del pueblo se encuentra además el parque natural de la rivera del río Loup, que en su descenso hacia el mar erosionó las pequeñas montañas de lo que se llaman los Pre-Alpes formando gargantas y acantilados acondicionados ahora en rocódromos a donde acuden aficionados al alpinismo. El río, que discurre al lado de árboles centenarios, tiene a veces pequeñas playas de cantos rodados y lugares en los que se practica el kayac.
Al elegir esta zona yo esperaba reencontrarme no sólo con los paisajes, sino también con los olores, los colores y los sonidos de la Provence que tanto me gustan. No fue del todo así. La razón es que en en septiembre (o al menos este año) ya no hace calor, ya no hay sensación de clima seco, ya no huele a pino, las chicharras ya no cantan y ya no hay campos de lavanda en flor. La temperatura no superó nunca los 24º y un par de días estuvieron nublados. Así que en nuestro primer día, que amaneció nublado, y siguiendo el consejo de la dueña del hotel nos dirigimos hacia la costa porque -parece ser- las montañas de la zona retienen las nubes mientras que en la costa puede estar despejado. Efectivamente, en cuanto nos acercamos al mar ya lucía el sol. Habíamos decidido ir a conocer el Cap Ferrat, así que llegamos a Niza, capital de la Riviera Francesa, cruzamos toda la bahía que es inmensa, vimos la playa -de piedra y con zonas privadas acotadas-, pasamos por delante del mítico Hotel Negresco en la Promenade des Anglais y continuamos por lo que se llama “la petite corniche”, que bordea todo el litoral, hacia el Cap Ferrat. Nos sorprendió la extensión de la ciudad que se estira por las colinas adyacentes, llenas de edificaciones pero también de vegetación haciéndolo más agradable a la vista. La ciudad no es sólo “glamour”, tiene una parte antigua “le Vieux Nice” muy bonita, con callejuelas estrechas, edificios que recuerdan las ciudades italianas por los colores de las fachadas y las persianas de láminas de madera en fuertes tonos. De cuando en cuando plazas llenas de terrazas y animación. Montones de restaurantes. En el antiguo “marché aux fleurs” se suceden uno trás otro ocupando toda la calle. Hay además muchos edificios interesantes, barrios residenciales de lo más agradable, como por ejemplo el barrio en el que se encuentran, entre otros, los museos de Matisse y Chagall. Porque en Niza se pueden ver además museos interesantes. La Costa Azul atrajo a muchos artistas, no sólo a Matisse, que vivió en Niza desde 1917 hasta su muerte, o Chagall que desde 1966 y durante veinte años vivió en Saint Paul de Vence, también a Picasso, Renoir o Signac, entre los más conocidos. Nosotros volvimos otro día para ver estos dos museos. El museo Matisse ocupa un antiguo palacio del siglo XVII de estilo genovés en la Avenue des Arènes de Cimiez, en el número 164. Es interesante, aunque no hay grandes obras conocidas del pintor. En ese momento había una exposición temporal sobre Matisse y Lydia Delectorskaya que fue su ayudante y su musa durante muchos años. La entrada es libre.
Cerca de allí, en la Avenue Docteur Ménard, está el museo Chagall que ocupa un edificio moderno. No es muy grande pero tiene una buena colección de cuadros del pintor y el precio de la entrada, 9,50€, incluye una audio-guía, en montones de lenguas, pero no en español. Cosa curiosa. Ante nuestra sorpresa nos respondieron que había pocos visitantes de lengua hispana. Nos animaron a que reclamásemos a la dirección.
Pero ese primer día, a la ida, no paramos en Niza. Atravesamos Villefranche sur mer, con una bonita playa de arena, aguas azul turquesa, y sus villas colgadas de la colina frente al mar, para continuar hasta el Cap Ferrat que debe de ser uno de los lugares más exclusivos de la Costa Azul, con enormes villas que se adivinan únicamente porque los altísimos muros que las protegen y los enormes árboles de sus fincas impiden las miradas curiosas. Hay cámaras de seguridad por todas partes. Las que están menos escondidas recuerdan las villas romanas, con fachadas pintadas de colores pastel, generalmente rematadas con una greca decorada con motivos florales. Parece ser que muchas de estas villas están pasando de manos de sus antiguos propietarios a las manos de los nuevos multimillonarios rusos que invierten sus dineros en la Costa Azul. La más impresionante de todas es la Villa de la familia Rothschild, llamada Villa Ephrussi, un auténtico palacio justo en el centro del cabo y en una pequeña colina en la que se alza una especie de templete que se ve desde toda la península. Se pueden visitar tanto sus jardines como su interior y su colección de arte, pero nosotros no lo hicimos. En realidad no nos enteramos hasta después de su existencia, aunque sí nos había llamado la atención aquel templete que sobresalía por encima de los árboles.
Además de las villas hay un núcleo de población, Saint Jean de Cap Ferrat, de aspecto muy mediterráneo, también con fachadas de colores, grecas, ventanas con persianas de láminas de madera y muchas de ellas con pinturas trampantojo reproduciendo ventanas, naturalmente cerradas con persianas, para dar un equilibrio visual a la fachada. En la parte alta, pegado a la iglesia, se encuentra un cementerio marino precioso, la mayoría de sus tumbas con vistas al mar azul del Mediterráneo. Parafraseando a George Brassens, se diría que los muertos pasan su tiempo en eternas vacaciones. No podía faltar el puerto deportivo con montones de yates y terrazas animadísimas desde donde se puede hacer una senda costera en una especie de pequeña península que se desprende del cabo. Es un paseo muy bonito. Merece la pena acercarse hasta aquí y recorrer la zona.
La vuelta a Niza la hicimos por lo que se llama “la moyenne corniche” a media altura de la colina. Atraviesa las villas de Villefranche y las vistas sobre el mar y sobre el Cap Ferrat son espectaculares. Y todavía hay otra carretera entre Niza y Mónaco por la cima de la colina (“la grande corniche”) cuyas vistas serán -supongo- aún más espectaculares.
Al día siguiente fuimos a cenar a Sant Paul de Vence. El restaurante La Colombe d’Or a la entrada de Saint Paul fue la peor relación calidad/precio. Es también hotel y ocupa un importante edificio con una terraza y unas vistas espectaculares. Desde los años veinte del pasado siglo, cuando el hotel se llamaba “Le Robinson”, se daban cita allí las grandes figuras del mundo del arte, desde pintores como Matisse, Renoir o Chagall, escritores como Prévert, Gide o Cocteau o incluso actores como Yves Montand y Romy Schneider, entre muchos otros. Y en cierto modo el hotel es un museo por las obras de arte que conserva. Nosotros cenamos en la terraza bajo un mural de cerámica de Fernand Léger. Naturalmente, tanto el hotel como el restaurante son caros y la comida no tiene nada de especial, únicamente el marco, eso sí. Bueno, todo el pueblo medieval de Saint Paul de Vence, que forma un conjunto histórico-artístico interesantísimo, está orientado al turismo, lleno de importantes galerías de arte, anticuarios, restaurantes y tiendas de todo tipo. Encaramado en una colina y protegido enteramente por sus murallas es sin duda uno de los más bonitos que se puedan visitar. Al pasear por la muralla con aquellas vistas impresionantes se entiende la fascinación que ejerció y que continúa ejerciendo Saint Paul. Supongo que en verano resultará atosigante por las multitudes que habrá allí paseando por aquellas callejuelas estrechas, y no creo que se pueda disfrutar del lugar, pero ahora, ya al final de la estación, había poca gente y el pueblo, con su calles empedradas, sus casas de piedra, entre las que sobresale la Capilla de los Penitentes Blancos en lo alto del pueblo, sus rincones, todo tan bien cuidado y con buen gusto, es una delicia.
Al día siguiente fuimos a cenar a Sant Paul de Vence. El restaurante La Colombe d’Or a la entrada de Saint Paul fue la peor relación calidad/precio. Es también hotel y ocupa un importante edificio con una terraza y unas vistas espectaculares. Desde los años veinte del pasado siglo, cuando el hotel se llamaba “Le Robinson”, se daban cita allí las grandes figuras del mundo del arte, desde pintores como Matisse, Renoir o Chagall, escritores como Prévert, Gide o Cocteau o incluso actores como Yves Montand y Romy Schneider, entre muchos otros. Y en cierto modo el hotel es un museo por las obras de arte que conserva. Nosotros cenamos en la terraza bajo un mural de cerámica de Fernand Léger. Naturalmente, tanto el hotel como el restaurante son caros y la comida no tiene nada de especial, únicamente el marco, eso sí. Bueno, todo el pueblo medieval de Saint Paul de Vence, que forma un conjunto histórico-artístico interesantísimo, está orientado al turismo, lleno de importantes galerías de arte, anticuarios, restaurantes y tiendas de todo tipo. Encaramado en una colina y protegido enteramente por sus murallas es sin duda uno de los más bonitos que se puedan visitar. Al pasear por la muralla con aquellas vistas impresionantes se entiende la fascinación que ejerció y que continúa ejerciendo Saint Paul. Supongo que en verano resultará atosigante por las multitudes que habrá allí paseando por aquellas callejuelas estrechas, y no creo que se pueda disfrutar del lugar, pero ahora, ya al final de la estación, había poca gente y el pueblo, con su calles empedradas, sus casas de piedra, entre las que sobresale la Capilla de los Penitentes Blancos en lo alto del pueblo, sus rincones, todo tan bien cuidado y con buen gusto, es una delicia.
Extra muros, al lado sur de la muralla, se encuentra el cementerio, la mayoría de las tumbas con macetas de flores. Entrando, en el ala de la derecha, una de las primeras es la tumba de Marc Chagall. Se distingue porque tiene un gran arbusto en su cabecera. Llama también la atención un gran corazón sobre la lápida formado por pequeñas piedras que los visitantes van añadiendo a modo de ofrenda, siguiendo la costumbre judía de colocar piedrecitas en lugar de flores. La Oficina de turismo de Saint Paul de Vence organiza visitas guiadas tras los pasos de Chagall.
A la salida del pueblo, se encuentra la fundación Maeght, de visita imprescindible a pesar del precio de la entrada, 14€. Inaugurada en 1964, en plena naturaleza, con un edificio rodeado de pinos sombrilla centenarios y diseñado por Josep Lluis Sert (sobrino de José María Sert), tiene un parque en el que se pueden ver esculturas de Calder, Miró, Léger, Giacometti y Chillida, entre otros. En el interior pueden verse obras de diversos artistas y en ese momento había además una exposición temporal de Giacometti. El marco es fantástico y el conjunto merece la pena.
A pocos kilómetros de allí está Vence, población bastante más importante que el resto de los pueblos de los alrededores. Tiene una parte moderna sin mucho interés pero también una parte antigua interesante y animada, con callejuelas y bonitas plazas llenas de terrazas. Allí cenamos algo muy original: flores de calabacín rellenas de rape y azafrán. Bonito y delicioso.
Pero a Vence se va sobre todo a visitar la capilla de Nuestra Señora del Rosario de Matisse. Matisse, que había alquilado una villa en Vence en 1944 -parece ser que huyendo de los bombardeos de Niza-, acepta realizar el diseño de la Capilla del Rosario que la Orden Dominicana quiere construir en la ciudad, por amistad con una de sus religiosas, soeur Jacques-Marie, que había sido su modelo y enfermera antes de profesar en ese convento. Se trata de una pequeña capilla que pasa casi desapercibida, de paredes blancas y tejas azules coronadas por una cruz historiada de hierro forjado. En el interior, de gran simplicidad, contrastan los colores blancos de las paredes con los colores puros de las vidrieras. Todo es sencillo, tanto los dibujos de grueso trazo negro sobre las paredes como el altar, mobiliario y objetos litúrgicos, todo ello diseñado por el propio Matisse. Pero ojo a los horarios (nosotros tuvimos que ir dos veces): martes y jueves, de 10 a 11,30 y de 14 a 17; lunes, miércoles y sábados, de 14 a 17.
Ese día, después de Vence continuamos hasta Grasse pasando por Tourette sur Loup que forma, junto con Saint Paul y Gourdon, lo que se llama el triángulo de oro de los pueblos medievales de la Costa Azul, todos ellos colgados en las colinas, amurallados y con un panorama espectacular que en el caso de Gourdon se extiende desde Niza hasta más allá de Antibes.
Grasse ya está fuera de este circuito, aunque el hecho de haber sido el escenario del bestseller “El perfume” la da un atractivo especial. No está tampoco lejos, unos 20 kilómetros desde nuestro hotel, menos desde Vence, así que se llega pronto, y los paisajes que se van atravesando son bonitos, puramente provenzales. Grasse, antigua capital mundial del perfume, vive desde hace siglos por y para esta actividad. La ciudad, aunque no es espectacular, sí merece una visita. Es un poco desigual, tiene partes un tanto degradadas pero otras son bonitas y agradables, tiene también una catedral del siglo XIII que guarda, entre otros, tres cuadros de Rubens. Hay además un museo del perfume, bastante turismo y muchas tiendas de perfumes y souvenirs.
Son numerosas las fábricas de perfumes y en tres de ellas organizan visitas guiadas. Nosotros visitamos la de Fragonard que se encuentra en el centro de Grasse. Tiene visitas guiadas en francés e inglés y en una hora te explican el procedimiento de fabricación desde la recogida de las flores hasta el envase final. Las visitas son gratuitas y además puedes ver también su colección de objetos antiguos relacionados con el perfume y la toilette: preciosísimas cajas de jabón, antiguos frascos de perfume, miniaturas para esencias que se colgaban del cuello o de la cintura para evitar el contagio en caso de peste, neceseres de viaje…Son objetos curiosos presentados como si fuese un museo.
Otro de los pintores de la Costa Azul fue Renoir. Una de las tardes nos acercamos hasta Cagnes sur Mer, muy cerca de nuestro hotel, para ver su museo. Renoir, quien por razones de salud pasaba los inviernos en esa zona, queda deslumbrado por una finca de olivos casi milenarios y una pequeña granja en lo alto de Cagnes: Les Collettes. Compra la finca y decide instalarse aquí con su familia en la propia granja, aunque al final mantiene la granja tal cual y construye una casa mayor que le permita vivir, pintar y recibir a sus amistades. Será en 1908 cuando la familia se instala definitivamente. Desde entonces allí pasará todos los inviernos y allí pintará muchos de sus cuadros más conocidos. El acceso a la finca es libre y sólo contemplar los viejísimos olivos de nudos retorcidos, la granja, las reproducciones de los cuadros que Renoir hizo de esos rincones, las vistas sobre el viejo Cagnes y el mar, respirar el ambiente en el que se movió el pintor, ya merece la pena. El acceso a la casa cuesta 4€ más 3€ para una visita guiada. La casa se conserva igual que en vida de Renoir y, aunque no hay muchos cuadros originales, siempre es interesante conocer detalles sobre su vida, ver su taller, los espacios en los que se movió y creó tantas obras (en el interior no permiten hacer fotografías, igual que en museo de Matisse).
La parte nueva de Cagnes sur mer no tiene ningún interés, es una localidad costera orientada al turismo de playa y más bien fea. Sin embargo hay que ir a conocer la parte antigua “le Vieux Cagnes”, también en una colina, con rincones encantadores y un castillo medieval de la familia Grimaldi, dueños de estas tierras durante siglos. En la parte alta, al pie del castillo está la plaza principal con grupos de gente echando reñidas partidas a la petanca, ese juego tan característico del sur de Francia. Dirimían sus diferencias sacando un metro para medir con exactitud la distancia de cada bola. El señor de la gorra amarilla era todo un personaje. Y en la otra cancha, un inglés afincado en Cagnes, nos explicó cómo había cogido gusto a eso de la petanca. Si no lo hubiéramos visto desde el Museo Renoir no se nos habría ocurrido subir hasta allí para descubrirlo. Y habríamos dicho que Cagnes sur mer no valía la pena. Pero no, en Cagnes hay que ir al museo primero y al viejo Cagnes después.
Pensábamos dedicar a Antibes nuestra última mañana, antes de iniciar el viaje de regreso. Ese día amaneció lloviendo y cuando llegamos a Antibes casi diluviaba. Así que nuestro proyecto de hacer un paseo en barco para ver el Cap d’Antibes fue imposible de realizar. Cruzamos la población en coche y fuimos hasta el cabo para ver algo, pero, quizás por la lluvia, lo cierto es que Antibes nos decepcionó y el Cap d’Antibes no tiene nada que ver con el Cap Ferrat. De haber tenido más tiempo hubiéramos ido al Museo Picasso porque también Picasso se dejó seducir por la luz de esta región y aquí vivió durante bastantes años. Pero en lugar de eso decidimos continuar viaje y hacer un alto en Aix-en-Provence, caso de no llover y efectivamente el tiempo nos respetó, aunque acabó lloviendo.
Aix-en-Provence es la ciudad más representativa de la Provenza. Nos encantó. Tiene un riquísimo patrimonio histórico-cultural además de una intensísima animación. Calles llenas de gente, terrazas en todas las plazas, avenidas arboladas con plátanos centenarios, casonas, palacios, iglesias, la catedral de Saint Sauveur con su minúsculo claustro románico encantador y, por todas partes, señaladas en el suelo, las huellas de Cézanne. Pero en este caso Aix es la ciudad natal del pintor y fue él quien atrajo a otros pintores hacia estas tierras de luz y color. Pero descubrir el Aix de Cézanne, tendrá que ser para otra vez. Otra razón más para volver.
Aix-en-Provence es la ciudad más representativa de la Provenza. Nos encantó. Tiene un riquísimo patrimonio histórico-cultural además de una intensísima animación. Calles llenas de gente, terrazas en todas las plazas, avenidas arboladas con plátanos centenarios, casonas, palacios, iglesias, la catedral de Saint Sauveur con su minúsculo claustro románico encantador y, por todas partes, señaladas en el suelo, las huellas de Cézanne. Pero en este caso Aix es la ciudad natal del pintor y fue él quien atrajo a otros pintores hacia estas tierras de luz y color. Pero descubrir el Aix de Cézanne, tendrá que ser para otra vez. Otra razón más para volver.
En resumen, días que nos permitieron no sólo descansar y leer en la piscina del hotel, sino también descubrir una región y un patrimonio importantísimos en esta Costa Azul de los pintores, tan masificada en verano pero tan agradable en las puertas del otoño.